Ramón




Cervera, 04/06/2013


Ramón había recogido su coche y su remolque en Uncastillo la tarde anterior y al día siguiente daba un día de descanso a Vermell y Dop. Quedamos a comer en Tárrega. Acababa yo de solucionar el asunto de mi teléfono cuando el nuevo aparato sonó; estaba entrando en el pueblo. Comimos juntos. Comer con Ramón siempre es agradable; se unió a la tertulia la dueña del restaurante; Ramón, que es un padrazo en toda regla, ya tenía trabajo para la tarde, bastó que su hija le hiciera una pequeña indicación para que se pasara a ver un coche que quería comprar ella cerca del lugar para que perdiera el culo. A Ramón se le pone una cara muy especial cuando habla de sus hijos; él no lo nota, pero la cara de inocencia y embelesamiento que aparece en su rostro me gusta un montón. Este hombre, curtido por los caminos y capaz de hacer de buen mediador en cualquier conflicto por mal cariz que éste tenga, cuando se trata de sus hijos, cuando le suena el teléfono y aparece allí el rostro sonriente de su hija, necesita toda una sábana bajo la barbilla. Me encanta su expresión, su indefensión, su dedicación plena a esa persona que en ese preciso momento está esperando a que su padre descuelgue el teléfono. Por demás (dichosa expresión que no gusta a mi chica, y no sé por qué) es capaz de agarrar por el cuello a un poli que se atreva a tocar a su Vermell o a su Dop; sí, sí, ya sucedió una vez con uno que tuvo que pedir auxilio a sus compañeros ante la inminencia de recibir un porrazo porque había tratado de sacar de la acera a su rocín, su amado y querido rocín. Es la persona más complaciente y apaciguadora que conozco, pero como alguien se le pase por la cabeza tocarle ni siquiera de refilón los huevos, ya se puede preparar a recibir una buena patada allí mismo (un decir, porque a pacífico no le gana ni Gandhi).


La verdad es que Ramón fue una adquisición en toda regla por mi parte, allá por Fuenterrobles en la provincia de Salamanca, un buen día que sobre el mundo había caído una hermosa nevada que dejó la orografía del país como si de Siberia se tratara; él con su gorro de cowboy, su extraño tapabocas de cuero, creo, cabalgando y dándose a ver en una revuelta del camino en medio de la estepa siberiana que era el llano salmantino, cuando me alcanzó en un cruce de senderos bajo los molinos de viento que giraban sobre nuestras cabezas ajenos a la nieve y al espléndido paisaje nevado que se tendía a nuestros pies; él y su Dop que venía al trotillo inspeccionando el camino, espantando lobos y cocodrilos y dejando el paso expedito a su señor y dueño que llegaba a pocos metros cabalgando cual gran señor embozado en su abrigo de invierno por la estepa castellana. Sí, el Cid cabalga.

Luego las cosas fueron rodando, un servidor, el caminante, tenía cierta prevención, nada más salir de casa, antes y después, sobre la gente del camino, sobre todo aquello que pudiera perturbar su irredenta necesidad de soledad; y así, caballero andante, Ramón, y caminante anduvieron días cada uno con sus ritmos y sus hábitos; los del caminante, retando a la noche y echándose al camino a las seis de la mañana, mientras que el caballero andante, sumido en su profundo sueño lleno de resoplidos, dormía a pierna suelta esperando que los dioses y la aurora de dorados dedos vinieran a despertarle cual príncipe que necesitara de los labios húmedos del alba para abrir los ojos y volver a la vida. Sin embargo uno y otro terminaban por encontrarse a lo largo del camino, unas veces bajo la sombra de un árbol, otras en un restaurante, muchas haciendo su aparición el caballero andante en cualquier recodo o callejuela en alguno de los poblachos que atravesaba el camino; casi siempre en un restaurante donde se relataban los incidentes y detalles de estos desencuentros en donde a cada cual podía sucederle una aventura o encontrarse con algún personaje del país dispuesto a pegar la hebra y enriquecer así el ya grueso anecdotario que cada uno portaba desde el comienzo de este viaje.

Sí, la tarde ya solíamos pasarla juntos, de cháchara, haciendo la compra, cocinando, compartiendo un café o programando la etapa del día siguiente; eso cuando el caminante había terminado los deberes de este blog, cosa que a veces se dilataba hasta la hora de la cena, o que llegó incluso a prolongarse en alguna ocasión hasta la una o las dos de la madrugada. Esto de escribir en ocasiones es como tener encima un guardia de la porra amenazándote con un zurriagazo si no cumples con tu deber.


Hermosos aquellos recuerdos de tantos días que pasamos juntos, bajo una lluvia aplastante, sobre la nieve, en medio de un viento que hacía volar hasta las ideas, en mitad de la niebla que poblaba los bosques vascos, entre un encuentro o desencuentro con alguna princesa que a uno u otro se les había cruzado en el camino, nosotros, que tanto sabíamos de ayunos y abstinencia, nosotros que vagábamos por el mundo, pero a los que el mundo nos tenía ayunos de mujer, célibes como pobladores de un rígido monasterio cisterciense. Él, apuesto caballero, con mayor suerte que el caminante, que es por naturaleza tímido, aunque la compañía del caballero le haya ayudado en buena parte a recuperar la erguidez necesaria para no rendirse ante alguno de los baluartes femeniles. Ah, las mujeres, ¿verdad, Ramón? Nuestra permanente compañía, sus guiños, sus gestos, su recuerdo, la lejana insinuación de un cuerpo alejándose calle adelante mientras las herraduras de Vermell tañían su cantinela sobre el empedrado, pop-pop-pop, la moza alejándose, y nosotros, ayunos, anhelantes soñando con ellas. ¿Qué tendrán las mujeres, Dios, para que una parte tan grande de la vida se nos vaya en soñar con ellas?


Ayer nos despedimos en Tárrega frente a un semáforo. Hacía calor, un cruce de calles impersonal, el escenario no se correspondía con la emoción que me embargaba y que yo trataba de esconder a todo trance. Era un rubor bienhumorado y pacífico el que me recorría el cuerpo como un viento calentito circulándome por las venas. No soy amantes de las despedidas, me encuentro patoso y sin saber qué hacer o decir cuando me suceden estas cosas; es difícil concentrar en un momento así algo que se parezca a lo que uno siente por dentro. En fin.


1 comentario:

LuisBas dijo...

Una de las cosas mas grandes que encontramos en nuestro caminar son los amigos, sobre todo nos damos cuenta cuando nos faltan.
Gracias a los modernos medios paliamos un poco esta carencia,
pero no hay nada como el contacto diario .
Por suerte mi circulo es amplio
y tengo la suerte de poderte leer cada dia.
aqui te mando otro poemilla para que te alegre el caminillo.

20 Jul 2012

No hay que tener los amigos
para contarles las penas
pero nunca hay que olvidarse
contarles las cosas buenas

Para lagrimas y quejas
estan los padres y hermanos
que nunca van a romper
los lazos que les juntaron

Siempre hay que ageadecer
de los amigos consejo
pero nuestras decisiones
marcaran los hechos nuestros

La vida da muchas penas
y muy pocas alegrias
cuando te pase algo bueno
gozalo que ese es tu dia
LuisBa