Me vuelvo a casa por unos días




Lérida – Madrid, 26 de julio


El Poset desde los altos de Vallibierna


Un rato antes del amanecer ya estaba todo el refugio en movimiento. La subida desde aquí a las cumbres de la Maladeta es larga y no carente de dificultad. Resistí un poco más dentro del saco pero terminé por levantarme. Amanecía cuando eché a caminar junto a la orilla del río, tumultuoso y arrollador en esta parte del valle. Tenia por delante una larga ascensión así que me lo tomé con calma, ese ritmo parsimonioso con el que se podría llegar al fin del mundo y que un observador que nos viera pasar interpretaría como el paso de un caminante cansado. Hasta a andar hay que aprender. Cuando ya bastante arriba me volví, el macizo del Poset se erguía pleno de luz y como gran señor hacia poniente. Por el camino me encontré dos catalanes que preparaban el desayuno junto a su vivac. En el collado, como siempre, un mundo nuevo se descubría. Dejando atrás dos grandes neveros que tuve que descender, paré a desayunar. Un sol tibio, casi primaveral bañaba las laderas, al estany de Cap de Llauset todavía no habían llegado sus rayos. Mi itinerario descendía hasta el lejano embalse de Llauset y después ascendía hacia el norte para alcanzar el valle de Salenques. Me dediqué un rato al mapa, no me gustaba aquel cuestón en medio de la bajada. Terminé por encontrar una variante que descendía a alcanzar la ribera del Noguera Ribagorzana por donde transitaba la carretera del túnel de Viella. Había proyectado pasar la tarde con Ignacio Aldea que trabaja en Viella de guía de montaña, pero me urgía llegar a casa para pasar un par de días con Victoria que volaba el lunes por la mañana a alguna ciudad de Europa a encontrarse con un amigo, así que apresuré mi paso, tomé el autobús junto al pueblo de Aneto y a las cuatro de la tarde estaba en la sala de espera del AVE en Lérida.




Bajar de las alturas a la civilización es un golpe no sólo de calor, nada más entrar en el autobús están tratando de identificar a cadáveres fallecidos en un accidente ferroviario, nada más entrar en el autobús un sopor de siesta me invade y dormito durante dos horas y media, nada más subir del autobús parezco otra persona, ya no tengo esa fuerza que podría haberme llevado hasta el otro lado del valle, más allá de los Biseberris. Cosa rara la de bajar de las alturas y encontrarse con el mundo neto de la gente normal que sigue trabajando o viajando de un lado para otro.
Al vagabundo se le olvidan estas pequeñas cosas. Lleva tanto tiempo caminando de acá para allá que no es raro que pierda el sentido de la realidad. No hace falta más que recordar cómo días atrás se metió con la gente de un refugio o con lo administradores de la cosa pública; pobres, el vagabundo no debería meterse con nadie y debería andar por ahí ateniéndose a lo que hay, como en aquello versos que ya cité de Machado: Donde hay vino, beber  vino, y donde no hay vino, agua fresca. No está de más que él mismo se lo recuerde aquí. A fin de cuentas él también pertenece a este mundo de abajo por mucho que quiera eludirlo, incluso los cuatro bocadillos ridículos que le pusieron en el refugio de Estós, cuatro rajas transparentes de chorizo en cada uno y por los que le cobraron más de veinte euros debería servirle de prueba para ejercitar la humildad de aquellos cuya vocación es vagar por el mundo (pero ay, pese a mi vocación de vagabundo y a mis buenas intenciones de ser un hombre bueno, si descubro a tiempo la estafa de los bocadillos, ay si lo descubro a tiempo, porque una cosa es que uno no quiera interferir con las cosas del mundo y sus creencias y otra muy otra que a uno etc., etc., gente un tanto cretina aquella) Así que queda claro que la buena voluntad del vagabundo, como todas la cosas tiene sus límites, aunque desde luego éste se proponga cada mañana ser más santo que todas las cosas, especialmente ahora que ya ha sobrepasado esa barrera de los sesenta y cinco tras la cual ha de suponerse una vida ordenada y comprensiva para el prójimo, una visión de la realidad sosegada, consciente de la banalidad de tantas cosas, de la pérdida de tiempo y humor que supone intentar hacer comprender a otros la evidencia de su error y a nosotros mismos, por obvia y conveniente añadidura, la misma cosa.



Mi modorra continuó casi hasta que tomé el AVE, momento en que me dispuse a quitarme la gandulería de encima poniéndome a la tarea de escribir mi crónica de todos los días. Pero, amigo, allí no había quien escribiese dos líneas seguidas, un tipo de esos que hablan, chillan al teléfono, no paraba de parlotear a voz en grito con alguien a cientos de kilómetros de allí y, para más inri, utilizando expresiones propias de una intimidad atrevida de alcoba. No me deja concentrarme, me pongo los tapones de cera, pero ni aun así. Me produce cierta lastima que el tío, tan trajeado él, tan con aspecto de estar bien cebado, no se dé cuenta de que todo el vagón se está enterando de su conversación cargada de groserías degradantes que un señor de traje y corbata no debería usar. Al final, molesto por el mismo, me levanto e indago con la mirada la procedencia de la voz; por delante todo está muy tranquilo, me vuelvo y descubro al dueño de la voz en un hombre de unos sesenta años, grandes entradas en la cabeza, pelo entrecano y ojillos  de pez. Me acerco a él, perdone, le digo, pero es que nos estamos enterando todos los viajeros de su conversación. Un tímido como un servidor no pudo decir esto y quedarse mirando para ver cómo reaccionaba, que habría sido lo propio. Sólo sentí que cortaba la conversación de inmediato con un sentimiento de apuro. La tranquilidad volvió al vagón.


En este artilugio de la más avanzada tecnología hace un calor del carajo, como si se hubieran olvidado de poner el aire acondicionado. Eso sí, rápido lo es un... iba a escribir un huevo, pero enseguida recordé una digresiones que se traían dos personajes de la novela de Aldous Huxley sobre la conveniencia o no de utilizar determinadas palabras y expresiones y decidí que mientras no tuviera claro el asunto mejor dejaba los huevos para hacer una tortilla. Que los castos ojo de lo lectores tengan que tropezarse con palabras que ofenden su sensibilidad es cosa digna de tener en cuenta. ¿No os habéis fijado como lo señores de Microsoft, tan sensibles y castos ellos os ponen de inmediato una olita roja debajo de la palabra en el momento en que la censura del programa detecta una palabra inconveniente? para ellos, para los castos ojos de... Para el Word no existe la sal y la pimienta de la calle ni el sabor de la lujuria.

Y con esto llego a Atocha. La primera parte de mi recorrido pirenaico ha concluido, probablemente en un par de semana esté de vuelta para proseguir mi vagabundaje que parece que apunta, como tantas veces en mis caminatas, hacia la orilla, una vez más, del mar, allá donde los Pirineos, sus altas cumbres terminan por sepultarse en las profundidades del Mediterráneo.

No hay comentarios: