Refugio de Coronas. Vallibierna, 25 de julio
La tarde había ido avanzando hasta convertirse en una
lechosa semioscuridad amenazada por la lluvia. Mi paso era más rápido y poco a
poco la distancia entre ambos había ido creciendo sin que yo hubiera sido
consciente de ello. Amenazaba tormenta, algún relámpago había cruzado el cielo
hacia la Pleta
de Llosás. Me detuve y llamé: ¡Nenaaaa! Lo hice varía veces pero no hubo
respuesta. Siempre mi dichosa manía de no saber acompasar mi paso al de ella.
Eché a andar camino abajo, diez minutos después la encontré sentada en una
piedra. No pasaba nada, se estaba tomando un respiro. Aunque hubiera tenido los
pulmones de un Gargantúa el ruido del río le habría impedido oírme. Mi niño,
corres mucho, dijo ella. Un rato después la tormenta descargaba sobre nuestra
tienda de campaña. Al día siguiente, subiendo a Coronas, la tormenta volvió a
ocupar el valle mientras intentábamos la ascensión al Aneto. Nos tuvimos que
contentar con ser testigos de ese espectáculo siempre grandioso; una especie de
visera rocosa, larga dos metros, nos sirvió de protección. Allí nos sentamos
sobre nuestras cuerdas de escalada para aislarnos de la corriente eléctrica y
contemplar a placer el espectáculo. Ambos amábamos estas grandiosas tracas que
se producían aquel verano sobre el Pirineo. Yo había pasado un año estudiando
en su casa de Cevo en los Alpes Lombardos, había vuelto a Madrid para los
exámenes y, transcurridos éstos, nos habíamos reunido para pasar unos días en
el Pirineo. Era el año setenta y uno. Nuestra marcha pirenaica comenzó precisamente
en este valle, entonces un lugar solitario donde en una semana era posible no
encontrarse con nadie.
Ese "mi niño" proteccionista que usaba
cariñosamente para llamar mi atención sobre alguna de mis locuras de entonces
cuando pretendía subir aquí o allá, siempre ascensiones que ella consideraba
excesivas para mi experiencia, es una expresión que conservo con ternura. Ella
murió aquel mismo verano en una ascensión al Pic Zebrú, en los Alpes.
Hoy era previsible que me encontraría con ella ascendiendo
por Vallibierna. Muchos de los valles de estas montañas están impregnadas por
su recuerdo, la dulce memoria de aquel año transcurrido en su compañía
compartiendo ascensiones a las montañas del Adamello en los Alpes Centrales,
con las largas jornadas de estudio preparando el temario de preu, con los
lluviosos días de otoño, con el espectacular otoño de los alerce y las hayas,
con el descubrimiento, en fin de la mujer, constituyen una parte esencial de mi
vida. A lo largo de nuestra existencia no son muchas las personas de las que
podamos decir que ocupan un lugar esencial en nuestro corazón. Vuelvo con
cierta regularidad a Italia, subo a Cevo y me acerco al cementerio donde
siempre, en todas las estaciones del año, su tumba tiene flores frescas.
Algunos veranos he subido a las montañas del Adamello, las cimas que rodean su
valle y que ella amó tanto, y he recogido ramilletes de rododendros, lirios o
edelweis para depositarlos en el lugar donde reposa su cuerpo. La última vez
que estuve allí, habían transcurrido ya casi cuarenta años de su muerte, unas
ancianas que estaban arreglando los ramilletes de flores de las tumbas, algo
que en los altos pueblos de la
Lombardía es corriente, se acercaron a mí para decirme: Lei è
lo spagnolo, giusto?, usted es el español, ¿verdad? Era como me conocían en el
pueblo en aquella época, lo spagnolo. La gente del lugar recuerda a Nena con
cariño, era la maestra del pueblo.
Hoy me ha llevado casi tres horas ascender hasta el refugio
Coronas desde el camping. El ambiente es el propio de la gente preparada para
las ascensiones de dificultad. El lugar es un buen punto de ascensión a las
cumbres más altas de la
Maladeta. Aquí , antes del alba todo el mundo está preparando
su macuto para iniciar la ascensión, así que me quedo solo escribiendo estas
líneas junto a un gran ventanal por donde entra la última luz del día. No me
resigno a irme a la cama tan rápido, tengo la sensación de que el día ha
transcurrido excesivamente deprisa y que sólo a mitad me he enterado de él;
luego, subiendo desde Benasque, se me han acumulado los recuerdos y me han
dejado un poco nostálgico. Que por encima de cuarenta años pueda alcanzar este
estado emocional que me llena el cuerpo con el recuerdo de la amiga con la que
tuve mis primeras vivencias de amante y de profunda amistad, instila en mí una
honda de sensación de fidelidad que se ve alentada por particulares recuerdos
de nuestra convivencia de aquellos años.
Si se arranca la capa de trivialidad que rodean las cosas,
decía esta mañana un personaje de Contrapunto, de Huxley... y olvidé lo que
sucedía si se arrancaba esa capa de trivialidad, pero era el arranque de la
cita lo que llamaba mi atención. Si fuéramos capaces de deshacernos de esa capa
que cubre muchas de nuestras acciones... En el refugio reina el silencio, un
ronquido aflautado al fondo lo rompe de vez en cuando, fuera el fuerte bramar
del río se cuela por las rendijas de la puerta, las cumbres se las va tragando
la noche que repta desde bosque hacia las alturas llenando con su oscuro hollín
la totalidad del valle. La cita queda tintineando en mi cabeza como el resto de
las últimas campanadas que dieron la hora en la torre de una iglesia lejana.
Arrancar la capa de trivialidad que rodea las cosas.
Me voy a la cama.
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