Estany dels Minyons, 23 de agosto
Hacia un frío bastante intenso, las manos se me quedaban heladas, los dedos rígidos, el frío subía como una batahola del río caudaloso que a su vez llenaba el ambiente con el bronco sonido de sus aguas. De vez en cuando el camino atravesaba manchas de sol que producían en mi cuerpo una momentánea sensación de bienestar, como ese sol de invierno que te sorprende una mañana de paseo por las calles de Madrid. Podía haberme parado en una de esas manchas de sol tan agradables, pero parece que mi cuerpo me dictaba que todavía había que andar un poco más, no sé por qué pero era así, casi siempre había que caminar un poco más. Así que como éste se empeñaba en continuar decidí que pese al frío que no me dejaba manipular bien en el teléfono iba a leer un rato. Elegí N. P. de Banana Yoshimoto. Enseguida me enganchó. Tan fresco era aquello que al poco rato me sorprendí pensando que bien podía yo hacer un esfuerzo de escritura así, y ya me imaginaba sustituyendo este otoño mis afanes de caminante por mis otros afanes de escritura, los suaves meses del otoño después de la vendimia de nuestras parras, cuando las tardes se hacen doradas justo frente a mi ventana en la línea de la sierra de Gredos y empieza a preludiarse la seducción del fuego de la chimenea en la cabaña; aislarme entonces y convocar en asamblea a mis enanitos para infundirles el ánimo y la disposición para que me echen una mano en un nuevo proyecto de novela. ¡Ah,si esto llegara! De seguro que dejaba los caminos par otra ocasión.
Me gusta la literatura fresca, ágil, esa que corre sobre la líneas de la página dueña y señora del discurso, que te precede, que va delante de ti sorprendiéndote con su hechura, su novedad; un lugar en donde las palabras entran como en un zapato hecho a la medida. Además estos libros son perfectos para el camino. También me gustan, cómo no, aquellos que incluso puedo no entender en su totalidad, que se hacen difíciles de atravesar, los de complicada elaboración en donde uno tiene que ir poniendo las yemas de los dedos para retener los incisos y no perderse en el barroquismo de la escritura, esos libros que hay que leer dos veces para hacer del acto de leer un placer consumado. Leer, por ejemplo, Paradiso de Lezama Lima tiene esta características, y Shakespeare y Thomas Mann y alguna decenas más de autores.
Además la literatura japonesa tiene siempre componentes recurrentes que me son gratos o que me inquietan. Su poesía, su delicada apreciación de la naturaleza, sus siempre presentes cerezos en flor, pero también ese lado oscuro del suicidio como telón de fondo de tantos argumentos.
Al sol de la mañana junto a un riachuelo que atraviesa el prado me siento volver a ser yo; a diferencia de días atrás alimento mi cuerpo, le doy de todo, incluso le regalo uno buenos tragos de miel. Hoy me siento mucho mejor, mi piernas son otra vez mis piernas.
En previsión de que me faltara agua más arriba cargaba desde Elcamp algunas botella de plástico que al final resultaron innecesarias. Este año el agua abunda por todos lo lados. Después del lago de Illa me encuentro con un amplio y solitario valle ideal para dejarse llevar por la pendiente mientras leo a Yasimoto. Grandes praderas sembradas de pinus nigra y rododendros, el camino viene acompañado en todo momento por la música de algún riachuelo. Hacia las tres de la tarde elijo la orilla de uno para hacer una parada larga. Me tumbo y me quedo dormido mientras la agradable voz de la lectora sigue susurrando en el oído palabras que yo no oigo. Me despierto, rebobino, saco un poco de jamón y una botellita de vino que me sobró de ayer y al poco rato estoy como en el cielo. Dejo descansar a Yashimoto y escucho el ruido del río. Me he hecho a la idea de comer suficientemente y como despacio, sin prisa, saboreando el jamón y el queso con especial delectación. Cuando me voy a tomar el café comienza a llover. Recojo, cubro el macuto, me echo la capa de lluvia por encima y me vuelvo a tumbar. Termino con mi novela. Me produce un placer especial este chirimiri sobre el rostro.
Debería lavar dos o tres prendas pero estoy tan ricamente tumbado, ahora pasó la lluvia y asoma tímidamente el sol entre las nubes, que me da mucha pereza levantarme y meter las manos en el agua fría. Total voy solo, me digo, dejemos las cosas de la higiene para mañana. ¿No habíamos quedado en que era un vagabundo? Un vagabundo no necesita mudarse todos lo días, digo yo, ¿no? Pues entonces, a qué ser tan exigente con la colada? Así que nada que hacer, solo seguir tumbado y contemplar el movimiento de las nubes, oír el rumor del agua, la santa gracia de no hacer nada. Me quedan quinientos o seiscientos metros de desnivel para terminar el día, pero eso ya llegará, tras la siesta.
Tras la siesta me pongo en camino de nuevo y a poco me tropiezo con Michael que viene en sentido contrario. En seguida nos ponemos de acuerdo sobre el idioma a utilizar. Viene del Cap de Creus y lo primero que me cuenta es que esta mañana se perdió y le tocó salir a mandobles de una selva como a don Quijote entre el rebaño de ovejas. Tiene buena pinta. Nos despedimos después de un rato en el que intercambiamos nuestras experiencias. Me gustan estos caminantes solitarios, bellos como personajes homéricos, más hermosos si cabe porque sus hazañas son anónimas, no tienen que luchar por rescatar ninguna Helena y por supuesto no tienen que destripar a nadie ni someterse al arbitrio del capricho de los dioses. Él caminaba from the see to the other see, pacífico, acaso en lucha, si tal había, consigo mismo. Estos seres solitarios, tantos con los que me cruzo, que pasan más de un mes con la exclusiva compañía de las montañas, lo bosques, los arroyos, el sol, la estrellas, las tormentas. Los admiro. Quizás yo haga algo parecido, pero eso no cuenta, yo me percibo a mí mismo de otra manera, he hecho de estas cosas mi vida diaria, me siento en mi hábitat.
Michael |
Y llego al collado y el prado inclinado en donde pastaban los caballos se convierte en la otra vertiente en la boca de lobo de un volcán, un pozo de niebla en donde se ha hecho la noche de repente. El camino baja violentamente por una pedrera de piedra suelta y descompuesta. De repente me veo corriendo como en los viejos tiempos por aquella pendiente en la que el peso de mi cuerpo desplaza las piedras como si estuviera descendiendo por una pendiente de nieve blanda. Es la sensación que se tiene de ir saltando sobre un terreno que se desplaza al mismo tiempo que tú. La pedrera termina sobre unos prados, empieza a llover débilmente, más allá aparece un lago. Debo de estar a menos de diez minutos de un refugio. La lluvia aumenta de intensidad. No me lo pienso dos veces, descargo, saco la tienda, tapo todo con la capa de lluvia, corro al lago a llenar la cantimplora. Siguen todas las operaciones de poner la tienda, toda una carrera contra reloj. Cuando está puesta tiro todo dentro. No me puedo tomar un respiro porque el suelo está mojado y con la prisas el doble techo y la tela interior se tocan en algunos sitios y el agua penetra dentro. Tensa por allí, tira por allá y tras un minutos ya me veo cómodamente instalado en el saco de dormir con mi cosas a salvo del agua.
Ahora llueve, un verdadero diluvio. Es un ruido furioso y envolvente que golpea con fuerza sobre mi casa de tela de apenas un metro y medio cuadrado. Mi casa está tranquila. Ella y yo escuchamos aislados del mundo y envueltos en la niebla, la música que se ha organizado de imprevisto sobre estas montañas. Pienso en Michael que estará en el valle opuesto a la misma altura que yo probablemente también bajo su tienda de campaña de trotamundos. Me cayó bien Michael con su entusiasmo de andarín y sus ganas de comunicar sus experiencias.
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