Puigcerdá, 24 de agosto
Ella venía de por agua mientras su chico había quedado preparando el desayuno en el refugio; tenía cierto aire de fragilidad, era bonita, tímida, pequeña. Sus ojos eran azules y su modo de mirar recatado, como de quien mira al mundo a través de cierta distancia. Cuando nos cruzamos respondió a mi ¡Bon día! con una sonrisa de ángel, era una flor en medio del día que comenzaba, una flor silvestre de colores hechos para alegrar la vida de los que gustan las flores que crecen junto a los caminos. Llevaba una cantimplora en cada mano. Un ángel. También su chico, con quien había hablado unos minutos, era un ser hermoso, de ensortijados cabellos rubios, como una de esas estatuas griegas que vemos en los museos. Pensé que hay seres humanos de una belleza conmovedora, son como una fresca brisa para el ánimo de quien los contempla. Se trataba de una belleza natural que emana, como la esencia de las flores sin necesidad de que ellos, ellas, lleguen incluso a quitarse las legañas o arreglarse el pelo, su belleza atraviesa el desaliño o el sueño pegado a lo ojos para emerger sin más a través de sus gestos o la viveza de su mirada.
La particularidad de que con quien nos cruzamos pueda ser mujer añade al encuentro un encanto añadido. La idea de mujer, como quien tiene idea de una mesa o un automóvil, es decir no de un ser concreto, probablemente está enquistada en los genes del hombre con una tal solicitud, mezcla de ensueño, de promesa de felicidad, de belleza, de risueño encanto, que por fuerza cuando estos se tropiezan con algunas de ellas de carne y hueso, lo que extrae de ellas a la fuerza tiene mucho que ver con el referente que sus sueños de ternura y anhelo han recreado en lo momentos de ensueño y soledad. Los seres ideales en los que se piensa nunca existen en la realidad o al menos en su totalidad, pero sí es posible encontrarse esas aproximaciones que, como la de esta mañana, hacen correr por dentro de uno la rara felicidad de un reencuentro con aquello que esconde la esencia de lo femenino.
El paisaje tenia por demás esta mañana una suavidad extraordinaria, al fondo, lejos, sobre el llano, una delgada capa de nubes cubría los pastos y los posibles pueblos. La nubes, como una extensa superficie de agua, penetraba en los valles poniendo en duda que allí hubiera tierra y no un inmenso lago. Poco después la niebla fue subiendo por la laderas matizando lo colores y dando al paisaje esa calidad sedosa de paisaje mirado a través de un grueso y vaporoso velo. Un momento después la niebla trepó por el valle y todo quedó envuelto en esa tierra de nadie y sin referentes, la blanca nada en donde fuera de unos pocos metros el mundo ha dejado de existir. Cuando llegué al refugio del Malniu un sol primaveral atravesaba el velo de las nubes. Se trataba de una tregua que tuve que aprovechar enseguida para secar todas mi cosas que habían quedado bastante mojadas con la aventura de la noche anterior. El encargado del refugio me adelantó que se anunciaban lluvias y tormentas para media mañana. Todo quedó seco mientras comía una ensalada y un pollo en pepitoria. No era comida para semejante hora, pero... mejor llenar los depósitos por si acaso. Puigcerdá quedaba todavía a no menos de cinco horas de allí.
Extensos prados, pinos; un camino sin muchas exigencias me invitó enseguida a la lectura. Elegí La madre naturaleza, de Emilia Pardo Bazán, continuación de Los Pazos de Ulloa. Perucho y Manuela son sorprendidos por una lluvia torrencial en mitad del bosque. De nuevo cuando la lectura se convierte en un placer, cuando cada detalle sale de su anonimato para asumir por un momento el protagonismo del instante, el agua que atraviesa las hojas del árbol bajo el que están protegidos y se mete por el cogote de él, cuando las incomodidad de una mojadura se transforma en objeto de risa, cuando el calor de la mano del otro se siente en la propia mano. También me llegaría a mí la lluvia más abajo, cuando llegué a Guils y todavía me quedaba más de hora y media para Puigcerdá. La tormenta empezó discretamente como de quien va de farol, pero momentos después aquello se convirtió en un fenomenal diluvio. El asfalto se hizo cauce de río, una mezcla de granizo y agua impactaba sobre el asfalto produciendo el efecto de piedras tiradas a un estanque. La riada que bajaba por la carretera arrastraba la tierra y la vegetación muerta de lo arcenes. En el momento más intenso dos o tres dedos de agua bajaban cubriendo la calzada. En pocos minutos mis botas nuevas quedaron inundadas, los pies parecían ir sumergidos en una bañera. Un frío húmedo se me pegaba al cuerpo. Los altos edificios de Puigcerdá aparecían todavía al fondo como una promesa. Hoy tenía claro que me merecía una buena habitación de hotel. A poca distancia del pueblo paró un coche, era un señor mayor que se ofrecía a llevarme. Hay gente así. Le voy a poner el coche perdido, dije. Él insistió amablemente, no importaba que se mojara el coche, argumentó; miré hacia dentro, todo estaba limpísimo. Decliné la invitación, total ya no me podía mojar más de lo que estaba. Todo lo que iba en el macuto venía a salvo bajo dos capas protectoras. El único problema para el día siguiente eran las botas que no tendrían tiempo de secarse.
Quince minutos más tarde dejaba un gran reguero de agua en el vestíbulo de un hotel. Un tercer piso con vistas a las montañas junto a la estación de ferrocarril. Ducha, colada, comida; encontré telas con que secar en lo posible las botas. Por la ventana todavía veo la tromba de agua caer ruidosa sobre la calle. Hablo con casa, despacho el correo atrasado, ne tomo un café. Estas cosas tiene el camino. Sin la alternancia de hechos y situaciones nuestra capacidad para gozar probablemente se resentiría.
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