Cuando murió mi madre. Caminando por la Patagonia




El Chorrillo, 2 de agosto




Estos días que estoy, digamos en tierra de nadie, pensando si seguiré caminando por el Pirineo o si yo qué sé, ensoñando mucho porque de tanto estar en los caminos este año he perdido algo el hábito de estarme quietecito en casa sin más, me da en mi ocio obligado por filosofar sobre las relaciones con el otro sexo, y en eso estaba esta tarde cuando a la hora de buscar una fotografía me encontré con una imagen muy querida de hace una década: en ella dos personajes, Víctoria y yo, caminamos por el centro de una pista de tierra por un llano que tiene toda la pinta de infinito.


 
Quiero recordar hoy aquella jornada de viajeros sorprendidos en la tesitura de verse inesperadamente caminando por el desierto patagónico.

Los hitos que de tanto en tanto aparecían en el lado derecho de la pista marcaban números inconmensurables para un caminante, creo recordar que se trataba de un cuatro mil o un seis mil y pico. Habíamos perdido un vuelo entre Río Gállego, debido a un retraso de otro vuelo que nos traía de Ushuaia, en Tierra del Fuego, y habíamos decidido atravesar el sur de la Patagonia hasta Punta Arenas, en Chile, en auto-stop, pero con tan mala fortuna que a un centenar de kilómetros, en una curva cerrada, nuestro coche derrapó, dio dos vueltas de campana y quedó bocabajo. Hubimos de salir de él como pudimos, yo y Victoria por la ventanilla trasera del coche cuyos cristales habían desaparecido con el impacto; la conductora y su madre por la puerta derecha delantera. El coche echaba abundante humo por el motor. Hubimos de salir pitando de allí ante la amenaza de que aquello explotara. Un poco de sangre, algunos rasguños, bastantes nervios encima, pero nada más. Una hora más tarde,  con la ayuda de un camionero pudimos dar la vuelta al coche, el humo se había extinguido y al accionar la llave de contacto el motor giró con regularidad. Carretera adelante no había nada en cientos de kilómetros, así que la dueña del coche decidió emprender camino de regreso hacia Río Gállego. El coche, que parecía salido de un desguace para ser convertido en chatarra por una de esas máquinas que transforman los automóviles en paralelepipedos de apretados hierros, se alejó renqueante por el medio de la enormidad de aquel páramo.


Un cielo intensamente azul surcado por algodonosas nubes de verano, que flotaban indolentes en el horizonte, unía sus labios a la tierra en un horizonte ocre de variadísimas tonalidades terrosas, sienas, tabaco, un suave café con leche en la colinas; el amarillo azufre, en fin, junto a una ensenada que se perdía hacia poniente.


El coche se había perdido en el horizonte y delante de nosotros se extendía un magnífico desierto. Deberíamos haber estado preocupados, pero por el contrario lo que recuerdo es una sensación de exultante gozo, creo que la sensación que se desprendía de aquel estado de soledad repentina unido a la belleza invernal de aquellos páramos, era de una salvaje comunión con la aventura, lo desconocido, la neta hermosura de la tierra cuando convertida en intimo confidente se nos abre como una amante que desea mostrarnos los rincones más entrañables de su alma. Es cierto, no sé exactamente por qué, pero aquel desierto hablaba con un lenguaje poético que raramente se consigue en condiciones normales.

Nos pusimos en camino, durante horas el silencio fue absoluto, algunas rapaces surcaban el cielo, los mojones de los kilómetros pasaban lentamente a nuestra derecha. Cargábamos tres abultados macutos, era invierno y las temperaturas durante la noche podían bajar de lo diez bajo cero, íbamos preparados para ello, también transportábamos un primitivo portátil Compaq de cerca de tres kilos, nuestro medio de comunicación entonces con nuestros hijos, amén que como elemento de escritura. Aquel invierno, después de muchas semanas de una larga enfermedad de mi madre, que pasaba sus últimos días en nuestra casa con un cáncer cerebral, cuando murió la vida fue para mí y para mi familia algo ligeramente diferente. Tras un par de crisis mi madre había vivido días muy felices en nuestra casa acompañada por sus hijos y nietos, había perdido la conciencia de la preocupaciones y había encontrado en el afecto y cuidado de lo suyos un remanso de paz que hizo de su muerte, para ella y para nosotros, un íntimo reducto de cariño y de entrañable encuentro.

Quisimos hacer de aquellos hechos algo muy significativo para nuestras vidas y para la de nuestros hijos y decidimos, nada más fallecer ella, emprender un largo viaje iniciático por América, aprovechando también la incipiente autonomía de nuestros hijos.

Así que este estar en medio del desierto patagónico aquel día venia también cargado con el peso que entonces llevábamos encima de la reciente muerte de mi madre, que actuaba sobre nosotros a modo de intensa sinapsis que conectara nuestros dispositivos internos con un sentido de la vida que se nos mostraba entonces claramente alentador. La vida, después de haber vivido aquellos tres meses la anunciada muerte de mi madre (escribí un librito entrañable entonces que quizás alguno quiera leer, El año en que murió mi madre, se titula. Se puede seguir el vínculo en el titulo), después de haber vivido aquello la existencia se convirtió, si cabe, en algo que necesariamente había que vivir conscientemente y con intensidad, no valía perder el tiempo malgastándola, la vida merecía algo más que la rutina del trabajo y las preocupaciones triviales o de dinero. Vivir y morir eran dos términos que alumbraban nuestros días entonces.


Anduvimos todo el día, solo a media tarde pasó una furgoneta en sentido contrario. Estuvimos oyendo aproximarse el ruido del motor durante más de quince minutos, al fin apareció en la lejanía un rastro de polvo que fue creciendo y creciendo hasta tomar la forma de un vehículo. En algún momento nos tomamos un respiro junto a la cuneta, nuestra euforia había desaparecido pero todavía conservábamos fresco ese estado de gracia con que nos habíamos adentrado en aquel desierto. Estábamos en buena forma física, lo kilómetros fueron pasando hasta cerca del crepúsculo lentos pero densos. Era como un privilegio estar allí solos, solos en medio de una inmensidad tan extraordinaria. Cuando ya empezaba a hacer frío, al final de la tarde, otro ruido de motor nos alertó, esta vez en sentido contrario al anterior, era un autobús, el único servicio que hacía el recorrido entre Argentina y Chile en aquella zona. Aquella noche dormimos en Punta Arenas. Bajo la luna, al otro lado de una tranquila superficie de agua, se mecían los glaciares y las montañas cubiertas de nieve.

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