El
Chorrillo, 2 de agosto
Estos días que estoy, digamos en
tierra de nadie, pensando si seguiré caminando por el Pirineo o si yo qué sé,
ensoñando mucho porque de tanto estar en los caminos este año he perdido algo
el hábito de estarme quietecito en casa sin más, me da en mi ocio obligado por
filosofar sobre las relaciones con el otro sexo, y en eso estaba esta tarde
cuando a la hora de buscar una fotografía me encontré con una imagen muy
querida de hace una década: en ella dos personajes, Víctoria y yo, caminamos por
el centro de una pista de tierra por un llano que tiene toda la pinta de
infinito.
Quiero recordar hoy aquella
jornada de viajeros sorprendidos en la tesitura de verse inesperadamente
caminando por el desierto patagónico.

Un cielo intensamente azul
surcado por algodonosas nubes de verano, que flotaban indolentes en el
horizonte, unía sus labios a la tierra en un horizonte ocre de variadísimas
tonalidades terrosas, sienas, tabaco, un suave café con leche en la colinas; el
amarillo azufre, en fin, junto a una ensenada que se perdía hacia poniente.
El coche se había perdido en el
horizonte y delante de nosotros se extendía un magnífico desierto. Deberíamos
haber estado preocupados, pero por el contrario lo que recuerdo es una
sensación de exultante gozo, creo que la sensación que se desprendía de aquel
estado de soledad repentina unido a la belleza invernal de aquellos páramos,
era de una salvaje comunión con la aventura, lo desconocido, la neta hermosura
de la tierra cuando convertida en intimo confidente se nos abre como una amante
que desea mostrarnos los rincones más entrañables de su alma. Es cierto, no sé
exactamente por qué, pero aquel desierto hablaba con un lenguaje poético que
raramente se consigue en condiciones normales.
Nos pusimos en camino, durante
horas el silencio fue absoluto, algunas rapaces surcaban el cielo, los mojones
de los kilómetros pasaban lentamente a nuestra derecha. Cargábamos tres
abultados macutos, era invierno y las temperaturas durante la noche podían
bajar de lo diez bajo cero, íbamos preparados para ello, también transportábamos
un primitivo portátil Compaq de cerca de tres kilos, nuestro medio de
comunicación entonces con nuestros hijos, amén que como elemento de escritura.
Aquel invierno, después de muchas semanas de una larga enfermedad de mi madre,
que pasaba sus últimos días en nuestra casa con un cáncer cerebral, cuando
murió la vida fue para mí y para mi familia algo ligeramente diferente. Tras un
par de crisis mi madre había vivido días muy felices en nuestra casa acompañada
por sus hijos y nietos, había perdido la conciencia de la preocupaciones y
había encontrado en el afecto y cuidado de lo suyos un remanso de paz que hizo
de su muerte, para ella y para nosotros, un íntimo reducto de cariño y de
entrañable encuentro.
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Así que este estar en medio del
desierto patagónico aquel día venia también cargado con el peso que entonces
llevábamos encima de la reciente muerte de mi madre, que actuaba sobre nosotros
a modo de intensa sinapsis que conectara nuestros dispositivos internos con un
sentido de la vida que se nos mostraba entonces claramente alentador. La vida,
después de haber vivido aquellos tres meses la anunciada muerte de mi madre
(escribí un librito entrañable entonces que quizás alguno quiera leer, El año en que murió mi madre, se titula.
Se puede seguir el vínculo en el titulo), después de haber vivido aquello la existencia
se convirtió, si cabe, en algo que necesariamente había que vivir
conscientemente y con intensidad, no valía perder el tiempo malgastándola, la
vida merecía algo más que la rutina del trabajo y las preocupaciones triviales
o de dinero. Vivir y morir eran dos términos que alumbraban nuestros días
entonces.
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