Edurne Pasaban y Schopenhauer




El Chorrillo, 6 de agosto



Catorce veces ocho mil, de Edurne Pasaban. Leer esta clase de libros estimula alguna parte de mi yo que esta tarde trato de desentrañar. Cuando lo tomo en mís manos y empiezo a pasar páginas, a hojearlo por aquí o por allí, el proceso interior cuando leo esta clase de libros siempre es parecido, un ligero nerviosismo de entrada, un hormiguillo que empiezan a pasearse por los brazos y el pecho, un deseo posterior de empezar enseguida a leer el libro. El volumen, un regalo de cumpleaños de Victoria, había quedado sobre la mesilla de la cabaña junto a otro de Schopenhauer, El arte de envejecer, cuya compra imagino fue fruto de que poco antes hubiera leído yo mismo con gusto El arte de envejecer, de Teresa Pàmies; como se ve alguno de los temas que están en la órbita del caminante tarde o temprano terminan sobreabundando sobre la mesa en que se acumulan los proyectos de próximas lecturas. La hortelano sabe buscar los regalos. La verdad es que, dichosa expresión que no hay forma de quitársela de encima, el titulo en principio me dejó un tanto frío. Es esta tarde, cuando terminé con Lautrémont, Los cantos de Maldoror, que me quedé un tanto in albis sin saber por dónde continuar con parte de mis lecturas, cuando eché mano del libro distraídamente. Mis últimas lecturas de esta clase habían sido Walter Bonatti, René Demaison y Reinhold Messner. Aunque hace ya unas décadas que se me pasaron lo tiempos de soñar con determinadas montañas todavía alimentan mi espíritu, y probablemente mi cuerpo, esta clase de libros. Me intrigan, me excitan, me cuestionan sobre cuestiones importantes de la vida, pero sobre todo inducen en mí nuevamente una filosofía que siempre me ha sido extremadamente cara. El que los hechos realmente significativos de la vida de muchas personas revistan un halo de inutilidad, tantas montañas que escalar o aventuras imposibles que emprender, en uno mundo que parece gastar todas sus energías pedagógicas en hacernos seres prácticos y productivos, es ya un dato lo suficientemente extraño y atrayente como para tratar de contestar algunos interrogantes que se presentan, los dichosos porqués de tantas empresas que emprendemos, muchas veces con el riesgo de nuestras vidas.

O acaso no merezca la pena la indagación, y dejemos así sin más la constatación de que, sea cual fuere la respuesta, hay gente que no necesita respuestas para seguir el camino que su intuición, su deseo, lo que su pasión le empuja a hacer; en cualquier modo aunque hubiera una explicación de seguro que para esas personas para las que la vida es una carrera en el escalafón de una empresa o una cuantiosa cuenta bancaria, el esfuerzo sería inútil, no lo iban a entender igualmente. Hay tanta cosas que no se explican, que hacemos porque nos lo pide el cuerpo, porque nos sale del alma, que por mucho que nos devanemos los sesos jamás entenderemos... Poner la vida en constante riesgo es una de ellas.

No hay nadie que durante toda su vida viva esta situación de peligro permanente, pero los que lo han probado durante unos años, además de tener en su haber una importante reserva de vivencias capaz por sí mismas de llenar de anhelo satisfecho muchos de sus años de madurez, no pueden dejar ya de por vida de leer, mirar con gran admiración la aventuras de esta gente que vive el peligro y la constancia extrema en sus aventuras en el Himalaya. Ellos siguen siendo todavía en su afán por superarse y llegar más allá de donde antes jamás soñaron llegar, un ejemplo y un estímulo para cada uno de los que, junto a su amor por la montaña y su belleza, guardan todavía como en un relicario todas esas cosas nobles que aprendieron en ella: arrojo, valentía, creatividad, desinterés, solidaridad, superación de sí mismo hasta allá donde uno pueda ser capaz de hacerlo; lo que pone al individuo en la tesitura de un especial estatus respecto al resto de los mortales. Hoy que leí en Lautrémont algo que decía: "Es ofender a lo humanos dedicarles alabanzas que ensanchan lo límites de su mérito", me resulta especialmente llamativo encontrarme con personajes como esta escaladora, Edurne Pasaban, por un lado y por otro con lo que circula corrientemente por las redes sociales donde lo piropos entre unos y otros saturan la red. Dos extremos, lo que reúnen méritos llevando su esfuerzo hasta lo límites y por otra parte los que careciendo de méritos suficientes se dejan engatusar por las fáciles alabanzas de lo otros. No está en manos de todo el mundo cumplir determinadas aventuras o superar ciertos límites, pero acaso encontrarse con los que sí lo hicieron pueda ayudar a nuestra humildad a vivir más con lo pies sobre la tierra tomando los actos de la vida de esta gente no como referencia sino como estímulo para nuestras propias perezas o nuestra capacidad de superación. Todo eso que creyendo no somos capaces de hacer lograríamos realizar si no pusiéramos mano de la obra.

El sabor que dejan sobre la piel los años de escalada de una temprana juventud probablemente son una de las densas sustancias de la que beberá nuestro cuerpo y nuestro espíritu a lo largo de toda la vida, de ahí que iniciar lecturas como el libro de Edurne Pasaban, amén de ser una lectura de las aventuras de esta mujer constituya también un encuentro con el propio pasado, los retos, las paredes, el frío, todo un rosario de montañas que fueron con tanto empeño y cariño recorridas y escaladas en una época. La lectura puede ser algo así como ese viento de final de tarde que, rozando el tomillo, el romero, las flores de la madreselva, convierte la hora en un tranquilo oleaje de fragancias.


Sólo echo de menos en estos libros el que sus autores no sean poeta notables. Sí, debería ser de obligado cumplimiento, ¿usted aspira a ser un gran escalador, un aventurero de toma y daca?, pues aprenda primero y ejercítese como poeta. Alguien que, además de mostrarnos sus aventuras, sus derroteros por valles y montañas, sepa hablarnos de lo que sucede en su tegumento interior, bajo su piel, en su cabeza, en sus sentimientos, en sus deseos. Reinhold Messner lo consigue con frecuencia, pero no hay muchos autores de montaña -que yo conozca, claro- que sepan transmitirnos estas cosas. Los genios de la aventura deberían ser capaces de hacernos partícipes a los amantes de la montaña de a pie de ese conglomerado de vivencias internas que en todo caso deben de acompañarles en sus ascensiones. No que se lo escriban otros, no sería ni mucho menos lo mismo. A mí, por ejemplo, me gustaría que Carlos Soria hubiera sido capaz de escribir un libro sobre sus vivencias de los últimos diez años, esas cosas que deben de pasar por el individuo que, arroyados por el paso irrefrenable del tiempo saben echarse la manta a la cabeza y continuar en la brecha con ese mismo conjunto de ilusiones y fuerza que tenían medio siglo atrás. Creo que alguien que supiera reflejar esto sobre el papel, aparte de proporcionarnos un delicioso rato de lectura nos podría poner sobre la pista de algunas claves que muchos no sabemos todavía dilucidar. 

1 comentario:

lluisBas dijo...

Buena reflexion Alberto.