La música de la fuente alegra la vida a los muertos






Bordes de Nibrós, 18 de agosto 

Más de las tres de la tarde. La delicia de tumbarse a la sombra junto a un riachuelo. El gusto por los placeres chiquitos. Solo había una débil claridad en el cielo cuando empecé a caminar hoy. Un poco después del amanecer atravesaba el pueblo abandonado de Dorve y su recoleta y pequeña iglesia de corte románico. Atravesar estos pueblos a hora tan temprana produce una cierta desazón. Las vidas que aquí vivieron durante generaciones ya no tienen quien les recuerde, lo único que realmente pueden dejar los muertos, sus recuerdos, ya no son recogidos por nadie. Yo no tengo mucha afición por dejar tras de mi muchas cosas, pero me gusta pensar que en alguno de los rincones del lugar que vivo, perdurarán, perduran, vivos o muertos, pequeños detalles de la estancia de mis hijos cuando eran niños o adolescentes, de mi madre en sus últimos meses de vida; sus voces, la música que solían escuchar, esos hábitos particulares de cada uno que dejaron marca en nuestra memoria. Los rincones de una casa guardan esta clase de tesoros que las generaciones sucesivas han ido acumulando, dejando con su vida misma en el espacio mágico de un hogar. En las de Dorve los muertos viven en la más triste soledad. 




El agua de la fuente canta cristalina ajena al tiempo y a lo rastros de las vidas que probablemente la visitaban cada día para llenar en ella los cántaros o para hacer la colada. El agua canta sobre el pilón de piedra y rompe el silencio de la mañana, tal cual hizo durante cientos de años... 

Y yo me iré
y se quedarán los pájaros cantando... 

¡Que espléndida metáfora del tiempo y de la vida representa esta mañana la fuente recitando imperturbable su melodía! Seguro que lo muertos lo agradecen. En mi casa la fuente del estanque de los peces suena día y noche, igual que en los claustros de los monasterios. Siempre quise tener esa especial música cerca mí, me tranquiliza, pone a mi ánimo en sintonía con algo que no sé nombrar pero que quizás tenga algo que ver con esos versos de Juan Ramón Jiménez de más arriba; la presencia simultánea de la vida y la muerte, la paz, el sosiego, la conciencia del eterno retorno del agua frente a la reducida extensión de nuestras vidas, a veces simplemente el efecto sedante de la monotonía que su ruido produce. 

Acaso los muertos de Dorve después de todo encuentran gusto en esta compañía del agua que brota del gordo caño de hierro, su compañero más fiel. Aunque el caño de mi casa sea un caño artificial que acciona una bomba, se me ocurre que no sería mala idea encargar a mi hijos que esparcieran mis cenizas junto al rumor del agua de la fuente, como dicen  aquellos hermosos versos de Juana de Ibarbouru: 

No me lleves, si muero, al camposanto
a flor de tierra abre mi fosa, junto al riente
alboroto divino de alguna pajarera
junto a la encantada charla de alguna fuente.

Y ahora mismo, en el instante en que escribo, que no es fuente, que es riachuelo, junto al que me he tumbado hace una hora para descansar y comer algo, resulta algo similar algo parecido, riachuelo o fuente tanto da. Después de siete u ocho horas de camino no tenía otro deseo que el de tumbarme. La escritura y el rumor del río han devuelto a mi cuerpo su frescor, ahora sólo me hace falta comer un poco, un roti de ternera con setas que me prepararon ayer en un restaurante de Guingueta de Aneu.



Primero, que después del Dorve el camino desapareció. 

Por encima del pueblo los encargados de Medio Ambiente habían colocado un ostentoso letrero que señalaba hacia la nada del monte, ni una señal más arriba, pequeñas trazas de camino, esas que dejan la vaca en su deambular por el monte. El track que llevaba en el gps para esta zona era tan somero que no servía para nada. Media hora después de andar de acá para allá oigo voces, sí, eran dos jóvenes que trataban de abrirse paso en la maleza, se han metido en un barrizal de donde les cuesta salir. Tienen un cierto cabreo encima. La subida hasta lo alto de la cordal será abrirse paso como uno pueda entre retamas, rocas y brezos. Arriba una pequeña senda recorre la ladera opuestas de la montaña hasta Io Calbo, 2290 metros. Desde allí el camino da una gran vuelta, baja a Estaón y vuelve a subir hacia Tavescán. No me gusta. Y como no me gusta busco una ruta alternativa. Grandes prados jalonan la montaña hacia el norte. Tiro por ahí, el camino es ahora tranquilo y decido engancharme a la lectura. Durante media hora todo va bien, sigo un camino del Topoespaña 6 que puede dejarme en el cruce con el GR–11. Tras un amplio collado el camino baja describiendo grandes bucles, pero en determinado lugar la senda desaparece totalmente, simplemente deja de existir. Está en el mapa pero se la ha debido de tragar la tierra. El valle se llama Entrerrius y es muy abrupto. Emplearé un montón de tiempo en bajar aquellos quinientos metros de desnivel monte a través. Apretados brezales, altos y espesísimos rododendros y más abajo grandes masas de retamas, altas metro y medio, que cubrían toda la ladera. Fue imposible continuar con la lectura, tuve que dejar a Sostiene Pereira en una dramática situación en la que resultó asesinado su amigo Monteiro Rossi por alguno de lo matones de la policía salazarista de la Portugal de lo años cuarenta. Apagué el ipod y me dediqué en cuerpo y alma al camino que aparecía aquí o allá por una cincuentena de metros para hundirse más allá en lo más misterioso y crecido del bosque. En fin, al hecho pecho y sobre todo paciencia y tomármelo con calma. Multipliqué mi atención por diez, si me pasaba algo en un lugar así mis cenizas no iban a tener la oportunidad de oír el poético sonido de la fuente de mi casa, mis cenizas, ni siquiera eso, porque ya no me convertiría en cenizas, iban a quedar condenadas a escuchar de por muerte el viento y la lluvia de este valle llamado Entrerrius, con lo cual de muerto tendría el ruidito de los ríos, que no era lo mismo; en todo caso yo, o mejor mis cenizas preferirían el sonido del caño de la fuente del estanque de mi casa. Así que a espabilar tocó, atención a tope. 

La cosa se saldó con un buen número de arañazos y un par de culazos. Llegué cansado de las Bordes de Nibrós, pero nada más. 




 A última hora de la tarde decidí que me apetecía dormir por la alturas así que me subí a instalar mi tienda en lo collada del Jou, desde donde vería la luna y el macizo del Certercan de tan grata memoria. Hoy es tarde pero quizás mañana desempolve algún recuerdo ligado a aquel macizo.  




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