El pudor




La Guingueta de Aneu, 18 de agosto 



La tarde anterior tuve que dejar la lectura porque el estruendo de la lluvia y los truenos me impedían oír. Una tormenta de estas dimensiones a dos mil seiscientos metros no es una broma. En el refugio Colomers había charlado con una pareja de vascos que atraviesan el Pirineo y el día anterior habían pillado una tormenta que les había dejado consternados y temblorosos. Cuando yo les decía que las tormentas son algo que tengo en gran aprecio y les hablaba con cierto entusiasmo del extraordinario placer que me proporcionan cuando estoy dentro de mi tienda en lo alto de un collado, me miraban un tanto escépticos, ella abría los ojos como platos escuchando aquello. No, no se habían mojado pero habían pasado mucho miedo. Iban delante de mí y cuando atravesamos junto al lago Obago, momento en que la tormenta había empezado ya a hacer a acto de presencia, les vi retroceder buscando el refugio, no querían repetir la experiencia de dos noches atrás bajo el techo de la tienda. Más adelante me paró muy sonriente otro hombre joven para interesarse por donde iba con ese cacho de tormenta que se aproximaba. El respeto por las tormentas es general, también a mi me lo producen, lo que pasa, como le decía a la chica vasca en el refugio, es que un rayo puede caer en cualquier sitio y en el peor de los casos si te toca la lotería no te vas a enterar. Escalando en los Alpes, en una cresta a más de cuatro mil metros viví una impresionante, el campo eléctrico que se formaba era tan grande que se entre las puntas de los piolets que habíamos alejado de nosotros saltaba una corriente de chispas que veíamos perfectamente. En los manuales de aquellos tiempos se aconsejaba echar al suelo lo palos de aluminio de la tienda, lo que hacíamos cuando la tormenta estaba sobre nosotros y el cielo parecía derrumbarse sobre ella, pero ahora con estas modernas yo pretendo hacerme a la idea de que no corro ningún peligro especial que no corra cualquier caminante que sea sorprendido por ella en la montaña. Desde luego sí soy cuidadoso a la hora d elegir el lugar donde la voy a montar, nunca se me ocurriría plantarla junto a un árbol solitario o similar. 

Después llovió torrencialmente, los relámpagos cruzaban por el cielo de la tienda, a veces parecía como si los truenos formaran una traca fenomenal que recorriera las cumbres de un extremo y otro para romper en algún sitio con el zambombazo final de una colosal tralla de fuegos artificiales.


 
Me gusta este repiqueteo. Mi vieja tienda resistía perfectamente pese a los años. La temperatura había bajado ostensiblemente; el día anterior había dormido  desnudo en el saco y ayer estaba vestido y con el jersey puesto. Las manos, agarradas al teléfono como si éste fuera un especial instrumento musical, ya puedo escribir perfectamente tumbado, estaban empezando a quedárseme heladas, los dedos, sin embargo seguían ahí cumpliendo admirablemente su trabajo, jodidos pero contentos al comprobar cómo han sido capaces de aprender tan rápido a servirme de tanta ayuda. Mi ligero portátil ya ha pasado a mejor vida después de descubrir hasta donde pueden llegar las maravillas de estos cien gramos de tecnología punta. 

Anochecía, era curioso pero con lo aislado que estaba y a esa altura no sentía esa salvaje sensación de soledad que he vivido otras veces. Acaso hasta a esto se acostumbra el cuerpo; las tormentas de este verano están aligerando, parece, mis sensaciones. O, se me ocurre, llevo tanto tiempo este año caminando bajo la lluvia o soportando la inclemencias del tiempo que por fuerza el organismo termina por habituarse a todo. 


Los truenos se alejaron poco a poco, quedaba sobre la tela de la tienda el repiqueteo monótono de la lluvia. Después lloverá durante la mayor parte de la noche, pero será como un sonajero para mi sueño. 

En en cielo había una mancha de ciruela madura cuando me puse en marcha. La mañana era fría, pensé que para esta hora temprana tendría que llevar unos guantes. Al fondo todavía mimetizado con la grisura del valle empezaban a asomar las dos cumbres de Els Encants. 


Pasando junto al lago Sant Maurici, al escuchar hablar del Diario íntimo de André Guide en La cámara lúcida de Roland Barth que poco más arriba había comenzado a leer, había retenido la idea de pudor ante la observación que hacía Roland Barth de la decisión de algunas personas de hacer público asuntos de índole personal. 

Y entonces me preguntaba si habría perdido el autor de este diario de los caminos, de común tan discretamente encerrado en sí mismo, tan aislado en su andar de acá para allá, si habría perdido parte de ese pudor que tantas veces, bajo la textura de una vieja timidez, aparecía cómo inquebrantable. 

En un mundo en el que paradójicamente se tiene a la intimidad como un preciado bien a defender contra tirios y troyanos, pero donde a su vez las redes sociales funcionan como impulsores de todo lo contrario, uno no sabe bien a que carta quedarse. Por una parte está nuestra necesidad de los otros, de la misma manera que buscamos un espejo para comprobar que nuestro aspecto es apropiado y nos miramos en nuestros propios ojos para encontrar en ellos la aceptación interior, nuestra conformidad con la imagen que tenemos de nosotros mismos, de manera similar queremos vernos en lo ojos de los demás con ciertas garantías de aceptación, eso cuando no esperamos algo más y entonces tratamos de vender nuestra imagen lo mejor que podemos. Sin embargo el pudor siempre nos pone un límite y es ese límite que, como las tripas de Jorge. se estira y se encoge según la circunstancias y sin saber muy bien por qué. 


Luego está la ayuda que le presta en ocasiones la necesidad de expresarnos que nos visita de tanto en tanto, que a su vez poco a poco termina haciendo uso de todo aquello que sirve a ese imperativo que te lleva a redondear el discurso con parcelas de la propia vida. 

¿Intimidad? A fin de cuentas no es casi todo en la vida juego, qué mismo da mi intimidad o no, esto o lo otro. ¿No se trata de jugar, ¿o no?, y pasar un bel rato en este país llamado Tierra? A qué tantas remilgos pues?
¿Por qué guardar y guardar en el desván tanto trasto viejo, tantos yoes escondidos que terminarán convirtiéndose en fósiles o peor, pudriéndose de puro aburrimiento en los rincones de la conciencia? ¿No es mejor airearlos, dejarlos partir, servir a la curiosidad de los otros? 

Es sábado y los catalanes son muy andarines, así que el camino está muy transitado, entre Espot y el lago Sant Maurici los caminantes son cientos. Tras la comida en Espot hay algo que me impulsa a seguir adelante. Me pongo en camino. Me espera un buen puñado de kilómetros de asfalto que quiero quitarme de encima cuanto antes. En La Guingueta de Aneu me tomo un respiro y me preparan una cena que tomaré antes de dormir.




1 comentario:

slechuga dijo...

SOBRE LAS TORMENTAS
Joder Alberto me has traído a la memoria allá por el año 1991, haciendo un recorrido de 3 días por el Pirineo francés, con una amiga, acampamos en el lago de Migouélou, en una pequeña tienda, cuál sería la intensidad de los rayos, que se nos ocurrió, que si había que morir fulminado por uno de ellos, que fuera placenteramente, y experimentamos los orgasmos más increíbles, que habíamos vivido jamás. Que cerca estaría la tormenta, que los truenos y relámpagos eran simultáneos. Y así se nos ha quito el miedo.
Creo que es buena fórmula para parejas con miedo.
Un abrazo Alberto.