Mi vuelta al collado de Talaixà




Corral de Principi, 29 de agosto 


Los caminantes han desaparecido de esta parte del Pirineo. Los bosques están deliciosamente solitarios y silenciosos. Hoy atravesaré un considerable número de sierras y valles sin llegar a hacerme una idea general de por dónde camino. El terreno es intrincado, impenetrable fuera del sendero. Cuando se abre un poco la vegetación aparecen montañas desconocidas rodeadas de barrancos y paredes escarpadas. Desde una de esa aberturas veo atardecer, un minúsculo prado en cuya parte alta, como uno de esos monumentos mayas o templos budistas tragados por la selva, se adivina la estructura de una casa devorada por la yedra y la maleza. Una imagen siempre de lo perecedero de la vida y las obras del hombre. Me la encuentro hoy de tanto en tanto, en las profundidades del bosque surge el nervio de un arco de medio punto que en algún momento sostenía la bóveda de una pequeña iglesia; en otro momento es difícil adivinar lo que había tras una enorme masa de vegetación, el hueco de una puerta aquí, una ventana allí y, encima, cubriéndolo todo extensas masa de enredaderas que con lo años, aupadas por los muros y paredes de piedra se han hecho dueñas del lugar escondiendo en su interior el secreto de la vida que allí tuvo lugar décadas atrás. Los grandes ficus devorando lo templos de Angkor en Camboya no son más que otro ejemplo de cómo la naturaleza puede incluso llegar a engullir entre sus brazos lo que en un momento pudo ser el esplendor de una civilización. Imágenes de vida y muerte que siempre sugieren al vagabundo reflexiones que le aproximan a esa necesidad de comprender las cosas de la existencia. 


Pasé por estos mismos lugares hace catorce años en unas circunstancias muy especiales. Era un finales de junio, habían terminado las clases y un incidente en casa me dejó tan desprotegido, tan hecho una mierda que no sabia que hacer; opté por lo que me era más familiar, perderme por la montaña por una larga temporada, un método que no suele fallar cuando de aquietar la penas se trata. Terminé apareciendo por estas montañas, un lugar ideal en el que mi espíritu logro serenarse un tanto. 

Un día, después de caminar bastantes horas desde el último lugar habitado, terminé llegando a un collado donde una casa abandonada y restaurada daba cobijo a un anciano que llevaba viviendo allí una década solo. El hombre tenía algo más de setenta años y ofrecía un aspecto muy saludable. Su familia vivía en Barcelona y bajaba a pasar algunos días durante el año con ellos, pero enseguida echaba de menos su morada en la montaña y se volvía a su casa del collado de Talaixà. Tenía una pequeña huerta valle abajo. Hablamos un largo rato, tenía un modo de hablar reposado y tranquilo. Me contaba cómo hace años, en un inverno especialmente crudo, la nieve había superado el metro de grosor, un helicóptero de gobernación subió a recogerle. Su existencia solitaria en aquel lugar era de sobra conocida por la autoridades que en aquella ocasión actuaron cómo buen samaritano velando por la vida de aquel curioso ermitaño al que ninguna convicción religiosa había llevado a aquel retiro. El recuerdo de aquel hombre me persiguió durante bastante tiempo. Durante el siguiente otoño e invierno me puse a la tarea de escribir una novela que recogería en parte el espíritu de las reflexiones que suscitaron mi paso por aquel lugar. Sucedió que habiendo olvidado el nombre del collado y creyendo recordar que era Taxila, apliqué a mi novela el título de Camino de Taxila. Hoy recupero el verdadero nombre del collado, estaba en un poste nada más llegar a él. 



Durante todo el día, el camino, indiferente a las pequeñas bellezas que atraviesa, indiferente a ríos y valles, sube, baja, se mete bajo el palio del bosque, atraviesa umbrías en donde nunca llega el sol y cada cierto tiempo aflora a un prado desde donde la montañas dejan ver sus costados rocosos, las arboledas que tan profundamente penetran en lo incógnito de los pequeños valles donde sólo el jabalí tiene acceso, o la ardillas, como la que se dejó ver ayer ágil y deportiva trepando de árbol a árbol haciendo una exhibición circense para el vagabundo.


Sólo un momento de respiro se tomó el camino hoy, fue durante su paso por el Pla d'Enbarrufa donde está situada la ermita de Sant Aniol d'Aguja, donde verdes prados, una fuente y un rumoroso río que se cruza mediante un puente colgante, pone una nota de cosa diferente a la jornada. La ermita está en reconstrucción. Allí me detuve a comer y a echar una siesta, algo que casi tenía olvidado con tanto ajetreo de ir y venir de un valle a otro. 


El día había amanecido un tanto turbio, así que cuando me senté a desayunar, aprovechando un poco de sol puse toda mi impedimenta a secar. Tos quedo listo después de media hora. De todos modos hubo suerte, después de muchos días hoy es el primero que no hubo ni lluvia ni tormentas. 







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