Ítaca, un final que no deseo





Albanyá, 30 de agosto 

Estoy empezando a notar una tensión que no me gusta, esa fuerza que te empuja a terminar algo, a completarlo, a quemar etapas para llegar al final, al mar. Creo que se trata de algo que opera en nosotros escondido pero que aparece sibilinamente cuando nuestra tarea se acerca a su final, sea esto una obra de albañilería, la fabricación de un armario, lo que sea. Y en mi caso, que también lo veía yo en mi padre, una zona de tiempo peligrosa porque en situaciones así la presión de terminar puede hacerse tan fuerte como para querer acabar precipitadamente la obra emprendida. Mi padre, que gustaba del bricolaje, trabajaba bien la madera y podía hacerte un trabajo curioso, pero los finales, ay, los finales, entonces se olvidaba de usar el nivel, la plomada, confiaba en su ojo de buen cubero y entonces adiós, el remate de la obra se convertía en una chapuza. Hace algo más de veinte años, un tiempo en que nos proponíamos toda la familia un largo viaje de dos meses por Europa sucedió que a última hora la furgoneta familiar con la que el verano anterior habíamos viajado hasta Israel, se chingó, así que improvisamos y la improvisación consistió en atravesar el Pirineo no por el GR–11 que es más suave sino que nos empeñamos en hacer la Alta Ruta Pirenaica, un "paseo" por lo más empeñativo de la cordillera entre el Cantábrico y el Mediterráneo. Mis hijos tendrían entonces doce, doce y quince años. Aquella aventura debió de durar lo mismo que el retiro de Jesucristo al desierto antes de irrumpir en la vida pública.

Bueno, pues después de esos cuarenta días tan duros para todos de caminar, al llegar a donde escribo estas líneas, Albanyá, la chapuza consistió en que no rematamos la tarea haciendo llegar nuestros cuerpos hasta el mar. Y es que nuestros cuerpos a aquellas alturas estaban realmente muy cansados, muy. Los problemas de los finales no bien rematados. Recuerdo aquí aquel entonces último día con una curiosa claridad. Nos habíamos perdido en lo altos de la Garrotxa y en algún momento, en un esfuerzo desesperado por retomar lo que creíamos la ruta correcta, remontamos un río acompañados por un perrillo que inesperadamente se unió a la expedición familiar, Bartolo lo bautizamos. Aquello del río pertenece al mundo de la ficción; cuando la senda que lo remontaba a su orilla desapareció, tterminamos metidos en el río con el agua hasta el cuello y sujetando lo macuto en alto como podíamos. Atravesamos por pozas y remansos durante una buena parte del día, dado que era la única ruta practicable. Al final de la jornada, rendidos y convencidos de que por allí no alcanzábamos el camino perdido nos dimos por vencidos y terminamos todos, Bartolo incluido, por dar marcha atrás y alcanzar el pueblo próximo, Albanyá. Nuestro cansancio era infinito. Aquello determinó que díéramos por finalizada nuestra aventura pirenaica.




Mi situación de hoy no es la misma, no me he perdido ni acumulo ningún tipo de cansancio especial pese a que debo de llevar una quincena caminando ininterrumpidamente. El asunto es que siento que me entran las prisas por terminar y no me gusta. En realidad no me gusta esta sensación de dar por terminado algo, al menos en este caso. Me  quita la tranquilidad y la despreocupación con que he caminado estos días. Uno quiere vivir al día pero hay eventos que distorsionan la cosa empeñándose en meternos una cierta prisa para llegar definitivamente al mar. 

La verdad es que no tengo ninguna gana de dar por terminado mi periplo pirenaico. Me encuentro bien en este vida cotidiana de valles intrincados, de motivos fotográfico, de escritura provocada por el tránsito del paisaje o la lecturas. No, no sé si necesito llegar al mar, ninguna Ítaca me espera más allá de donde el último coletazo del Pirineo se sumerge en las aguas del mar.




Estoy emocionado con alguna parte del libro de Ernesto Sábato, Abaddón el exterminador. Sus concepciones sobre el arte, sobre la literatura en particular, son un antídoto contra la mediocridad que amenaza el medio; el hombre y el trabajo por comprender su entorno, el mundo aparecen como la clave del trabajo literario. Sus pensamientos, claros y contundentes, obligan a dejar los ambages y a decantarse por una búsqueda despiadada por la compresión de la existencia. Y leyéndole siento estar en el camino oportuno, la lucha por abrirse paso en el conocimiento de uno mismo y de la realidad que lo circunda sigue siendo un objetivo prioritario. ¿No es este trabajo continuado, La edad madura, Diario de la cinco de la mañana, los dos últimos libros publicados antes de la escapada por los caminos de la Península, este trajín por España intentando cada tarde reunir en un folio un trozo de vida, el esclarecimiento de la ideas,  la necesaria lucha por intentar comprender? ¿No es hervir de vida, luchar por condensar dentro del tiempo pequeñas joyas de cotidianidad, de intuición de lo que la realidad nos va mostrando en el transcurso del camino? 



Amaneció despejado, caminé consciente de la fuerza que vienen acumulando mi piernas, es un placer sentir que el cuerpo te funciona, sus movimientos, la constancia y la decisión con que superan los desniveles me hacen pensar que será una lastima perder esta forma física en el quehacer diario de la vida cotidiana. Es una buena inversión que deberé cuidar para no echarla a perder. En algún momento sentí que lejanos ecos de campanas me pedían un rato de recogimiento. Obediente elegí un cómodo rincón del bosque, robles y quejigos, un hada me había preparado un aislado rincón para mis meditaciones, y allí permanecí, como Juno y Zeus, sumido en los efluvios narcóticos que la mañana, bondadosa y comprensiva, había derramado sobre el caminante invitándole al dulce folgar entre flores y arrullos de mañana tibia. Después fue volver al tomar la impedimenta y llegarse hasta Bassegoda donde una inevitable y aburrida pista de hormigón de nueve kilómetros me dejaría en Albanyá. 



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