Huele a mar




La Junquera, 31 de agosto 


El profundo olor del romero viene a sustituir a los bosques de quejigos, bojes y robles, huele a Mediterráneo. El espliego derrama su perfume confundido entre los brezos y los romeros. 

Ha vuelto el calor pese a la brisa que mueve las hojas de los árboles, álamos, alcornoques, castaños, encinas, robles. La última parte de la subida a La Vajol se me hace un tanto penosa, la espalda me chilla, la sed y el cansancio me piden un rato de descanso. Al fin, en una curva del camino me paro bajo la sombra de un álamo, álamos del camino, conmigo vais, mi corazón os lleva. La música de sus hojas, pequeños corazoncillos mecidos por el viento es murmullo de verano, frescor para la hora de la siesta. 



El caminante está cansado, el caminante hubiera querido llegar a La Junquera, que es como estar muy cerca de casa ya, porque sucede que aunque él no quiera caminar con la idea de la terminación encima, de hecho, lo quiera o no, el final esta ahí a tiro de piedra, es decir el término de esta aventura, el acabamiento de lo madrugones, la no necesidad de este esfuerzo continuado de la mañana a la tarde. Es un fenómeno curioso, uno vive bien en el camino, y ese régimen de vida está dentro de él como pez dentro del agua, no quiere otra cosa, pero llega el final y no basta con mantener la ficción, en el momento en que esta realidad empieza a mostrarse  la fuerza con que enfrentaba al trabajo diario parece menguar, su estado psicológico varía y ya no es el hombre aislado en el monte que tiene que subsistir durante semanas al mal tiempo y al cansancio. La cercanía del final, junto a este inesperado calor, parece que lo cansan a uno mucho más de lo esperado. 

Quizás me tenga que dejar de macanas, de divagaciones y ponerme en pie y continuar mi camino sin más. Todo el mundo tiene derecho de cansarse tras muchas horas de camino bajo un sol de justicia. 



Y junto al calor el martillo pilón de Sábato, brillante, asumido de la verdad de la justicia, insistiendo una y otra vez sin remilgos sobre el centro de todas la cosas alrededor del cual debe girar todo, el hombre; a la literatura compete precisamente, dice Sábato, transformado en este caso en uno de sus personajes, una parte esencial de la transformación de la sociedad. La gran literatura debe convertirse así en instrumento de conocimiento de la realidad, en la herramienta esencial para penetrar el mundo e intentar comprenderlo; no, como siempre decimos, a la manera racional sino al modo como la música y la poesía penetran en el alma del hombre. 

Cosas que no se explican pero que están ahí, que no se explican de la misma manera que no se explica un cuarteto de Bela Bartok. Me pregunto, ¿Será suficiente pues leer a Tolstoy, a Víctor Hugo, a Sófocles, a Dostoievski, a Sthendal, a Shakespeare, a Joyce, oír a Bach, Mozart, Brahms, Schumann, Beethoven, mirar los cuadros de Vang Gogh, Goya, Rembrandt, Vélazquez, para acercarse al conocimiento de la verdad? Ese es el camino que deduzco hoy leyendo a Sábato. Acaso esa intuición del artista, en el límite de cierta clarividencia, como médium que se adentra en las nebulosas tierras del conocimiento, como un Dante de la mano de Virgilio, es el marco que eligen los visionarios, los genios de las artes para alumbrar a través de su arte, como bastón de ciego en la oscuridad, la trama, la urdimbre de nuestra humanidad. 

Los relatos de Isaak Bábel , Vida y destino de Vasili Grossman, Guerra de Paz, de Tolstoy ¿no nos enseñan mucho más sobre la realidad de la guerra y sus circunstancias que todos lo manuales de historia juntos? ¿Y las obras de Shakespeare no son ellas, amén de consumadas obras de arte, un voluminoso compendio de disciplinas dispares? 

Nuestra tendencia a querer compartimentar todo, todo sujeto, agarrado, los principios de causalidad erigidos como sustentadores de nuestra pirámide racional, terminan por traernos la sospecha de que no bastan para comprender la realidad global del hombre estos procedimientos de aproximación, que acaso el arte, como defiende Sábato, puede sustraernos, primero a la mediocridad que nos amenaza y después colocarnos en el camino de ese conocimiento esencial que es el  hombre y sin el cual parece imposible que podamos superar los estados de miseria e injusticia que padecemos. 



Estaba escribiendo estas cuando sonó el teléfono, era Ramón, del que no sabía nada hace tiempo. Estaba llegando a Sangüesa, por donde pasamos ambos caminando a final de mayo. En este ocasión formaba parte de una especie de expedición costeada por la Federación para promocionar el excursionismo a caballo. Representantes de distintas parte de España participan en el evento. Un equipo de Televisión Española le acompaña. Chapeau por el caballero andante que sigue haciendo lo que le gusta, montar a caballo, aunque sea volviendo a repetir el Camino de Santiago. 



Bajando hacia La Junquera Sábato introdujo un nuevo elemento en su relato, la historia del Che en Bolivia. Lo leí con una emoción que hacía vibrar en mi interior una incisiva llamada que no escuchaba desde muchos años,

Hoy es muy tarde. Se liaron las cosas y a la diez y media de la noche me encuentro tecleando en una especie de balconcillo que se vuelca hacia la luces de La Junquera. Intentaré mañana retomar el tema del Che. 




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