Barcelona
– Madrid, 2 de septiembre
¡Mar a la vista! Mi última etapa del recorrido pirenenaico. Los extremos se tocan, Irún y Llançà aparecen hoy como dos puntos próximos en mis pensamientos después de semanas de duro caminar por esta hermosa cordillera.
Había comprado un tercio de
sandía y unos yogures en la tienda de Vilamaniscle y buscaba un banco y una
sombra para dar cuenta de ello. En el parque la única sombra estaba ocupada por
un hombre de aspecto curtido y rostro de formas duras y firmes. Junto a él
había un macuto que no debía de pesar menos de veinte kilos. Toda la pinta de
un trotamundos con muchos kilómetros a sus espaldas; se lo dije, efectivamente,
caminaba desde el final de la primavera.
Bien, me había encontrado con
Joan en la plaza de Vilamaniscle. Llevaba dos meses trotando de acá para allá
del Pirineo. Estudiante de biología en su primera juventud había descubierto pronto
que su vida no debería ser el camino trillado de un ganasueldos cualquiera. A
partir de esa convicción empezó a tomar forma lo que iba a ser su vida en
adelante. No tendría casa, ni coche, ni
teléfono, nada, lo puesto; tampoco tendría facturas que pagar; lo que llevara en
su macuto serían todas sus pertenencias en este mundo. Hacia veinticinco años
que llevaba este tipo de vida. Había viajado por todo el mundo y los últimos
años caminaba por Cataluña. Su cuerpo se había acostumbrado a la comida fría y
eso simplificada la cosas. Cuando se le acababa el dinero buscaba un trabajo
sobre la marcha, recogía fruta, hacía algún servicio acá o allá.
Dejamos el pueblo a nuestra
espaldas enzarzados en el dilema de aclarar si era posible vivir en Occidente
al modo de Oriente, vivir el espíritu de Oriente, su cultura, su filosofía, la
concepción de la vida que anima el Tao o el Zen de manera parecida a como lo
hacen ellos. Joan manejaba esto temas con soltura, sus conocimientos de
biología ayudaban mantener a buen nivel la conversación que nos traíamos. Según
él los condicionamientos que arrastramos desde nuestro nacimiento eran
susceptibles de ser modificados totalmente, algo que yo no compartía del todo,
y con menos razón después de leer recientemente a Jung. Le ponía mi ejemplo de
estudiante durante ocho años en un colegio de salesianos. Tuvo que pasar más de
una década para que yo pudiera desligarme ¿totalmente? de casi todo lo que allí
me habían metido en la cabeza, y eso que después de los catorce años ya me
indigestaba con las lecturas de Bakunin, Marcuse o el Así hablaba Zaratustra, de Nietzshe. El tira y afloja de lo que
hemos mamado desde niños puede llegar a durar toda la vida. Y le comentaba cómo
me paseo en estos días todas las mañanas por el Tao Te King muy interesado por
tener en cuenta lo que allí se dice, pero consciente de que sería necesario
haber nacido en el año quinientos antes de Cristo, ,vivir en la condiciones que
lo hizo Lao Tse y, por último, estar imbuido, impregnado por un concepto de la
vida al que yo creo es imposible llegar desde nuestro condición de occidentales
maniatados por la presión de grupo y una cultura tan diferente a la de ellos;
sería necesario todo esto para poder acercarnos con cierta aproximación a su
filosofía. Le expresaba mi idea de que yo me conformaba con estar en un
discreto equilibrio en donde pudieran vivir juntas ideas y creencias de ambas partes
del mundo.
Cuando llegamos al col de la Serra , Joan cortó el
discurso levantando la mano para invitarme a callar, levantó lo brazos en cruz,
se volvió hacia el valle que abandonábamos y gritó con voz potente su despedida
hacia las montañas que dejábamos atrás, una espléndida vista del Pirineo Catalán. Después se volvió hacia aquellos valles
hacia los que descenderíamos enseguida y, con el mismo gesto vibrante y
entusiasta, gritó en catalán su saludo hacia las nuevas tierras que pisaba.
Siempre repetía este gesto cuando llegaba a un collado o a una montaña
prominente, me decía. Nunca se me hubiera ocurrido semejante cosa, pero
detenido en pensarlo era algo bastante razonable, más para un solitario cuyos
compañeros de aventuras son los bosques y las montañas que atraviesa.
Bajando hacia la ermita de Sant
Silvestre, cuando él como buen vagabundo se apuntaba a dejar sus deseos en
suspenso viviendo el clima de un presente continuado y yo me aferraba al deseo
como un elemento al que hay que mimar y, por tanto defender como algo
esencial de nuestra humanidad, él matizó la idea, no se trataba tanto de
suprimir el deseo como de no aferrarse a él, y ponía el ejemplo de un padre al
que anuncian el sexo de su hija recién nacida como a quien le dan el pésame
porque la comadrona está completamente segura de que quería un varón; a lo que
el padre responde que no, que está bien así. El deseo del padre, con el matiz
que quería añadir Joan, que quiere pero de una manera indistinta, aceptando lo
que venga sin más, no era en realidad el deseo al que yo me refería y que, por
demás, para mi constituía uno de lo motores esenciales del porqué de la vida, y
que en la conversación, mientras descendíamos al fondo del valle yo emparentaba
con el curiosidad, haciendo de ese binomio deseo–curiosidad uno de los
elementos puntales de la evolución, eso que impulsa al
hombre hacia una posible perfección. Nuestra conversación quedó cortada junto con
la ermita. Desde allí Joan pretendía alcanzar la cimas que le llevarían primero
al monasterio de Sant Pere de Rodes, donde quería pasar la noche, una eminencia
que yo conocía del mes de junio, para llegarse después al día siguiente hasta
el Cap de Creus. Nos despedimos como si nos conociéramos de muchos años atrás.
El entusiasmo y la salud que
mostraba este hombre era algo digno de verse. Eso iba pensando mientras
emprendía la subida que me llevaba al Col de les Portes, desde donde, al fin,
avistaría el mar, ya casi a mis pies. Desde el collado, enmarcado por dos
encinas, hice la toma con la que daría por finalizado el reportaje fotográfico
de mi vagabundeo pirenaico. ¡Mar a la vista!, una leve emoción bailaba en mi
interior.
En realidad mi aventura terminaba en aquel
collado, más abajo, el turismo, la aglomeración de la gente que se junta en las
playas eran un mundo con el que el estado de ánimo en que me encontraba no
quería mezclarse. Como quien desea preservar la pureza de sus sensaciones a salvo,
guardarlas en un cofrecillo para sí, decidí allí mismo que ni siquiera me
acercaría a tocar con mis manos ese mar azul que brillaba más allá de la blanca
Llançà. Bajo la sombra de la encina llamé a Víctoria por teléfono y le pedí que
me mirara si tenía combinación para llegar a Madrid esa misma noche. La había,
no tenia tiempo que perder, una hora y media más tarde estaba subido en el
tren que me llevaría a Barcelona. Llegaría a casa a medianoche.
Reconozco que fue todo muy
precipitado, no me apetecía hacer noche en un pueblo de la costa tan ajeno a la
vida que había llevado; con toda seguridad, si hubiera sabido de algún lugar
solitario junto al mar me habría quedado. O quizás habría parado en Barcelona,
pero la amiga con la que podía haber quedado estaba tan ocupada en la última
semana que me dio apuro. En fin, mi caminar por España parece que cumple hoy
una etapa más de este año loco, como comentaba en Facebook esta tarde Manuel
Coronado, el también trotamundos de Merida. Espero encontrar en casa el sosiego
para reposar este saco de vivencias que traigo conmigo, algo parecido a esa
cesta que llevaban días atrás los recolectores de setas. Mi cestillo esta
repleto, voy a ver ahora si hago con ello un libro más de la serie España a pie. En unos días está listo;
su titulo será: Un vagabundo en el
Pirineo.
2 comentarios:
Trae ese mar en los ojos para quienes no lo hemos descubierto a ritmo del paso a paso.
Te esperamos
Sólo a ellas, las de los ojos almendrados con el azul robado en sus pupilas les cupo tal gracia, las hijas del mar; a nosotros, pobres buscadores de bellezas y armonías, sólo nos cupo la nostalgia del sueño, la añoranza de nuestra procedencia desgajada.
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