En San Juan de los Terreros





San Juan de los Terreros, 25 de octubre 

Atardece en San Juan de los Terreros, a escasamente un metro de donde estoy el agua rompe pacífica, el día se desvanece gris sin aspavientos, coda sencilla para un día de calor que discurrió desde Águilas por olvidadas calas donde la acampada libre, parece mentira, es tolerada. Pequeños rincones que pocos, pero asiduos visitantes, conocen. El contraluz de todas las tardes dibujaba como de costumbre siluetas de bañistas y perfiles de montañas sobre el espejo resplandeciente del mar. Hace tiempo que se acabó ese litoral multitudinario que el marketing del turismo aglomera en pequeñas ciudades de la costa. Se agradece encontrar la amistad rumorosa de las aguas. Hoy le decía por teléfono a Victoria que cuando marche a casa voy a echar mucho de menos esta compañía constante del mar a mi lado. Yo nací tierras adentro pero el mar siempre fue un eco que sonaba constantemente en mis oídos, quizás me venga esta afición, cómo tantas cosas, de tempranas lecturas de ambientes marinos, primero de las novelas de Emilio Salgari que devoraba durante las vacaciones de verano de la infancia sentado bajo algún pino de la Casa de Campo, o más tarde de las novelas de Joseph Conrad o de los poemas de Alberti y, naturalmente del libro de Julio Villar, ¡Eh, petrel! El mar siempre tenía algo de misterioso y profundo en mi ánimo. Un punto importante de inflexión en esta historia de amor fue cuando decidí circuncaminar todas las islas de nuestro país y recorrer a pie todas las ensenadas y rías de Galicia. Cuando uno termina estas largas giras y retorna a casa el ruido del mar, ese chapoteo de la olas, la placidez de los crepúsculos y los lentos amaneceres sobre el Mediterráneo le acompañan a uno durante semanas. Esas tardes en que en mi cabaña dedico a la dulce tarea de hacer nada se convierte con frecuencia con las montañas al fondo de Gredos, en tardes de sal y olas en donde es corriente que me recree durante horas en pensamientos reiterativos que me llevan de un lado a otro de los mares que conozco. Incluso es fácil que resurjan en mi memoria lejanas costas al otro lado del mundo, el mar de China donde tantas novelas de Conrad transcurren, los fiordos de Akaska a donde me llevaron las aventuras de Walter Bonatti y la lectura de Río Peligroso, la costa de Chile, espléndido comienzo de las aventuras de Thor Heyerdahl a bordo de la  balsa Kon-Tiki, en fin... El Mediterráneo sin ir más lejos, hogar de tantos veranos con nuestros hijos en un destartalado R4 que nos llevó por los litorales del Magreb, de la isla del Ego, Turquía, Israel, el Adriático. Me place hoy recordar todas estas costas sentado en el poyo de una casa deshabitada desde donde puedo contemplar Venus sobre la cimas oscuras de las montañas a cuyos pies debo pasar mañana. Me han dicho que tengo treinta kilómetros de desierto por delante, ningún pueblo, acaso algunas casas aisladas. Me apetece, es el tipo de paisaje que me produce buenas vibraciones. Espero que tres litros de agua y uno de leche me sirvan para salvar esta distancia. Quise comprar un garrafón de cinco litros, lo estuve sopesando por unos minutos, pero aquello era demasiado para mi espalda. Después de la travesía de la sierra de la Muela el tema del agua me da vueltas en la cabeza. 




Anoche, ya en la cama, me sentía especialmente bien. Después de cuarenta días dormí por primera vez en un colchón arriba de la rambla del Esparrillar donde María José y Juan tienen su bonita y monástica casa rodeada de higueras y almendros. Era delicioso escuchar el magnífico silencio que entraba por la ventana abierta de par en par y que llegaba a mi cama como un bendito regalo del cielo. La tos de Paula, la peque de mi sobrina, que anda un poco acatarrada, irrumpía a veces en mi sueño, cerca del amanecer un grillo solitario templaba sus cuerdas monótono en medio del silencio, las estrellas entraban por la ventana como si estuviera vivaqueando a cielo descubierto. 



Al día siguiente era viernes y tenía que recoger sin falta en la oficina de una mensajería de Águilas toda la cartografía del recorrido al sur de Murcia que me había enviado Victoria desde casa. No me daba tiempo a llegar allí caminando, así que a la mañana, después de despedirme de Paula, María José y Juan, tomé un autobús, el tramo de la costa hasta cerca de Águilas lo había hecho años atrás y era especialmente bonito, pero... otra vez sería, no tenía ganas de tomar el bus de vuelta de la tarde para regresar a Puerto Mazarrón y reemprender mi camino donde lo había dejado. Dejo aquí los vínculos a tres post que escribí la primavera que estuve recorriendo esta parte de la costa con Victoria. Entonces ejercía de poeta, así que naturalmente mis entradas estaban escrita en verso.

Calblanque 

Cabo Tiñoso 

Playa de Covaticas a cabo Cope



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