En la bellísima y atrevida costa murciana




Playa de San Ginés, junto a Puerto Mazarrón, 24 de octubre 

Eran las seis y media de la mañana cuando atravesé las solitarias calles del pueblito de El Portús. Hoy debería haberme levantado más tarde para emprender la travesía de los acantilados de la sierra de la Muela con un poco de luz, pero me había acostado pronto y a las seis de la mañana todo mi cuerpo de vagabundo estaba en disposición de partir. Júpiter me miraba con su ojo de luz en lo alto, mientras que Cástor y Polux jugaban a la comba entre las nubes. Así que arriba, gandul, me dije; ¡fuera, pereza! , que decía mi suegra Mary, cuando emprendía una tarea que no le apetecía mucho. 

No esperé pues al amanecer para comenzar a andar, pero lo que sí hice fue cambiar mis pilas al frontal. Así que con un chorro de luz que iluminaba mi camino como si fuera de día me dispuse a seguir la estrecha senda que subía entre la rocas una vez abandonado el pueblo totalmente dormido y silencioso de El Portús. Había luna pero jugaba al escondite con las nubes y tenía que encender continuamente mi linterna. El mar, abajo a mi izquierda, era un pozo oscuro y algo amenazante; algunas luces de barcas de pescadores titilaban cercanas a la costa. No, pese a que seguía persistentemente las señales blanquirrojas, más adelante, cuando un enorme contrafuerte se interpuso en mi camino las perdí definitivamente. Mi gps marcaba su señal al borde del abismo, un lugar al que yo no me atrevía a aproximarme, el borde mismo del precipicio. Intente rodear el resalte por encima, me hice a la idea de que el gps al que había grabado el itinerario andaba una poco loco. No me gustaba, aquello estaba demasiado vertical para andarse con gaitas de un lado para otro. Consideré la posibilidad de esperar el amanecer. Pero como uno es impaciente, dando palos de ciego de acá para allá terminé encontrando rastros de una senda que pasaba junto al precipicio pero que tenia unos pinos enanos de la parte del mar que actuaban de quitamiedos. Mi amigo Santiago Pino a veces juega con un servidor tratándole subrepticiamente de vejete artrósico desde el día en que caminando por tierras de Huesca me dio un cólico nefrítico que me tuvo en el hospital tres días. Quizás tenga algo de razón, el caso es que estas situaciones me producen cierta excitación, revolucionan un poco mis niveles de adrenalina. Pero esta mañana, no sé por qué vuelvo a oír otra vez la voz de mi suegra, ese, venga Mary, ánimo. Y me lo repito a mi mismo. ¡Qué coño iba a hacer yo sentado en la oscuridad una, dos horas esperando a que amanezca para encontrar la dichosas marca blanquirrojas! Así que me dije con mi suegra: ¡ánimo, Alberto! Y como si esto fuera una invocación a la virgen, esos metros más adelante que decía volví a encontrar el hilo de Ariadna, no para salir de la cueva del Minotauro pero sí para tropezarme de golpe con una de esas benditas señales que el amigo Luis Basanta interpreta como las franjas de la camiseta de su equipo favorito. 




Después todo vuelve a ser coser y cantar, la maravilla del amanecer, el primer día del mundo llega a aquellas costas, enciende poco a poco el horizonte como si un Principito de Saint Exupery anduviera prendiendo la farolas del nuevo día, se produce el milagro que dura apenas el tiempo de sacar mi cámara en la media luz del amanecer y poco después aparecen negras nubes que cubren el cielo como del humo del carbón de alguna de esas primera locomotoras que atravesaban los Estados Unidos camino de la California donde los personajes de la novela de Kerouac que leo andan estos días de escalada. Los montes hacia la bahía de Cartagena y el valle de Escombreras se han iluminado un minuto, después han vuelto a caer en el sopor de la noche. Hacia cabo Tiñoso la noche es azul y en medio de la ensenada se ve la silueta de un barco de carga esperando, como en la obra de Samuel Beckett, acaso a Godot.  Es un hermoso pedazo de paraíso sin domesticar esta parte del mundo, probablemente uno de los rincones mas bellos y salvajes de toda la costa mediterránea. También la parte que recorrí dos días atrás desde Portman lo es. Todavía me perderé una vez más en la lindes de otro precipicio, pero para entonces ya la luz del día matizó mi desorientación. Yo buscaba el camino hacia arriba por una pequeña senda apostando contra el gps que me mandaba meterme de cabeza hacia el abismo, y cuanto más subía más me alejaba de la línea azul del navegador. Terminé descendiendo hasta la proa de aquella especie de barco, más que la proa, hasta las mismísimas orejas de su mascarón de proa. Sí señor, derechito por allí discurría el camino como jugando con el vacío al escondite, una volátil senda descendía por aquel spigolo por dos centenares de metros con escalones y resaltes relativamente seguros. Más adelante una larga cadena salvaba un pasaje algo difícil y unos cientos de metros a continuación otra cadena ayudaba a pasar un resalte de seis o siete metros. Elevé mis oraciones a los cielos en favor de los samaritanos que instalaron las cadenas, los cables de acero y tablones sobre el abismo del otro día, en fin por todos aquellos que preocupándose por el prójimo, sin haber asistido a manifestación alguna ni tenido arduas preocupaciones sociales o políticas, dedicaron su tiempo a arreglar y a señalizar esta especie de escalera de Jacob que recorre este paraíso murciano. Gracias les sean dadas a todos ellos. Ya volveré a visitar Wikiloc.com para renovar mis agradecimientos al autor del track que recoge el GR–92 a su paso por Murcia. 




 En fin, llegué a la pequeña cala Aguilar que bien podía recomendar al protagonista de la novela que leo, Los vagabundos del Dharma, Ray Smith para hacer sus meditaciones con la garantía de que nadie venga a molestarlo durante una década. Más allá, en otra ensenada, se veía la casa del comandante, una vieja construcción abandonada referente de todos los que recorren esta costa y que me había sido recomendada por una pareja que fotografié días atrás con la ensenada del cabo Tiñoso al fondo. Un saludo desde aquí a Martín y a su mujer; gracias por vuestra útil información. Hice una larga parada en la cala. También hice una larga "meditación", el lugar era ideal para ello. Mi cuerpo, que parecía estármelo pidiendo en silencio desde días atrás, me lo agradeció profundamente: de nada, amigo, para eso estamos. 




Y di en mi sedienta boca con todo el agua que me quedaba. Cuando llegué a la casa del comandante, y permítaseme decir que Comandante, como Dios, no hay más que uno; sí, ese Che Guevara, que como decía por aquí Santiago Pino en una ocasión, si hubiera Dios yo no tendría más que uno. Él hablaba del sol, nosotros podríamos colocar por su desinteresada vida y lucha por todos los necesitados de esta tierra, al Che. Cuando llegué a la casa del Comandante, decía, abandone el GR–92 y me dirigí por una pista al collado del Bolete. Hacía un rato que había llegado el mes de agosto con su sol aplastante y sudaba como un condenado por trabajos forzados en mitad del desierto. Y no había agua en kilómetros a la redonda. Alivié mi sed aislándome a cal y canto dentro de uno de los podcast de inglés que había por algún rincón de mi teléfono. Parece mentira pero esta cosas funcionan, empiezas a oírlo y al principio no entiendes absoluta nada, pero te aíslas, rebuscas los sonidos entre el poco inglés que conoces y casi sin darte cuenta, aunque tu cuerpo esté sudando como un pollo, en un periquete estás en el collado. Ahora sólo tenía por delante el problema de la sed, pero el chico éste estaba de suerte porque nada más llegar al valle se dio de narices con un pozo. Desaté la cuerda, lancé el cubo al vacío y después de colarlo unos quince metros hizo plac y dio de cabeza con el agua. ¡Maravilloso! Dos litros del divino líquido entraron sin dificultad en mi cuerpo sediento. Luego fue descubrir que había cobertura y hablar con Victoria que andaba algo mosqueada porque en dos días no había podido comunicar con ella. Eso y coger la rambla de la Azohía adelante hasta llegar al la playa de san Ginés donde la hermana de Victoria y Juan me recogerán para pasar el resto de la tarde con ellos. Viven a unos pocos kilómetros de aquí.




No dejo de constatar una ocurrencia que se me ocurrió mientras atravesaba la solanera de la rambla de la Azohía; pensaba que en realidad era una lastima que no existiera un Dios, un creador de todo esto, algo o alguien con quien hablar cuando estás a solas, alguien que te comprendiera y acompañara en ratos de extrema soledad. Era una lástima, pensaba. Que los adeptos de tantas religiones se lo hayan montado muy bien con eso de pensar en un padrecito, una especie de comodín que sirve para todo, no convencía a mi disposición a asumir la responsabilidad de mi propia vida sin necesidad de optar por colchones o paracaídas fantásticos que amortigüen las realidades poco gratas de la vida. No obstante, si no lo considerara una cosa tan infantil, eso de buscarse un Dios para consolarnos de la existencia de la muerte y otras bondades por el estilo, acaso en un arranque de esos, cuando uno se mete en un berenjenal que le puede superar o cuando uno está extremadamente triste o se siente muy mal, lo mismo llegaba a hacerme creyente.





2 comentarios:

luisBas dijo...

Bueno, me alegro de que reaparezcas, gracias a esos buenos samaritanos guardias de seguridad, que te han sacado por la puerta falsa.
La verdad es que por tus comentarios se te veia ligeramente agobiado, situacion que nos has trasmitido a tus compañeros de cordada, pero como casi todo en esta vida ha acabado con una sonrisa, jabalies, precipicios, pinchos, y demas accidentes olvidados.
Bien, que descanses y cojas fuerzas para una proxima jornada.La distancia se va acortando. Fuerte abrazo

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias, Luis, un abrazo