Los vagabundos del Dharma





Fuente Grande, Los Belones, 21 de octubre 

La tranquilísimas aguas del mar Menor me acompañan durante toda la mañana. Algunas aves acuáticas se levantan de entre el follaje ante mi paso. La bruma se agarra a la orilla haciendo del agua y el cielo un continuum indiferenciado. Cuando se abre, al fondo aparecen las siluetas de los montes a cuyo pies está Cal Blanque, también la larga hilera de edificios al otro lado del mar aparecen como irreal espejismo, como una ciudad imposible al otro lado de un desierto de dunas. 



En no pocas ocasiones mi teléfono se enciende solo, el sudor traspasa el chaleco y éste debe de hacer alguna diablura en la pantalla táctil, porque de pronto oigo ruidos extraños, el Chrome que conecta con alguna costa remota del Atlántico, el teléfono que llama a alguien con quien no deseo hablar, la cámara que saca por sí sola  una fotografía del interior del bolsillo de mi chaleco, o como hoy, que estando tumbado en mitad de un pequeño desierto de matojos junto al mar Menor y a la sombra de dos raquíticos arbustos, el teléfono de repente se puso a gemir y a sollozar en un climax de algún venturoso dia en que una pareja mezclaba sus orgasmos con ayes, jadeos y y tiernos susurros amorosos. Milagrosa irrupción de la más plena intimidad en el desierto de las aguas calmas y brumosa del mar Menor. Antes de apagar lo escuché un poco y consideré la posibilidad de dejarlo correr, pero hacía demasiado calor, la sombra era muy escasa y mi libido no están en la circunstancias adecuadas. El dios Eros, que se alimenta en buena parte de los sonidos y gañidos que tienen su hogar en las oscuridad de las horas de la noche, debió de considerar mejor el aplazar esa posibilidad que había despertado casualmente en el teléfono a hora tan intempestiva. 




Busco un nuevo libro en mi ipod que sustituya al fallido volumen de Susan Sontag, En América, que hacia la mitad me pareció demasiado soporífero como para continuar con él, y me tropiezo inesperadamente con un libro que me va a gustar con toda seguridad, primero porque se trata del autor de En el camino, Jack Kerouac, que leí de un tirón hace cuarenta años, y después por el título, Los vagabundo del dharma. Tan metido está uno en esta sociedad, en sus formas de entender la vida y su modo de interpretar en qué consiste ser feliz, que apenas uno se desvía de la norma ya de entrada empieza a sentir un ligero escozor como de sentirse bicho raro. Los mecanismos sociales llegan a saturar las neuronas de los individuos hasta el punto de hacerles creer que eso que tienen delante de los ojos, el modelo social presente, es Dios, la Verdad Única, ganar dinero, casarse, comprarse un piso, un coche, irse de vacaciones a Benidorm o las Bahamas. 

Eso hasta que de pronto uno se para y se pregunta, por ejemplo, nada más empezar con el libro de Kerouac, si esto de ir a un sitio, Huelva, Santiago de Compostela, dar la vuelta a España, no estaría mermando la posibilidades que tiene el vagabundo de vivir una especial plenitud centrada exclusivamente en la tierra que pisa, en el momento presente, en la liviandad de la brisa o en el movimiento de las estrellas que se asoman cada noche por el cielo para que él las contemple, si no estaría perdiendo la gracia de esa vida que se concede, lo decía Jesús en el Evangelio, que se concede a lo gorriones esperando del cielo y la tierra que estos provean a sus necesidades. Este escritor que tanta fluidez denota ya en las primeras páginas, leí en algún sitio que En el camino fue escrito de un tirón en un rollo de papel higiénico, ha empezado ahora mismo a encandilarme. No podía apetecer algo más aproximado a mi ánimo que buenas dosis de vagabundismo condimentado con budismo zen, una mezcla explosiva que puede llevar a uno a consagrarse por entero a una vida más en consonancia con la naturaleza y los azares de una vida contemplativa. De momento ya tengo en las mano un libro que me dice algo, que me habla un lenguaje familiar cercano al aire que respiro y no esa manía de buscar argumentos entre la llamada clase alta, la clase ociosa de nuestra sociedad con la que tantos escritores parecen querer establecer alguna clase de parentesco. Susan Sontag debería haber buscado un argumento entre la clase ocupada, le hubiera cuadrado más; hay escritores que no perteneciendo a esa clase ociosa se han desvivido por novelarla, como si con ello se les pudiera pegar algo de ese glamour con que ellos adornaban sus argumentos, le sucedía a F. Scott Fitzgerald que no resistía la tentación de querer hacer suyo un mundo por el procedimiento de embotellarlo continuamente en sus novelas. Quizás por una razón parecida me veo más a gusto con una novelas que con otras, no en vano el hecho de leer contempla casi siempre un importante elemento de proyección e identificación en nosotros. Encontramos personajes que quisiéramos ser o emular, situaciones y sentimientos que tienen elementos en común con nosotros, que nos son familiares. Cuando sentimos cercano el hilo narrativo, lo que allí se cuece y la novela es buena, entonces el placer de la lectura crece, leer se convierte en un acto gozoso. Con los lectura de Kerouac me sucede algo así, llevo mucho tiempo leyendo cosas que, aunque me interesan, me pillan lejos. Hoy, en cuanto me encontré con un personaje que viajaba de polizonte en un tren de cercanías y buscaba en un extremo de la playa, donde la policía no fuera a husmear, un sitio para dormir, cuando sacó sus viandas y en un fuego mínimo se asó unas salchichas pinchadas en un palo en la llamas, cuando se puso, mientras tomaba un café, en contacto con las estrellas y sintió que era plenamente feliz, cuando leía todo esto inevitablemente lo que estaba leyendo era parte de mi propia vida, que es en buena parte lo que muchas veces buscamos en la literatura, busco en la literatura. Buscarse uno mismo, sus pensamientos, su modo de amar y entender la realidad en los libros es una debilidad que acepto con mucho gusto. Desde niño leí con pasión libros de aventuras, era lógico por tanto que la aventura fuera un evento siempre presente en mi vida. Es todo un proceso de retroalimentación en el que nos vemos envueltos desde muy temprano, tendemos a reproducir, hacer nuestro aquello que tempranamente nos gusta y posteriormente nos recreamos en ver o leer sobre aquello con que más no identificamos. 




Luego están otros elementos como es el tener la sensación de que la sociedad en la que vivo marcha cada vez más por caminos equivocados en lo que se refiere a los valores esenciales de la personas, una sociedad que esquilma el planeta y para la que, de hecho, pese a todas las instituciones medioambientales, la naturaleza sigue siendo un exclusivo medio de producción, incluidos todos los tinglados turísticos que dicen pretender protegerla. Se echa de menos un estilo de vida en que los valores actuales, el estatus social y la necesidad exagerada de seguridad queden diluidos en una sociabilidad más humanizada, más cercana a la naturaleza, menos centrada en un estúpido consumismo, donde podamos disfrutar plenamente de nuestro patrimonio natural y mantener relaciones personales enriquecedoras. 



El aire huele deliciosamente a limón.  Fue por la tarde, levanté la cabeza y junto a mí descubrí al autor de esa repentina esencia en el aire, el limonar se extendió por delante de mí verde y cuajado de frutos verdes y amarillos.


Fui a terminar el día junto a un lugar visitado anteriormente con Victoria, la fuente Grande, un apacible rincón bajo la cima del Cabezo de la Fuente, la cumbre dominante de la zona. Al otro lado está el mar y las bellas calas de Cal Blanque.




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