Junto a
Montoro, 10 de junio
Como dije
alguna vez esas gruesas mancha azules
que atraviesan los mapas son una de mis debilidades, por eso, tras la comida no
paré hasta tropezarme con ellas; en esta ocasión se trata de uno de lo grandes
ríos de la Península ,
el Guadalquivir. Llegué sobre las seis de la tarde, el río no se veía pero la
línea de los árboles que cruzaba de parte a parte el paisaje lo delataban. Dejé
el camino y, selva a través, llegué hasta la orilla. Un apacible sombreado
emboscado en la maleza donde los pájaros
organizaban un agradable concierto de múltiples voces.
Era la hora
de dedicar un rato a mi crónica diaria. Tumbado como un pachá rodeado por este
pedazo de naturaleza que la bondad de las aguas ha embellecido con toda clase
de vegetación y aves de deleitoso canto y, asumiendo que hay cosas que sólo a
Homero y sus sucesores corresponde describir de manera apropiada, al caminante
sólo le queda la opción de decir que la cosa, con un calor pegajoso que invita
a demorar el viaje hasta muy última hora de la tarde, está hermosa y que si no
fuera por este propósito de dejar constancia de lo sentido, lo visto o lo
pensado durante el camino mejor me habría
válido echarme una siesta acompañado por la música volatera que viene de la
frondosas ramas de los álamos: álamos del
río, conmigo vais, mi corazón os lleva.
No, al final
la noche se portó, no llovió, despejó y salio la luna lunera cascabelera.
Cuando sonó el despertador una delgada línea de claridad apuntaba por levante.
Estamos cerca de los días más largos del año y yo sigo levantándome a la misma
ahora, de manera que sin apenas darme cuenta día a día el sol me va llevando la
delantera y ya casi me ha dejado sin noche noche para caminar. Cuando remonto
el primer alto, tras abandonar la techumbre de chapa que me ha protegido del
relente de la noche, las aguas del embalse salen del pozo de sombras del bosque
reflejando en su superficie la azulada oscuridad de un amanecer que comienza a
desleírse en un cielo todavía de un azul prusia de profundidad marina.
Llego a la
presa, la cruzo y emprendo una pronunciada cuesta con un animo mañanero
realmente novedoso, un paso que al comprobar que momento a momento se hace más
vivo y que mis piernas asumen silenciosas y como concentradas en un viejo
trabajo casi olvidado. Miro en mi navegador y descubro que estoy caminando a
casi seis kilómetros hora por una cuesta
respetable y además bonitamente cargado. Yo mismo me admiro de esta pequeña
salida de madre; vamos, que incluso me pongo a pensar y me digo: pero oye, a
esta velocidad , si lo resiste lo mismo te puedes marchar a hacer los cien
kilómetros del Corricolari, si todavía existe, o los 101 de Ronda. Total, que me entusiasmo con la idea y eso hace que
me sienta más fuerte que nunca; y me entran gana de orinar y además es ya la
hora de parar a desayunar, pero no, cómo voy a parar con la marcha que llevo y
con todos los engranajes funcionando a la perfección. Me fijo para parar una
sombra al final de una larguísima recta, pero cuando llego allí vuelvo a
inventar otro objetivo y mientras tanto vengo a recordar un amanecer después de
trotar por más de setenta kilómetros ininterrumpidos cuando mis pies y mi
escoceduras ya me hacían imposible dar un paso adelante y entonces sobreponiéndome al cansancio y al
sueño descubrir que ¡podía correr!, sí, despacito pero podía correr. Y así
resucitar de la fatiga y empezar a ser un hombre nuevo por medio de lo
rastrojales que comenzaban a vestirse del dorado del amanecer. Y continuar y
continuar así hasta el mismísimo momento de entrar en el polideportivo de la Pinilla donde el Aleluya de Haendel sonaba aglutinando
las emociones en torno a la meta de los 100 kms.: como para echarse a llorar. Y
así, con pensamientos similares, voy llenando mi tiempo que esta mañana es un
juego conmigo mismo en donde yo soy también el único espectador. Así hasta que
mi vejiga no puede más y me veo obligado a parar.
Tras ese
breve descanso la magia del instante había desaparecido del todo. Cuando me
puse en pie mis ampollas gritaban, habría esperar todavía quince minuto a que
éstas entraran en calor y el dolor quedará anestesiado por el impacto continuo
de mi pies contra el suelo. Y luego estaba el calor, que hasta ese momento no
me había molestado y que ahora me parecía demoledor.
Los últimos
kilómetros hasta Adamuz fueron otra historia, la euforia y el juego habían
terminado. Cien kilómetros me volvieron a parecer una enormidad de kilómetros,
demasiados para un servidor. Si no fuera un redomado ateo seguro que en las
plegarias de este noche le pedía a la
Virgen que me diera fuerzas para participar en una de esas
fantásticas carretas en donde uno se deja hasta el alma pero que después a lo
largo de la vida te sirven a través de la memoria deliciosos pocillos de
autosatisfacción.
Estaba en
Adamuz bastante antes del mediodía. Mientras me bebía medio litro de cerveza me
dedique a ver como me podía escapar de
la ruta en días sucesivos para estar en casa el viernes por la noche.
Todo monte. Ni rastro de posibilidades de comunicación después de Marmolejo. En
esto estaba cuando se me ocurrió indagar en qué pueblos tenía parada el autobús
que hace el servicio Sevilla-Madrid, y me encontré que tenía milagrosamente
parada en Montoro, el próximo pueblo en la línea del GR-48. No lo pensé dos
veces. Saqué un billete para las ocho de la mañana del día siguiente.
Tengo que
salir corriendo, los mosquito han empezado a devorarme en esta selva junto a la
orilla del Guadalquivir.
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