Hacerse mayor


Montoro-Madrid, 11/06/2014


Regreso de una larga caminata de diez días. Una pequeña multitud de gente mayor ha invadido el restaurante donde hace parada el autobús que me lleva de Montoro a Madrid. En un corro próximo, de entre el barullo de las voces  sobresalía la de una mujer espigada y de voz resuelta que decía: pues yo lo tengo bien claro, mientras tenga la cabeza bien, de residencia nada, yo a mi casa que es donde he estado toda la vida. Hombres y mujeres alrededor asentían como afirmándose en el derecho a vivir el último tramo de su vida allí donde les placiera.




Es un interrogante sobre el que oí expresarse muchas veces a mis padres cuando fueron muy mayores. Si salíamos a dar un paseo era rara la vez que no sacaran a colación aquella preocupación suya. Esos momentos en que uno empieza a desconfiar más y más de sus propios fuerzas y comienza a preocuparse por cómo será mañana, más adelante, la vida para ellos. Y entonces, una buena tarde, mientras este hombre, esta mujer, contempla el crepúsculo desde su casa como tantas veces hizo a lo largo de su vida, siente que poco a poco sus ojos comienzan a humedecérsele de manera inesperada. Y no es que la vida haya de terminarse en algún momento, sino que lo haga así, disminuyéndole, mermando sus capacidades hasta el punto de convertir su existencia en un interrogante: ¿cómo serán esos días?, ¿dónde me llevarán?
Mientras mi autobús rueda por la carretera de Andalucía asumo el papel de estas personas mayores y mis pensamientos van de acá para allá en torno al mismo tema. En un primer momento recuerdo un vídeo en el que poco antes de morir Luis García Berlanga promocionaba las pastillas para el dolor ajeno; su entrañable disposición y animosidad, a la vez que la aceptación tan natural de ese proceso de la vida que terminará dentro de muy poco. De hecho falleció unas semanas después de filmar aquel vídeo. Luego recuerdo a José Luis Sampedro que tan joven me parecía en la última entrevista que vi de él con Iñaki Gabilondo, arengando en la misma a un millar de jóvenes para dieran un cursillo de honradez a los obispos españoles. A Carrillo, que también un poco antes de su muerte, manifestaba que lo que estaba sucediendo con el 15M era lo mejor que había tenido España desde los tiempos de la transición.



Recuerdo después a un compañero de trabajo profesor de educación física con el que había hecho algunas sesiones de entrenamiento para un maratón y que decía sentirse un poco humillado porque él con menos de treinta años no había podido superar mi tiempo en una de aquellas carreras, y que me comparaba además con su padre de parecida edad a la mía, pero que abrumado tempranamente por los años no era capaz de dar un largo paseo y que además ya andaba hablando de residencias. ¿Ser anciano es una cosa física, de la edad, de los años?, o por el contrario se trata de algo psicológico, de algo que se insemina en algunas personas y que hace que le veamos así, viejo, anciano, decrépito. Yo anduve algunos años frecuentando una residencia de ancianos y eran estos aspectos los que saltaban a la vista nada más entrar en el edificio. No hablo necesariamente de personas como muchos años. Pienso en que la vejez es algo que afecta más a unas personas que a otras. Hay personas que nunca serán viejas y personas que envejecen prematuramente. Parece como si la vejez nos estuviera esperando cuando la curiosidad y las pequeñas pasiones empiezan a desaparecer. La residencia que yo visitaba hacía pensar que un deterioro físico y mental se había apoderado de una parte importante de los residentes, de modo que hasta parecía justificado aquel trato que se hacía de muchos, como si de niños se trataran; ese trato que se da a las personas que no tienen capacidad para valerse por sí mismos lo asumía mi ánimo como algo irremediable. El paternalismo con que se ve que tratan en algunas residencias a los ancianos es la constatación de esa visión general que se tiene muchas veces de la gente que se va haciendo mayor. Sin embargo qué diferencia entre unos "ancianos" y otros ancianos.


Los ancianos de esta mañana son otra cosa, gente alegre y discutidora que posiblemente a la tarde se echen un baile en el hotel donde se albergarán. En realidad es como si habláramos de dos mundos bien diferentes cuando de una parte nos referimos a ancianos que por las circunstancias que sean, su aptitud física, su indefensión, nos inspiran un sentimiento de fragilidad, y por otra nos referimos a personas que tienen muchos años, más de setenta y cinco, y a las que nadie se le ocurriría llamar ancianos. ¿A quien se le ocurriría si no hablar de Carlos Soria como de un anciano? ¿Un anciano es una persona que tiene muchos años o se trata acaso de una persona que por sus años y por ausencia de una actividad física o mental notoria va perdiendo poco a poco el control de su propia autodeterminación?

De todas maneras el caso más notable de este rechazo del concepto de anciano que conozco es el de Carlos. Tener en mente estos límites que gente como él empujan más allá y más allá sin rendirse al paso de los años con un trabajo noble y un esfuerzo de gran voluntad para mantenerse a la altura de un bello proyecto, es una de las cosas que más pueden ayudar a uno a superar cualquier hándicap, al tiempo que nos pone sobre aviso de que la ancianidad puede ser una convención que no necesariamente es aplicable a aquellos que hacen de su vida un pequeño campo de batalla. 



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