Día de apacible chirimiri



Sobre Poschiavo, Suiza, 30 de julio 

Eran las seis y media, en el hotel no se oía una mosca, fuera el cielo aparecía turbiamente cubierto, las cumbres se ocultaban parcialmente entre las nubes, algunos neveros aparecían aquí y allá tras la celosía de la nubes. La Val de Viola se desgajaba del valle principal y la pista, primero de asfalto, después de macadán,emprendía una suave subida a través del bosque de abetos. No tardó en ponerse a llover. Se camina bien por la mañana temprano, aun bajo la lluvia, una lluvia fina que apenas molestaba. Arriba, sobre los dos mil cuatrocientos metros, dejo el refugio a mi izquierda y me dirijo al paso de Val Viola, la frontera con Suiza. Es un lugar desolador, desnudo, sin vegetación. Al otro lado la Val de Camp se va humanizado según pierdo altura, un lago, las vacas paciendo, y no tardan en aparecer la profusión de los bosques de abetos. Mil quinientos metros de descenso por prados y bosques me dejarán junto a un caudaloso y espumoso río de aguas bravas que apenas abandonaré hasta llegar a Poschiavo. En esta parte el territorio suizo se introduce anómalamente en Italia formando una especie de raíz de muela. Atravesando el valle en dirección oeste mañana volveré a estar en Italia. Mi itinerario va a recorrer estos días el entero macizo del Bernina y del monte Disgrazia, lugares que me son conocidos y donde hice bellas escaladas con Moisés Castaño y Enrique del Pozo. 




Poschiavo. La primera vez que pasé por aquí fue en mil novecientos setenta, a ambos lados de la carretera se acumulaban varios metros de nieve. Las máquinas quitanieves abrían enormes pasadizos. Yo viajaba en auto-stop y aquello era muy novedoso para mí. Había abandonado un cómodo y bien remunerado trabajo en un banco de Madrid y me había venido a estudiar a un pequeño pueblo de los Alpes Lombardos al final del verano. Tres meses más tarde, con la idea de proveer fondo que me duraran hasta el otoño siguiente, un día de enero lié el petate y me dirigí a Saint Moritz con la idea de conseguir trabajo. Lo encontré en un par de horas. Permanecería allí el tiempo imprescindible para reunir los fondos que me había propuesto reunir. Era un día soleado de invierno y los alrededores de Poschiavo ofrecían el aspecto de la clásicas postales que vende el turismo suizo. 

La segunda vez que atravesé este valle veníamos de Africa, habían transcurrido diez años desde la vez anterior. Habíamos estado recorriendo el desierto argelino y el de Túnez con un 4L y Mario, nuestro hijo más pequeño, que tenía un año, había cogido una diarrea que remitía difícilmente. Un pediatra nos recomendó unos días de reposo junto al mar y, después de cumplirse una semana en una playa de Túnez, decidimos cambiar el calor del desierto por un clima más propio. Embarcamos en Túnez rumbo a Sicilia y desde allí nos dirigimos a Suiza. Junto a Poschiavo pasamos otros días de reposo. Para entonces Mario ya había pasado la crisis y se reponía bien. Las montañas en aquella ocasión fueron solo el telón de fondo de nuestra preocupación por Mario.


Después de comer me paso por el supermercado para hacerme con provisiones y compro un mapa de la zona. La jornada siguiente transcurre a mucha altura, tengo que atravesar dos collados uno de dos mil quinientos y otro de más de dos mil seiscientos metros y el siguiente refugio me pilla a más de diez horas, lo que con tiempo malo como está siempre puede convertir la jornada en una incógnita. 

Emprendí la ascensión del primer collado, el Pass da Cancian con buen ánimo y con la intención de adelantar camino para la larga jornada del día siguiente. A mitad de camino, a tres horas todavía del collado, empezó a llover. Me refugié en la tienda. 


El chisporroteo de la lluvia sobre la tela azul de la tienda me adormece con su monotonía entreverada con las esquilas de las vacas. Me tientan una lonchas de salmón que he comprado en el supermercado de Poschiavo, pero no tengo ganas de moverme. He tenido que colocar la tienda corriendo y deprisa y el macuto está bajo mi cabeza todavía sin tocar. Cualquier pequeña tarea en este pequeño espacio se vuelve complicada y hay que tener un cuidado extremo para no tocar la tela de la tienda lo que provocaría seguro alguna vía de agua. Así que paciencia, quietecito y a esperar. Esta mañana caminé siete horas sin parar un minuto y a ello tengo que añadir las tres de después de la comida. Demasiado para mi gusto.  Mi cuerpo está cansado y agradece este dolce far niente bajo la lluvia que me sugiere el momento. 








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