Salió el sol: el Bernina



Junto al lago Palú, 31 de julio 

Sonó el despertador y pocos minutos después me puse a hacer el macuto dentro de la tienda, una tarea un poco complicada pero que con la experiencia he terminado por hacer bastante bien. Arriba del todo, el equipo de lluvia, los guantes y el gorro de lana. Cuando todo está listo abro la cremallera de la tienda y, ¡ah!, sorpresa, ya se me había olvidado que pudiera amanecer un día sin lluvia, resulta que el cielo luce un limpísimo azul y las montañas de encima están coronadas de su penacho color caramelo. Bien, aceptemos este regalo matinal, a ver si dura unas cuantas horas por lo menos. Anoche me había acostado con cierta preocupación por la jornada de hoy, tenía que atravesar dos collados muy altos y deambular largamente por las alturas y asuntos así llevados a cabo lloviendo, con niebla y con temperaturas bajas no sólo es que sean incómodos es que me ponen nervioso, el ir solo también cuenta. La débil señal del gps como único gancho donde dejar colgada mi seguridad no me parece suficiente; además eran muchas horas hasta el siguiente refugio. 

Era muy temprano y se caminaba bien. Mi cuerpo está en forma después de un mes de patear estas montañas desde el Adriático. He descubierto que una alternancia en el modo de caminar mejora mi rendimiento y ahora me aplico a ello con regularidad. El paso normal es un paso sosegado pero continuado, sin embargo cuando la cuesta es fuerte funciono mejor dando pasos muy muy cortos e imprimiendo a mi cuerpo una especie de movimiento de baile de piernas y brazos; en el momento que disminuye la pendiente vuelvo al paso de aspecto cansino. El paso corto soy capaz de mantenerlo en cuestas respetables durante mucho tiempo. 

Cuando soy consciente de todo esto en ocasiones mi cuerpo se convierte en objeto exclusivo de observación. Formidable aparato éste el del cuerpo. Hoy observando mis músculos, mis piernas, mis brazos recordé el larguísimo y magnífico documental Olimpia, de Leni Riefenstahl, una maravilla donde esta gran directora de cine fue capaz de recoger no sólo lo detalles, el esfuerzo, los movimientos, lo que decían los rostros de los atletas, el sufrimiento, el gozo, recoge también magistralmente con recia poesía todo lo que hay de hermoso en el cuerpo y su movimiento. Más de tres horas de documental sobre el desarrollo de las pruebas de la olimpiada de 1936  que en ningún momento llega a cansar. 



En las cercanías del collado de Cancian me esperaba otra gran inesperada sorpresa, tanto como para proferir un grito de admiración. Me emocionan estas sorpresas. No exagero si digo que lo que veía delante de mí era una de esas estampas del Himalaya de montañas inaccesibles cubiertas totalmente de nieve. Esa es la impresión que tuve en aquel instante. La visión era magnífica pese a que sólo veía parcialmente ya que la ocultaba en parte una montaña próxima. Quizás las fotos que saqué den una idea de ello. Esperaba ver el conjunto del macizo más adelante pero no fue posible. Sólo ese destello primero desde el collado de Cancian fue factible. Sucederá así durante todo el día, atravesaré prácticamente todo el macizo sin ver la continuación del espectáculo de la mañana. 




Según ascendía el collado siguiente, el paso de Campagneda, teniendo en la retina la visión anterior, sentía una especie de orgullo retrospectivo por haber subido alguna de aquellas paredes. Recordaba especialmente la ascensión al Roseg por su couloir central, un enorme y empinado corredor que lleva directamente a la cumbre. A Moisés Castaño le debo la idea de aquella ascensión. Enrique del Pozo completaba nuestra cordada. El ambiente de una ascensión de esa clase siempre es excepcional. Cruzar la rimaya en plena oscuridad, el silencio opresivo, la atención centrada en la piedras que pudieran caer, en un momento determinado la necesidad de atravesar la rígola, esa canal que se forma en estos corredores en donde se encauza todo lo que pueda caer de arriba, un momento en extremo peligroso porque cualquier piedra o roca por pequeña que sea proyectada por ese pasillo por quinientos o más metros de desnivel puede arrancar la vida al más pintado, si no arrastrar a la cordada entera. También sentía recordando aquello un cariño muy especial por mi antiguos compañeros de cordada. En pocas ocasiones hombres o mujeres pueden vivir momentos de una proximidad y dependencia tan extraordinaria como se tiene en una difícil ascensión en estas montañas; así que si a ello unes el éxito de la ascensión, ¡cómo no sentir de por vida un entrañable reconocimiento por aquellos compañeros de escalada! 



Desde el altozano del Passo di Campagneda se ofrecía ahora otro nuevo espectáculo, en este momento hacia el sur, las cumbres más prominentes de los Alpes Oróbicos aparecían al otro lado del valle de Sondrio magníficas y cubiertas de nieve. La vez anterior que atravesé los Alpes lo hice por esa elevada dorsal. Guardo un recuerdo muy especial de aquella travesía. Son montañas menos visitadas y tuve que cargar con mucha comida, apenas encontré a nadie en lo tres o cuatro días que duró su recorrido. Al final acabé con toda la comida aunque pude proveerme de leche y queso de un pastor. Durante dos días no comí otra cosa, de lo que derivó un estreñimiento que a punto estuvo de crearme inesperadas complicaciones. 



Sí, ¿por qué no voy a reconocer que me produce enorme satisfacción encontrarme en mi camino rastros de mí mismo, rastros de memoria que alientan mi bienestar y me reafirman en un modo de vida que descubrí al final de la adolescencia y que ha sido un constante en mi hacer hasta ahora? 

Poco más abajo desactivé el modo avión del teléfono. Había cobertura, así que la media hora siguiente bajé en compañía de mi chica, la hortelana, hablando de esto y lo otro, ella contándome cosas de casa y nuestros hijos, yo diciéndole del sol que hacía, del extraordinario paisaje que acababa de descubrir hacía media hora. 



En un par de horas estuve en el refugio Zoia, un bello y bien dispuesto edificio en donde la presencia de los encargados, Enmanuel y su compañera hacían del lugar el refugio más agradable que he visitado. Unos grandes ventanales vidriados ocupaban la sala de estar. Con Enmanuel anduvimos trasteando en su portátil posibilidades diferentes para no atravesar por Suiza, el Sentiero Roma, el Sentiero Italia, miré también en Wikiloc. Al final me convencí de que no había más remedio que atravesar por el país que inventó el reloj de cuco. Después de una opípara comida que preparó Enmanuel nos hicimos la foto de recuerdo y nos despedimos calurosamente. 

A una hora y media de camino encontré un prado junto al río tan tentador que me fue imposible resistirme a quedarme allí. Mosquitos a mogollón, eso sí. Me puse repelente pero eran tan agresivos que al final puse la tienda y me metí dentro. Estaba dándome el capricho de unas tostadas con chocolate cuando oí que me saludaban desde fuera, eran Raphael y Roxane, dos jóvenes franceses que están haciendo la Vía Alpina como yo. Comenzaron como Fabián, aquel chico que me encontré cerca de Eslovenia, a principio del mes de junio. Raphael y Roxane están haciendo una película: La Vie Alpine, Le secret des Alpes, ese será el título de su trabajo.
Me encanta esta pareja, derrochan entusiasmo por todos los costados, además, entre los dos dominan cinco o seis idiomas, incluido el castellano. Son tan animosos que apenas han terminado de descargar los macutos y de charlar cinco minutos dicen que se van a dar un baño... Jo, ya no hay sol y el agua aquí baja recién salidita de debajo de la faldas de los glaciares, vamos, puro hielo. Ahora les oigo charlar animadamente. Querían encender fuego para ahuyentar a los mosquitos pero al final han desistido y se han metido a cenar en su tienda. 



Bon nuit!, hoy me dormiré con el susurro de sus voces a pocos metros de mi tienda. 




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