Beatus ille



Biasca, Suiza, 9 de agosto 

Es cerca del mediodía. Mientras llovía mi cuerpo salió de aquí, del saco de dormir, de la tienda y anduvo fabricando un dédalo de sueños alrededor de diversos asuntos, unos de ciencia ficción, otros, como el último, de mera utilidad estética. En cualquier parte del mundo había observado que junto al  camino crecía un seto desaseado y había pasado la mañana arreglando acá y allá el seto y el camino hasta el mismo comienzo de un túnel; había retirado las piedras que interrumpían el paso y había dejado todo listo para que aquel seto y su camino pudiera observarse con una cierta sensación de agrado. Después volvió a la otra parte del cuerpo dormido como si lo hiciera para comprobar cómo la tormenta seguía su desarrollo. Y sí, la tormenta todavía hacía temblar la tierra y caía despiadada sobre su tienda de campaña. Él dormía despreocupado, arrebujado sobre sí mismo con la conciencia de que en aquella situación no podía hacer otra cosa de provecho que dormir y dormir ¿como una marmota, o no son las marmotas esos animales a los que las fábulas asignan un sueño dilatado? Oh, no, perdón, ya recordé, como un lirón. Así lo encontró, durmiendo como un lirón mientras sobre el bosque caía agua y más agua y de vez en cuando los truenos y relámpagos cruzaban el cielo portentosos y enfurecidos como dioses cabreados con los montes y los valles. 

Ahora, como no podía ser de otra forma, tras la tormenta la calma, como en la maravillosa sexta sinfonía de Beethoven, una delicada lluvia como coda añadida al final de una sinfonía suena todavía en el techo de mi tienda. Mientras tanto he alzado la mano y he tomado un paquetito envuelto en papel de plata, lo he abierto y he empezado a comerme despacio, con delectación su contenido, un buen trozo de pan de chocolate, así lo llaman aquí, que me había dado a probar previamente ayer Carla en el refugio. Y después de saborear este mi desayuno de mediodía ahora hago tiempo y medito si salir del saco y levantarme pese esta poca lluvia que ha quedado perezosamente cayendo sobre mi tienda o permanecer tumbado, vagueando, retozando como un becerro al calor de las ubres de su mamá, porque además sospecho que lluvia ya no hay, que lo que queda es lo que las ramas de los alerces siguen dejando escurrir lo que queda de su larga ducha nocturna y matinal. Y efectivamente, abro la cremallera de la tienda y lo que hay es una espesa niebla ocupando el bosque que sigue depositando en las ramas de los árboles su abrazo de humedad. 

Y me pongo en marcha muy satisfecho de haber salido totalmente seco de este diluvio que atravesó como una plaga gran parte de la noche y la mañana. Un sobresaliente para mi nueva tienda. Y el bosque es un regajo de agua todo ello, y está hermoso, húmedo como una vulva flotando en el arrobo del deseo. Hay pequeños huecos de luz donde el sol penetra haciendo de los verdes de los helechos y los rododendros verdes profundos y brillantes que yacen junto al espeso musgo que cubren la rocas y los pies de elefante de las hayas centenarias como claras flores en un mundo daltónico que se hubiera hecho glauco y vaporoso. El bosque despereza del agua y allí donde el sol toca con sus dedos cálidos un suave vapor se desprende hacia el cielo. En un claro del bosque aparece de repente la entera visión del valle cerca de dos mil metros bajo mis pies, las montañas envueltas en su bufanda de niebla, las cumbres todavía con su aureola de nubes. Y poco más abajo unas cabañas, atezadas, coquetas, como nidos de águilas sobre los despeñaderos del valle. Y pasando junto a la primera  de ellas aparece Sebastiano en la puerta y tras el Bongiorno de rigor, enseguida agrega: Vuole un cafe?, y cómo no, piensa enseguida el caminante. Y así, sin comerlo ni beberlo, en unos minutos se ve hablando de flores con Sebatiano, un amante de esas cosas diminutas que alegran con sus colores y sus formas el hábitat montano, y me cuenta cómo días atrás en un pequeño estanque abandonado habían encontrado él y su mujer un ejemplar de lilium martagone al que con amoroso cuidado habían rodeado de palos para protegerlo en lo posible. Sebastiano busca en su cámara y me lo muestra, el mismo que yo fotografié días atrás, que tanta veces admiré en el Pirineo, y al que precisamente Ignacio Aldea, experto en montaraces asuntos de nuestras montañas del Norte, llama lirio del Pirineo. 


Y charlamos y tomamos café y una copita de grapa hecha con una hierba del lugar, que busca en un libro y me enseña. Los arándanos los ha estropeado esta año la tanta lluvia, me dice, comentando los exquisitos pasteles de mermeladas que hacen con ellos. Miramos mapas, me muestra en ellos el recorrido de los días siguientes. En fin, que me tengo que marchar, que las tiendas en Biasca las cierran a las cinco y tengo que aprovisionarme para un par de días. La foto y un fuerte apretón de manos y ya estoy de nuevo descendiendo las vueltas y revueltas que me dejarán en Biasca en un par de horas. Hoy mi horario está totalmente trastocado con eso de haberme levantado cerca del mediodía. Antes de alcanzar el fondovalle hago una somera reflexión sobre mi persona en el sentido de que pueda dar la nota entre el pueblo civilizado y decido hacerme un lavado rápido a base de jabón y del agua de la cantimplora. Lavado y con mi mallas limpias vuelvo a sentirme un ciudadano más. No siempre el elogio de lo salvaje, como el de la locura, ha de ser riguroso, ya se sabe, aquello de san Agustín de que la virtud está en el medio. 


Antes del llegar al pueblo voy pensando que voy a tener que desdecirme de todo de lo que vengo diciendo de los suizos desde días atras y ya se sabe por qué, toda esa gente maja que aparece continuamente en mi camino, Christian, el pastor, Carla, Sebastiano, eso y la gente amable y simpática que me encuentro en la calles, aquellos a los que pregunto, aquellos con quien sólo cruzo un saludo. 

En un restaurante de Biasca, donde por fin encuentro un wifi, pongo en orden mis cosas, envío dos posts atrasados, contesto el correo, hablo un buen rato con Victoria vía el Hangout del Google y reinstalo el WhatsApp que se había desvanecido de mi teléfono. Allí me encuentro una poética estampa de una mariposa sobre una flor, y un Beatus ille de Jorge que curiosamente me aparece de continuo estos días en la lectura de Landero. A Landero le debió de pillar ese título Muñoz Molina y en su novela Hoy, Júpiter, hace nombrar de continuo a Tomás, uno de los protagonistas, una carpeta donde penosamente lleva años reuniendo apuntes para una novela. Una novela que precisamente había leído yo el pasado año aconsejado por Victoria mientras correteaba por tierra de España. Llegué a pensar desde la ficción de Landero que esta novela era pues un trabajo posterior suyo, cuando en realidad era de Muñoz Molina. Me lo confirmó Victoria hoy, efectivamente se trataba de Muñoz Molina, un autor a que comencé a leer con El jinete polaco y continúe con otras cosas y que abandoné durante algunos años a causa de unos artículos suyos en El País que me hicieron sospechosa su ideología. Beatus ille hizo que me volviera a reconciliar con él. 

Beatus ille. Si me hubiera venido este latinajo ayer a las yemas de los dedos habría titulado mi post con esas palabras en reconocimiento de mi muy admirado Walter Bonatti. 


Está empezando a anochecer. Salía ya tarde de Biasca cuando atravesé un antiguo puente de piedra. Bajo él había un prado segado, bajé a echar un vistazo. Me gustó. Hoy voy a permitirme el lujo de dormir como los verdaderos vagabundos: bajo los arcos de un puente. No está muy evidente ni a la vista y espero a que oscurezca un poco más para poner la tienda. A veces la poli no gusta de los vagabundos.


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