Búscate un amante



A un par de horas de Sonogno, Suiza, 11 de agosto

Cuando dejo el refugio la densidad de la niebla es tal que queda reducida la visión a sólo unos pocos metros, la niebla ha convertido los barrancos y las altas montañas en la nada algodonosa de la novela de Saramago. Menos mal que tanto la señalización como el propio camino son excelentes. No tardarán sin embargo mis pies en convertirse en un puro aguazal intentando salvar aquí y allá los charcos y los riachuelos que el camino ha encauzado. Los riachuelos, desbordados y aparatosos son difíciles de pasar en más de una ocasión. 


Todo lo que se mueve sobre el planeta parece tener su encanto, no sólo lo culitos de las muchachas en flor de que hablaba creo que hace un par de días; y lo que se mueve esta mañana estrepitosamente por todos los alrededores es el agua. Las montañas están cargadas como nunca de ella, inunda los caminos, ha convertido todo en una auténtica charca. Y el agua no puede quedarse ahí, se precipita desde cada rincón del valle buscando su cauce natural hacia las tierras bajas. Numerosas cascadas adornan esta mañana el valle junto a los bancos de niebla. El estrépito del agua desbordando sus cauces habituales ocupa la hondura de todos los pequeños vallecillos dejando ver aquí y allí grandes cascadas. El  movimiento de toda esta masa precipitándose violentamente sobre el roquedo merecería que le dedicara tiempo, espectáculo salvaje y gratuito, que sin embargo parece que existiera ahí solo para mi cámara fotográfica. Bien es cierto que la lluvia tampoco favorece mucho la contemplación, que es una cosa de cuando hace sol y el ánimo pide sentarse a la vera del agua para contemplar el espectáculo a placer. 



Cuando el camino se aleja del río, y no antes porque la bulla que mete el agua no me dejaría leer, vuelvo a la novela de Landero. Ah, este enamoradizo Tomás que impunemente levanta castillos de amor con alumnas,  con mujeres de aquí y allá, amores que van y vienen a espaldas de su propia esposa, pero que cuando descubre que ella misma lleva flirteando años con una marino, cuando, investigando en cierta correspondencia cuidadosamente escondida, sabe de proyectos de futuro con aquel hombre que la escribe desde cada puerto ardorosas cartas de amor, ah,  entonces, todas las furias se desatan, los celos le comen la entrañas, se ve metiendo una bala al marinerito en el cuerpo tan pronto pise el puerto de Vigo para encontrarse con su Marta, sí, ahora "su", poco antes apenas la hacía caso. Una amiga amante del mar con la que me veía hace años pasó por una situación parecida. Su marido llevaba años con una amante con la que se veía un día sí y otro también. Así hasta que mi amiga amante del mar a su vez tuvo algunos encuentros con otro amante. Cuando llegó el día que los hados destinaron para que él se enterara de las nuevas de su mujer, la estampida fue tal de tener casi que encerrarlo en el manicomio. Se marchó de casa y anduvo errante por ahí durante meses. No le dieron por desaparecido porque la tarjeta de crédito iba dejando como Garbancito los rastros por la geografía del país y la guardia civil terminó dando con él. Le costó una terapia de muchos años superar aquello. En este mundo parece todavía como si sólo los tíos tuvieran derecho a echar una cana al aire. El Tomás de la novela de Landero es un caso típico del sentido de igualdad y reciprocidad que tienen muchos hombres. 

Por cierto, que hace unos años circulaba por ahí un texto de un autor de libros de autoayuda argentino, Jorge Bucay, titulado: "Búscate un amante" que no tenía desperdicio. Bucay, ante problemas psicológicos serios, depresión, asuntos de trabajo, cualquier cosa de esas que te dejan muy jodido y de las que cuesta salir, ante cualquier situación así la solución ideal que él proponía era esa: búscate un amante. Un/a nuevo/a amante te sacará del pozo de cualquier pesadumbre.  


Maravilloso. Después de comer no sabía qué hacer. Estaba para ponerse a llover pero era pronto y en Sonogno sitio para dormir nada de nada. Adema, hoy, no sé por qué no estaba dispuesto a meterme en un hotel. Contestaba hace un rato a Luis Dueñas, unas líneas en Facebook en que me preguntaba, cuando yo había recalado en una cabaña de un pastor días atrás y había escrito que me gustaba lo rústico del lugar, que si me gustaba lo rústico por lo elemental. Le contesté que no sabía, que saber el por qué de los gustos no es tarea fácil. Así, hoy, vengo de la niebla, las cascadas, los ambientes un tanto inhóspitos pero siempre tan hermosos y meterme en un hotel es como desentenderse del ambiente que he vivido estos dos últimos días para hacer un aparte o paréntesis que no me apetece. Al final me decido y tiro valle arriba; y vuelve a llover y el camino sube en pequeñas y empinadas lazadas frente a una ladera vertical por la que se precipitan en cascada numerosos riachuelos y me envuelve la niebla y llego a una pequeña agrupación de casas de antiguos pastores y miro por aquí y por allá a ver si encuentro algo abierto y habitable y, ¡eureka!, en un segundo piso de una de las casas, a través de una rendija de una puerta de madera que cuelga sobre el vacío, veo que dentro hay paja y unos colchones. Tengo que hacer un paso de escalada para llegar a la cuerda que ata la puerta, pero eso está hecho. Maravilloso, los colchones están secos. Y ahora sí, con las puertas abiertas de par en par con una buena vista sobre el valle, arrimo un colchón a la luz, pongo el macuto de almohada, coloco mi espalda en posición que pueda relajarse y ya soy el hombre más feliz del mundo. Mi cuerpo y hasta un servidor tienen sus manías y una de ellas es la de preferir dormir en un pajar en lugar de en un hotel. Prefiero no molestarme en intentar averiguar el porqué. 






Foto aérea en invierno del refugio donde pasé la noche anterior  

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