Los caminos se bifurcan



Cercanías de Prato Sornico, Suiza, 12 de agosto 

Me descolgué del segundo piso del pajar en donde había pasado la noche un poco antes de las siete. Estaba cubierto pero no mucho, incluso saldría el sol a ratos a lo largo de la mañana. Las nubes y la niebla jugarían al corre que te pillo durante todo el día hasta que al final de media tarde, no pudiendo aguantar más, se decidirían por descargar su consabida ración de agua. 




Experimentarse a sí mismo. Eso dice una nota que tomé esta mañana mientras ascendía hacia la Forcella di Redòrta. Me sentía bien después de superar los primeros mil metros de desnivel. Es una expresión, experimentarse a sí mismo, que utilicé algunas veces para referirme a la actividad que hacía mi hijo Mario, construirse una cabaña, apacentar unas cabras, tener un huerto a punto, lo que significaba levantarse antes del alba, pasar frío, vivir una vida dura de austeridad y pasar por un sin fin de situaciones que para cualquier urbanita de a pie hubiera parecido un disparate. Experimentarse para sacar de ahí mismo, como si de una profunda y difícil mina se tratara, lo mejor de uno y la sustancia más preciada que de la vida puede obtenerse. Un tema paradójico que en un mundo cuyo norte es un consumismo desproporcionado parecerá a muchos demencial. 

Experimentarse a sí mismo, jugar con la vida a ver de qué manera ésta resulta más graciosa y gratificante y sobre todo aprender a ver en las paradojas, allí donde hace acto de presencia el sufrimiento, el esfuerzo, la voluntad, la constatación de hasta dónde podemos llegar y superarnos, aprender a ver en esa síntesis en donde lo mejor de cada uno puede brotar como una hermosa flor, el camino a seguir, el empeño en que enrolarse de continuo. Quizás la adicción a la montaña no tenga tanto que ver con la belleza objetiva de la misma como con la capacidad que tiene ésta para que nos podamos experimentar y conocernos a nosotros mismos a través del esfuerzo, el reto, la belleza, el paroxismo de los fenómenos naturales. 



A la gente con la que me voy encontrando, como me sucedió hoy con Carl, de Múnich, que conocía el Pirineo bastante bien, siempre les hago propaganda de nuestras montañas diciéndoles que a veces prefiero el Pirineo a los Alpes porque sus montañas son más solitarias y acaso más salvajes. Lo digo cada vez que sale a colación, pero en realidad es una muletilla, no es cierto, se trata de un recurso, como hablar del tiempo para entrar en conversación. No lo voy a repetir, no es real, y no lo es especialmente pensando en estos últimos días. Hay aquí cientos y cientos de valles impenetrables, magníficos, solitarios. Lugares apenas frecuentados que en sí mismos son un paraíso. Elogiamos, por ejemplo las Dolomitas, pero las Dolomitas es un dominio superpisado, hermoso y muy característico, pero que sufre de superpoblación, al menos las zonas más conocidas. Esto no, esto es lugar para privilegiados, valles recónditos donde en ocho horas de camino, las de hoy, uno puede encontrarse una, dos o ninguna persona. Carl, que iba solo y debía de tener una edad aproximada a la mía, llevaba en el rostro ese privilegio, había dormido en su tienda y se veía a la legua que ese era su mundo. La franqueza en la conversación, el sentimiento de compartir ese agreste escenario con un madrileño, la satisfacción de hacer y estar donde se está es algo que se lleva en los ojos. Carl hizo algunas excursiones con su esposa y sus hijos en el Pirineo, pero luego, cuando quiere un proyecto más ambicioso se viene a estos valles como abandonados y alejados de la mano de Dios.



Después de despedirnos me fui pensando en cuál sería o fue la ocupación de este hombre, trabajador manual, profesor universitario, primer ministro de su país... cualquier cosa podría ser, también la señora Merkel parece que se dedica a esto de trotar por las montañas. Para mí creo que habría sido lo mismo, primer ministro o camarero, la realidad es que hay una cierta comunión inconfundible entre la gente que anda por la montaña, lo decía hace un par de tardes Alexander, el alemán con el que coincidí anteayer en el refugio Capanna d'Efra. 



Todavía llegaría a Prato Sornico a tiempo para comer, cargar todas mis baterías, consultar los mapas y decidir definitivamente mi itinerario a continuar. Desde este valle la línea roja de la Vía Alpina toma dirección noroeste y a través de Suiza se dirige hacia el espectacular complejo de la Jungfrau. No acierto a ver en el teléfono su continuación. Imagino que seguirá por la cercanías del Eiger, Zermatt y se aproximará a Chamonix por tanto por el norte del Monte Rosa, no lo sé seguro. En este punto mi opción es otra, aún a riesgo de repetir algunos valles que ya atravesé en mi anterior recorrido alpino del dos mil tres. Entonces, en esa parte me acompañaba Victoria que una semana más tarde dejaría los Alpes para volar a México, pasamos por el sur del Cervino hasta llegar a Courmayeur y de allí hacia el Delfinado. Uno de aquellos días, de madrugada, la cumbre del Mont-Blanc a nuestras espaldas era un merengue con su consabida guinda rosácea sobre la cumbre.


Mont-Blanc en la travesía de 2003
Travesía Alpes 2003

Travesía Alpes 2003

La opción de este año pasa por hacer un itinerario paralelo al de entonces atravesando El Gran Paradiso y continuando hacia el sur esencialmente por la parte italiana. Ergo, hoy los caminos se bifurcan. 

¡Qué cosa maravillosa es una tienda de campaña cuando llueve: corres, te apresuras para no mojarte demasiado mientras la pones, terminas, bien que no hayas podido dejarla como tú quisieras. te quitas la indumentaria de agua, empujas todas tus cosas dentro, sacas el colchón inflable, lo inflas, que de autoinflable nada, te instalas encima, dispones todo para que nada se moje, guardas todo lo que te sobra en el macuto, colocas éste en la cabecera de la almohada, echas un último vistazo, las botas en el porchecillo con el equipo de agua, la máquina de escribir a mano, el teléfono quiero decir, y ya, ya está esa cosa maravillosa que decía al principio del párrafo, fuera lloviendo y tú metidito dentro de una burbuja de tela verde, calentito, seco, con tu espalda ricamente reposada en el colchón, bebiéndote a sorbitos cortos este nuevo e inesperado placer, un gran bienestar tras ocho o nueve horas de camino, casi un litro de cerveza y una comida bastante bien con su exquisito tiramisú y su imprescindible café. Y sentirse de p. madre. Y ah, la lluvia, bendita lluvia, bendito clac clac clac sobre el techo de la tienda, las variaciones Goldberg al final de la tarde en la sala de conciertos de un bosque anónimo ejecutadas para mí solito, un asiduo cliente de esta clase de espectáculos. Coño, ¿pero por qué nos quejamos cuando llueve? ¿Cómo era aquello de Machado, aquello de la lluvia tras los cristales, monotonía, una tarde de otoño por tierras de Soria? 



No es por nada pero es que cada vez que cambio de pantalla, algunas veces para contar las palabras que llevo a fin de no pasarme de rosca, me aparece en el salvapantallas un lindo desnudo de espaldas que tiene la virtud de inspirarme cosas amables y bonitas,
ya se lo comentaba hace un momento a África en un comentario del Facebook: es que los encantos de la naturaleza son tantos..., decía; de donde se deduce que entre un cambio y otro de aplicación las ideas y la inspiración pueden volar por espacios diferentes, con lo cual la lógica del discurso, porque alguna lógica y coherencia ha de tener para que esto no se convierta en un desbarajuste, me imponen buscar nexos entre una ideas y otras, algo que no parezca artificial, que encaje de algún modo. Así que aquí está mi problema. Vamos a ver algunos elementos (está lloviendo, ya se sabe, y no tengo ninguna prisa así que puedo entretenerme en esta especie de sudoku literario): Lluvia, Machado, su niña esposa, Leonor, de catorce años fallecida y llorada tanto, mi salvapantallas encanto de la naturaleza, los recuerdos, en fin, relacionados con la lluvia. 



Esta mañana, leyendo, mientras bajaba por los magníficos desplomes que siguen a la Forcella di Redòrta, había comenzado a leer Introducción a la antropología general, de Marvin Harris y entre un culazo y otro que daban conmigo en el suelo porque el verdín que cubría las rocas y el barro lo hacían inevitable, había llegado a admirarme de la notoria similud taxonómica, hábitos y costumbres que se daban entre el homo sapiens y los primates (ha dejado de llover un momento y he salido pitando al río a llenar la cantimplora. He debido volver más a prisa todavía para tomar la cámara fotográfica. El espectáculo tenia cierto parecido con algunas de las tomas de Aguirre o la cólera de Dios, de Werner Herzog, toda la comitiva española del siglo XVI descendiendo de los angostos pasos de los Andes envueltos en nieblas y fragores de agua camino del río que habría de llevarlos Dios sabe dónde. El Herzog testimonial de los Andes y los grandes ríos de la cuenca Amazónica estaban ahí para mi recreo. Herzog es uno de mis grandes amores fílmicos junto al terrible Bergman). Si homo sapiens y primates somos tan parecidos en tantos aspectos, ¿cómo no vamos a ser parecidos en detalles mínimos unos y otros, hombres y mujeres, perteneciendo a la misma especie, nuestras sensaciones frente a los fenómenos de la naturaleza y sus encantos, frente a la musicalidad del agua, frente al amor, frente al efecto remunerador de nuestros esfuerzos y nuestro arrojo? Se me hace difícil comprender que media humanidad, por lo menos, no tenga las mismas aficiones, o similares, que un servidor cuando tanto disfruta de la lluvia, de la salvaje soledad de las montañas y sus valles, de todos los otros encantos (jeje) de la madre naturaleza. 






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