En el útero de la Pachamama



Refugio de Andolla, 19 de agosto 

Sonó el despertador a las seis y media pero estaba tan oscuro que decidí seguir durmiendo, mi camino matinal no era un camino de rosas como para hacerlo en la penumbra. Probablemente, además, fuera, la niebla lo ocuparía todo. A las siete y media me volví a despertar y me costó un buen pedazo quitarme la pereza de encima. Pero, pese a que por la noche me había despertado la lluvia varias veces, resultó que no llovía, ergo, que por narices había que levantarse. No habría quedado bien hacer una excepción como las que en casa me dejan hasta el mediodía en la cama. Fuera pereza... así que asomé la cabeza por el hueco de la tienda y resultó que estaba ideal para caminar, esa niebla tranquila que lo envuelve todo en su silencio de sudario pero dentro de la cual, como si de un útero materno se tratara, una vez te has hecho a ello, uno puede encontrar una suerte de limbo en el que disponerse a pasar el resto del día como si de una acogedora habitación se tratara. Y es verdad, cuando estás dentro de la niebla más allá no hay nada, estás tú y los cascotes que estás pisando, las hierbas del camino, las sombras fantasmales de los abetos levantando las manos y brazos de sus ramas y haciendo ¡uuuuuuh! intentando meter miedo a los caminantes; pero nada más, te puedes imaginar que estás en tu casa haciendo pelotillas con un moco o cualquiera de esas cosas que no se consideran socialmente convenientes, nadie te ve, en ese momento eres más tú qué todas las cosas. La niebla es un biombo de muselina plateada que te aísla y que si tienes ganas y le echas imaginación puede transportarte tanto a los brazos de Sherezade para que te arrulle con sus infinitas historias de amor, como a un recóndito rincón del universo. A mí, por ejemplo, esta mañana la situación me sugirió la estancia en el acogedor útero de una especie de madre tierra, la Pachamama, por ejemplo. De tanto leer al antropólogo Marvin Harris estos días, esos millones de años en los que el hombre fue preparándose para ser el ser humano que es hoy, el lector caminante termina haciéndose una idea de la inmensidad del tiempo, de la inmensidad de años que la naturaleza, las mutaciones o lo que sea, necesitó para llegar a lo que somos hoy día y entonces, cerrando los ojos y sustrayéndose a la arrogancia que persigue al ser humano inventando religiones para poder vivir eternamente y a toda clase de creencias que pretenden hacer del hombre un ser excepcional, se ve en el útero de la Pachamama como se vería en una incubadora, sin tiempo, sin espacio, igualito que dentro de la niebla de este mañana. Y sucede que al caminante verse en tan humilde situación de origen y destino le produce en el corazoncito cierta giogia existencial esta mañana (giogia en italiano, pronunciado "yioyia" es la palabra más bonita que conozco de este idioma. Probad si no a pronunciar esto: la giogia da vivere. Pero me imagino que debe de haber otras muchas. Por ejemplo, se acerca Dionisio que atiende las mesas en el refugio Andolla donde paso la tarde y me pregunta: Vuoi macedonia?, que pronunciado machedonia con el particular y agradable acento de la región resulta muy grato. Todos los idiomas deben de tener oakabraay agradables de escuchar. A mi espalda un grupo de dos mujeres y un hombre hablan en francés, e igualmente me parece muy musical).

Hablaba de alegría existencial y de la niebla y de la Pachamama y de los millones de años que han sido necesarios para que hoy yo, un miembro de una de las especies que habita este planeta, pueda pensar, reflexionar, considerar mi pequeñez, escribir en un diminuto dispositivo, caminar entre la niebla y ser consciente de un manojo de sensaciones. 



Cuatro altos collados, muchas horas de camino y siempre ahí la niebla, bañándolo todo, cubriendo los valles o correteando por la cumbres. Ahora mismo el refugio sumido en la apretada nube que ha sido toda la jornada. 

En el segundo paso, el de Pontimia, me tomé un respiro. ¡Buaá!, la naturaleza como Dios la trajo al mundo, desnuda, plena, sembrada de lagos, prados y altas montañas en donde enreda sus cabellos la niebla. Y además la despreocupación por dónde pudiera estar, porque parece que había errado camino, pese a que el gps del Samsung marcaba mi llegada a un collado que se me antojaba absurdo; daba testimonio de ello una rallita azul que marcaba mi supuesto recorrido. De hacer caso a la pantallita,  junto a un lago llamado di Campo había hecho un giro de noventa grados y subido a un paso erróneo. Me lo tomé con humor, en cualquier caso allí también había señales que a algún lugar me llevaría. Tan optimista estaba que ni siquiera la niebla me intimidada. Terminé sacando mi navegador de reserva, un pequeño dispositivo Garmin que se conecta por bluetooth con mi teléfono. ¡Albricias!, menos mal, el gps del Samsung se había vuelto simplemente loco. Estaba donde suponía que tenía que estar, los datos del Garmin y mi mapa de papel coincidían. 
Había coronado ya dos collados, todavía me quedarían otros dos por delante. Antes de llegar al último paso, el de Andolla, que surgía como un reto al final de un larguísimo valle cuyas montañas parcialmente cubiertas de nieve parecían imponentes en la insinuación que de ellas hacía la niebla, se me ocurrió que acaso hablar de cierta erótica de la montaña sería pertinente. La disposición de los neveros, el gran río a sus pies, la asalvajada soledad del lugar y sobre todo unas espesas nubes que se arrastraban por sus aristas y que ocultaban las cumbres producían una gran sensación de montañas desproporcionada. Lo que la imaginación podía crear en este vestir y desvestirse de nieblas y nubes las montañas tenía una gracia no lejana a aquella otra que ocupa el mundo de lo erótico. 



El paso de Andolla no era pan comido, pero no se resistió, mis piernas estaban hoy a tono con lo que exigía la jornada. Una hermosa jornada de niebla. En el paso un letrero indicaba la dirección del refugio: treinta y cinco minutos, decía. 







 

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