Un hermoso y tostado desierto



Col de Guias, 12 de septiembre

Hoy aposté por dormir en las alturas, un collado desde el que se domina una espléndida vista sobre las montañas de Mercantour. Tenía otra posibilidad hace un rato y era otro collado con vista al reinado del Monviso, hoy de nuevo a mis espaldas solitario en medio de sus súbditos, mucho más bajos pero dorados igualmente con la luz de la tarde que se extendía suavemente sobre los pastos tostados prontos a recibir el otoño. Elegí seguir adelante hasta el siguiente collado porque su posición prometía que allí mañana los primeros rayos del sol llegarían nada más amanecer a desentumecer mi tienda y a mí mismo antes de comenzar mi jornada. 


Miro el mapa y me asombro de mi caminata de hoy, también de los mundos por los que transitado durante todo el día, el siglo XVIII y XIX, la dramática vida, a la vez que lo excepcional de su poesía, de Hölderlin, la vida cotidiana en mil novecientos cuarenta y dos en Italia sobre el fondo de la guerra, pero sobre todo los primeros meses de la vida de un criajo nacido tras forzar un soldado alemán a Ida, la atemorizada mujer judía de la que hablaba ayer. Elsa Morante ventila en unas cuantas pinceladas los hechos de la guerra del momento, invasión por Japón de China y países del Pacífico Sur, entrada en el conflicto de Estados Unidos, las exitosas investigaciones en este país sobre la fisión del átomo, la derrota de los alemanes en Stalingrado; y tras ese pequeño esbozo dedica páginas y páginas, deliciosas todas ellas, a ese criajo que, pese a todas las condiciones adversas parece dispuesto a vivir por encima de todas las cosas. El entreverado entre las dos historias paralelas, los hechos históricos del momento y el retrato de la vida cotidiana del recién nacido, tan lleno de ganas de vivir en ese mundo de muerte y horror, el desenfado, la alegría de ir descubriendo el mundo y las palabras, todo lo que bulle a su alrededor, todo ello es un canto a la inocencia, a la resistencia, al tesón que una vida recién alumbrada pone en juego para obviar la locura, la demencia de una humanidad empeñada en la autodestrucción al impulso del deseo de poder, del sometimiento de los otros. 

Hölderlin en un nivel muy diferente en donde el hombre siente la necesidad de trascenderse y sacar de sí el más noble y enigmático lirismo con que expresar el profundo mundo  de nuestra humanidad, dedicado por entero a esa labor con una intensidad que acaso fuera enfermiza por lo desmesurada, termina por llegar igualmente a su propia, también, autodestrucción. 

Enigmáticos desenlaces donde la vida ciegamente exaltada por pasiones irrefrenables, unas de destrucción y muerte, otra de expresión del numinoso mundo en donde nace la belleza, la música, la poesía, y que acaso vividos con una intensidad demencial puede llevar también a la enajenación, como fue el caso de Hölderlin. 


La altura se hace notar, después de desaparecer el sol la temperatura descendió considerablemente, las manos y los dedos empiezan a tener dificultades para teclear sobre la pantalla del teléfono.

En el único bar de Prazzo no tenían nada que pudiera alimentarme para subir el larguísimo valle que me llevaría al collado Gardetta. Me surtí en la tienda de al lado y en las afueras del pueblo me senté al sol de la mañana a dar cuenta de un desayuno variado y abundante. El itinerario alternativo que había elegido resultó acertado y entretenido. Como esperaba los kilómetros de asfalto, no muchos, que aparecían en el mapa tenían caminos alternativos por el bosque. Un par de pueblecitos que pasé, cuatro casas, eran una maravilla por lo cuidado de sus viviendas, una bella arquitectura rural de edificios en piedra, y por el gusto de su enorme cantidad de flores y pinturas murales en sus fachadas. 


A veces la cercanía del río, encabritado y ruidoso, no es compatible con mi lectura, así alterno la música del agua con la música de la palabra según viene al caso. La altura que voy cogiendo va descubriendo poco a poco las montañas de los alrededores cuando definitivamente abandono el bosque. Un ancho valle en el que hunden sus raíces montañas atractivas y piramidales y que en su parte más elevada mostrará, también aquí, algunos restos de aquella locura de la Segunda Guerra Mundial. Enormes bunkers fabricados en piedra y hormigón ocupan, como nido de águila, la cabecera del valle. 


Hoy mi larga carrerita para llegar al collado de Gardetta me ha dejado extenuado. Como premio me como el racimo de uvas que había reservado expresamente para allí. Me sorprende al otro lado un paisaje totalmente diferente al que dejo a mis espaldas. Amplísimos valles sin vegetación, como un desierto tintado por el amarillo tostado de la hierba en cuyo fondo se alza atrevida y señorial la cumbre de Roca la Meja. El refugio quedaba allí abajo sobre el llano apenas a veinte minutos de camino. 




Cuando volví a mirar el mapa en el refugio, descubrí una pista que me evitaba perder altura y desde donde, pasando un par de collados, podría descender a Sambuco, mi próximo destino. Empleé casi tres horas en rodear la parte alta de estos valles antes de llegar al collado Salsas Blancias y posteriormente al de Guias. Era un hermoso paisaje que me recordaba muy de cerca algunas zonas de los Andes, grandes montañas aisladas rodeadas por el alfombrado siempre presente de la hierba otoñal. En el trayecto me esperaba una grata sorpresa, a lo lejos, por encima del resto de las cumbres apareció en determinado momento la montaña más bella y alta de los alrededores; el Monviso, que había descubierto días atrás una mañana por encima de un mar de nubes, aparecía de nuevo para darme la despedida definitiva, esta tarde gentilmente descubierto aunque coronado con alguna nube liviana. En el preciso momento en que daba la espalda al Monviso, al lado opuesto surgía otro conocido mundo de montañas que ya atravesé con admiración y gozo hace una década pocos días después de comenzar mi primera travesía a los Alpes, unos días en que todavía dudaba yo de si la rótula de mi pierna izquierda me iba a permitir caminar más de dos semanas. Por entonces el traumatólogo me había dicho que no podría subir más montañas ni cargar con macuto. Así que con aquel estigma encima compré un vuelo de ida y vuelta a Niza con dos semanas de diferencia entre la ida y la vuelta con la idea de probar y volverme si el traumatólogo tenia razón. No la tuvo y no fue necesario utilizar el billete de vuelta. Ahora estoy frente a aquellas montañas que me sirvieron para confirmar que, pese a todos los traumatólogos del mundo todavía tenía yo música para rato con la montaña. Han transcurrido diez años desde aquello; ojalá el futuro me regale diez o veinte años más para seguir los caminos de esta seductora amada que es la montaña.




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