¿Este placer de alejarse?


Salinas de Santa Pola


Madrid - Alicante, 12 de marzo 

Yo, para todo viaje
–siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera–,
voy ligero de equipaje.

¿El placer de alejarse? Mas bien no, eso debía de ser en tiempos de Machado en donde alejarse era cosa rara que se interponía en la vida diaria con el exotismo de lo novedoso. Ahora no, ahora andamos de acá para allá tan a menudo, que el alejarse se ha convertido en parte esencial de la vida cotidiana hasta el punto de tener parecido peso en la vida quedarse. Todo lo que se repite con cierta asiduidad termina por caer en la gris rutina que amenaza con convertir la vida en un reiterado más de lo mismo. Círculo para salir del cual los humanos hacen verdaderos ejercicios de funambulismo. Todo el mundo quiere una vida divertida e interesante y a ello nos aplicamos, pero nadie escapa con el tiempo a la erosión que las repeticiones crean en nuestro ánimo. Yo quisiera ver las montañas que visito con el mismo pálpito de emoción que cuando las visitaba la primera vez, asistir con la misma expectación a la salida de la luna llena en los jardines del Taj Majal... deseos imposibles porque las cosas siendo lo que son son bien poca cosa si no añadimos el estado de ánimo del que mira, la disposición de quien se arroba frente a un crepúsculo marino, la novedad de una espléndida tormenta entre altas cumbres. No es que uno pase de todo, pero, ay, ¿dónde quedó la ilusión frente a la venida de los Reyes Magos, el descubrimiento de un primer amor? 

El placer de alejarse, algo queda, es cierto, pero cada vez cuesta más esfuerzo encontrar la sombra de lo que fue.

Así como a Picasso le llevó toda la vida volver a la ingenuidad plástica con que pintaba de niño, a nosotros parece como si nos fuera a llevar este último cuarto de vida desprendernos de nuestras experiencias para llegar de nuevo a ser los niños que una vez fuimos. Mi tren atraviesa La Mancha. Imposible imaginarse al enjuto don Quijote con la bacía de barbero a modo de casco sobre la cabeza cabalgando a galope para arremeter contra los gigantes de grandes aspas al viento. Volver al pasado, desprender el rastro que dejaron las emociones para reinventar la vida es cada vez más difícil. Es necesario cerrar lo ojos y armarse de un valor extraordinario para volver a retomar el pulso poético que corre como aguas subterráneas en el interior de nosotros, esperando, eso sí, que esas mismas aguas rieguen accidentalmente al niño que todos llevamos dentro, al poeta escondido bajo los siete mantos de la edad y la experiencia, para que de nuevo podamos contemplar cierto paisaje, cierto amanecer con los ojos de quien se ha echado a la vida hace un rato. Desaprender para volver a contemplar las cosas de la vida como un nuevo recién nacido. El poeta del faro es el nombre del blog de un antiguo compañero de estudios; el otro día nos reencontramos en el ágora de Internet y me gustó saber de sus derroteros poéticos; se lo dije, no abandones los versos, no hay mejor camino para recuperar la inocencia y la claridad de la mirada. Eso mismo me digo a mí de continuo; cualquier herramienta es buena para retener y recuperar la inocencia, el sabor de la magdalena, la emoción perdida en la reiteración de los hechos.

En eso estoy esta tarde del mes de marzo camino del mar de Alicante. Una credencial de peregrino en el bolsillo, ocho kilos de impedimenta y la decisión asumida de recuperar un poco de mi inocencia perdida.

El paisaje transcurre monótono y plano bajo la luz cenital de la hora de la siesta, en el vagón reina un discreto silencio, monotonía, campos de labranzas, olivares, ninguna amapola; todavía la primavera adormece en el ocre de la tierra y los caminos rurales. Estamos en Alcázar de San Juan: cambio de tren.



Provincia de Alicante

¿El placer de alejarse, un punto incierto entre el pasado y el futuro? Eso parece. 

El viaje ya parece olerme a campo, a espliego, a romero,  a mar, a limoneros.  Empiezo a presentir la severa adultez de lo olivares, el perfume de los narcisos; el camino y la noche a la intemperie tiran de mí. Una de las razones de haber elegido esta ruta ha sido el poder asegurarme alojamiento aliviándome así del peso de la tienda. Sin embargo huele ya a primavera cercana y a mi alma de vagabundo le tiran las noches bajo las estrellas; dormir entre mis hermanos los zorros y los conejos, bajo las ramas de los olivos, al amparo de alguna encina, empieza a hacerme toda la gracia del mundo. Ah, este peregrino atípico, lo mismo me veo obligado a dar el plantón a Paco Serrá, el dueño del albergue de Novelda, que me espera mañana a la tarde en su casa de peregrinos. Veremos, además, desde Alicante a Novelda son treinta y cuatro kilómetros, muchos kilómetros para un cuerpo recién salido de la hibernación. 


Provincia de Alicante

1 comentario:

José Luis Moreno Moranchel dijo...

Tómatelo con calma amigo Alberto, 34 km. Son muchos después de tu inactividad invernal. Tienes todo mi animo, te seguiré diariamente a la espera de tus reflexiones y fotografías.
Un abrazo