La rebelión de Atlas



Casas Ibáñez - Villarta, 29 de marzo de 2015

Amanecía, el campo enrojeció, las vides se vistieron de ámbar y en determinado momento, recordando yo qué sé cierta fiesta matinal a las orillas del Cantábrico, en mi cerebro se produjeron algunas sinapsis que me llevaron durante una hora en volandas por los recién amanecido campos de La Mancha. ¡Ua!, todo un terremoto que me obligó a parar en el lecho de un pinar porque ya no era capaz ni de ver el camino. Imperativos de la madre naturaleza que alegra con sus premuras el corazón de los humanos y lo dispone para afrontar de buen ánimo el día que comienza. Benditos sean los hados que nutren nuestro cerebro y nuestras neuronas con el fuego primordial de un yo avocado al tú en una especie de consumación donde todas y cada una de nuestras células encuentran su momento de plenitud. Amén.




Por lo demás campos y campos de almendros a los que la lluvia y el viento de días atrás habían robado la nieve de sus ramas, los pétalos de sus flores habían volado lejos arrastrados quién sabe dónde, porque los pies de sus troncos estaban vacíos; no eran aquellos almendros de mi casa que durante semanas dejan a sus pies un manto de flores como moza sin rubor que deslizara su claro camisón sobre la tierra oscura. Y junto a los almendros las vides de tronco oscuro podadas hasta convertir su cuerpo entero en un insólito muñón que milagrosamente vestirá de brotes verdes el campo en unas pocas semanas. De momento hileras e hileras de silenciosos troncos que el caminante fotografía de tanto en tanto tratando de obtener una toma que no sea solo una fotografía, algo que llame la atención del espectador, que sugiera una metáfora, que lleve a algún tipo de emoción; qué se yo, una fotografía puede ser una obra de arte, sólo que raramente lo es, se necesita la concurrencia de factores distintos que no siempre están a mano. Los resultados de una buena toma dependen mucho de la suerte, de la hora del día, de cómo se organizan los elementos frente al objetivo de tu máquina.



Y tras la larga hora de oscuridad en la que discurre mi camino, hoy más larga por el cambio de hora, en la que vuelvo al contacto con las estrellas, sobre mí algo más allá del cenit la Osa Mayor, a mi derecha Casiopea, y un buen rato después de la salida del sol y finalizado el terremoto al que me refería más arriba, me sumerjo en la lectura de La rebelión de Atlas. Y los kilómetros van pasando parsimoniosos mientras yo ando en otro mundo en alguna parte de Los Ángeles o Colorado donde alguien se empeña en poner sobre la mesa el sentido de lo que hacemos y en donde una sinfonía de Richard Halley, como sucediera con la sonata para piano nº 32, Opus 11 de Beethoven en Doctor Faustus. ocupa, como si de un estribillo se tratara, el trasfondo vivencial de la ajetreada vida empresarial de la protagonista. 

El libro se perfila como una oda a los grandes empresarios de mitad del siglo pasado. "Si viese usted a Atlas, el gigante que sostiene al mundo sobre sus hombros, si usted viese que él estuviese de pie, con la sangre latiendo en su pecho, con sus rodillas doblándose, con sus brazos temblando, pero todavía intentando 
mantener al mundo en lo alto con sus últimas fuerzas, y cuanto mayor sea su esfuerzo, mayor es el peso que el mundo carga sobre sus hombros, ¿qué le diría usted que hiciese? [...] Que se rebele". Una historia de gentes que acaso hoy menospreciamos porque identificamos con personajes que dedican su vida exclusivamente a hacer dinero, pero donde también existe probablemente la fuerza de la creatividad y el empeño por hacer el mundo más habitable, aunque lamentablemente el goce se centre casi exclusivamente en el empeño por hacer dinero. ¿Cual es la clase más depravada de los hombres?, pregunta en un momento uno de los personajes. La que no tiene propósitos, contesta su interlocutor. Y añade: "La única medida del valor humano es lo bien que hagas tu trabajo".

Sospecho que esta euforia empresarial, entonces dirigida contra los políticos y todos aquellos que se opusieran al desmedido deseo de obtener beneficios, la novela está ambientada en la década de los cuarenta y cincuenta de los Estados Unidos, constituirá más adelante las bases de este catastrófico sistema económico que llamamos neoliberalismo.
No en vano la autora cambió a última hora, a instancias de su marido, el título de su libro dejándolo en La rebelión de Atlas, identificando así a los empresarios con la figura del titán de la mitología griega que carga a sus espaldas los destinos del mundo, tal como fue representado por el escultor Lee Lawrie en la estatua que simboliza al Rockefeller Center.



Mi cuerpo funciona hoy con una regularidad que me llama la atención. Las horas de camino acumuladas parece que van templando los músculos de mis piernas. Me da gusto comprobar que después de veinticinco kilómetros me encuentro discretamente bien, que mi cuerpo se va haciendo a la rutina del camino. A mitad del trayecto, en Villamalea, desayuné y leí la prensa, fue la única parada esta mañana, no hubo necesidad de más. 



Mientras como en el local de Mónica Córdoba, la gentil propietaria y próxima peregrina con destino a Santiago, inevitablemente tengo que ver por enésima vez todo lo relacionado con el accidente aéreo. Me causa vergüenza ajena ver cómo la televisión abunda una y otra vez y día tras día con una buena dosis de morbo en los mínimos detalles del accidente y sus consecuencias. Los montajes intentando reproducir con muñecos de animación lo que sucedia en el avión no parecen destinados a otra cosa que no sea alimentar más y más una curiosidad que debería haberse detenido ya para dejar espacio al dolor y al respeto de los fallecidos. Que los medios utilicen a estos últimos para fines propios de una manera tan reiterada me parece totalmente vergonzoso. 

Fin de jornada en Los Tubos, el local de Mónica Córdoba, el parada y fonda de mi etapa de hoy.



No, mejor no termino todavía. Cuando bajé a cenar me volví a encontrar con Mónica y de ello quiero dejar constancia en mi crónica, incluida la foto que nos hizo Andrés, un anciano de risueña mirada que se prestó a fotografiarnos con sus manos temblorosas a las puertas de su local. Resultó que al entusiasmo de Mónica por las cosas del Camino de Santiago se agregó el que fuera monitora de spinng, o ciclo indoor, como también se llama, una actividad que me resultaba totalmente ajena y que de solo oírla a ella explicar en que consistía ya a uno le entraban ganas de apuntarse a una de sus sesiones. Bici estática a ritmo de música, un mogollón de gente subiendo montañas o bajando por desfiladeros a ritmo de rap puede ser algo muy determinante para estimular el flujo de las endorfinas. No fui capaz de digerir más que una parte ínfima de mi cena. El resto quedaría para desayunar a mitad de mañana en mi camino. 


Dejo aquí constancia de la entrañable hospitalidad de Mónica. Gracias. 







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