Conversando frente a la residencia de ancianos




Villarta - Campillo de Altobuey, 30 de marzo

Hoy salí todavía más temprano que de costumbre, mis pasos en la oscuridad me parecieron más profundos, ese ruido cadencioso de mis botas sobre la tierra intuí que guardaba cierta similitud con los latidos del corazón. Mis botas se abrían paso en una oscuridad casi absoluta sólo matizada por la luz de las estrellas y algún lejano reflejo en el aire del alumbrado de un pueblo. Es magnífico este silencio y esta oscuridad que vivo cada mañana de camino. Se trata del momento más íntimo del día, los instantes en que todos mis sentidos rastrean el entorno bañándose con la pura limpidez de una naturaleza que se comunica conmigo, y yo con ella, a través de la simplicidad de su silencio y su oscuridad. 

Paisaje como días atrás de almendros y viñedos. Pequeñas lomas por las que zigzagueaba mi sendero un kilómetro tras otro como indiferente, siempre en dirección noroeste. Ninguna sorpresa, una autovía que atravesar, la línea del AVE, un pueblo por medio en donde no encontré la oportunidad de un bar para desayunar. Tuve que hacerlo abrigado del viento entre unas encinas. 




Fueron treinta y seis kilómetros. Desde el restaurante en que había parado a comer en Campillo llamé al ayuntamiento y quedé para dos horas más tarde con la encargada del polideportivo, mi alojamiento de hoy. 

Junto al polideportivo, mientras esperaba la llegada de María, la encargada que me proporcionaría un espacio para pasar la noche en este pueblo sin posada ni hotel, pegué la hebra con Fermín y Manolo que tomaban el sol de los últimos años de sus vidas; eso parecía decir la actitud de ambos, Fermín apoyado su mentón sobre los nudillos de sus manos sentado en una silla de ruedas y Manuel dando cuenta de sus males. Los dos tenían más de ochenta años. Manuel había sufrido un desmayo mientras se encontraba en lo alto de una escalera y le faltó el canto de un duro para matarse. Posteriormente se repitieron dos veces más los desmayos. En el hospital le habían metido en una especie de tunel, decía, y el médico le había dicho que en la parte derecha de su cerebro había algo que no marchaba. Me lo contaba y se encogía de hombros con la resignación de quien asume que en cualquier momento se puede ir de este mundo sin más. Mi cabeza ya no funciona bien. A Fermín no parecía irle mucho ese tipo de conversación y prefirió remitirse al tópico de lo mal que está todo y a que aquí ya no hay trabajo, que muchos arrancaron las cepas de sus viñedos porque recibían una buena subvención. Charlábamos a la puerta de la residencia de ancianos. 

He pensado muchas veces en estos viejos de pueblo sentados en la plaza del ayuntamiento al sol del invierno, generaciones de ancianos que dejaron transcurrir sus vidas como éstos, arando, vendimiando o segando aquí o lejos de su tierra, ellos contaban de cuando los tiempos de después de la guerra que marchaban andando a Cuenca a setenta kilómetros para segar unas tierras y volverse una semana después por el mismo camino. A estos ancianos me los encontré por todos los lados desde mis primeros viajes por la Península. En las misérrimas Hurdes de los años setenta eran una de esas estampas que Victoria y yo rescatamos para un primer reportaje fotográfico, que además de corroborar la desazón del conocido. documental de Buñuel, Las Hurdes, tierra sin pan, empezó a ilustrarme sobre una realidad que hasta entonces no había encontrado ni en los libros ni en mi corta experiencia de vida. Ese mundo de la pura contemplación, de tomar el sol, de repetir hasta la saciedad la historia de los mismos asuntos, la mili, las siembras, los pequeños chismes del pueblo agotaron muy pronto mi curiosidad por la gente mayor del medio rural. Salvo muy raras excepciones los pueblos pequeños y sus habitantes fueron para mí durante décadas sólo motivo para mi cámara fotográfica. Me sucede todavía hoy, la monotonía y sabida vida de la gente mayor de estos pueblos hacen que preste una liviana atención. No es un criterio que hable bien de un viajero, pero es la realidad. A mí me gustaría encontrarme gente interesante que provocara mi inteligencia, que me sorprendiera, que convirtiera la conversación en una gimnasia mental o que simplemente me proporcionara el placer de escuchar alguna historia interesante, que transmitiera algún tipo de entusiasmo o pasión. Es así, no basta con viajar o atravesar el mundo a pie, es necesario que el viaje tenga alicientes nuevos, que la sutileza del paisaje y los encuentros te satisfaga, que no te encuentres a la vuelta de la esquina las mismas cosas. Sucede cuando viajando no hay manera de evitar los lugares comunes en la conversación con otros viajeros del dónde vas, dónde vienes o el precio de esto o lo otro. 

Hablo de la monotonía y el aburrimiento y del poco esfuerzo que a veces se hace para salir de ese erial. Siempre imagino una conversación como un esfuerzo constante por parte de los que hablan de abrir nuevos caminos y tratar de acercarse al divertimento que proporcionan las palabras, el hilo de ironía o pasión que puede planear entre ellas, los argumentos, la curiosidad. Me da pena que algo con tantas posibilidades de placer como puede encerrarse en una conversación quede tan a menudo reducido a un simple intercambio de palabras con que matar el tiempo. Nadie se va de viaje a un lugar del cual no cabe esperar algún especial aliciente. 



El polideportivo estaba frío y poco apetecible mientras que fuera el sol calentaba a todo aquel que quisiera exponerse a sus rayos. Nada más gratuito y agradable que sestear un día de viento a la semisombra de unas arizónicas. Con un par de aislantes que me había prestado María me hice la cama y no tardé más de dos minutos en quedarme dormido. Esta facilidad para caer dormido en cualquier parte, sombra de olivo, encina, pino, a la vera del camino es una de las cosas más majas que conozco. 

Desde mi posición de tendido supino sobre los bancos de madera del vestuario del polideportivo oigo desde hace rato los tambores que marcarán los pasos del jueves o viernes santo. Salgo con la cámara a ver si pillo algo. No, están simplemente ensayando, la música viene de algún local cercano. Este pueblo no tiene pensión ni hotel, pero no le falta su Semana Santa. 







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