Cuando el placer de la lectura te hace olvidar el camino



Campillo de Altobuey - Monteagudo de Salinas, 31 de marzo de 2015

Hoy no se puede decir exactamente que caminara una buena parte de la mañana. Hoy era otra cosa. Hoy igual podía haber ido en tren o en coche, el resultado habría sido el mismo. Mi actividad principal no era de ningún modo caminar, me había introducido hasta tal punto en la lectura de La rebelión de Atlas que apenas era consciente de mi caminar o de lo que sucedía a mi alrededor; si alguien me hubiera preguntado por el paisaje que había atravesado durante las cuatro últimas horas sólo le podría haber contestado muy vagamente. Desde luego el libro me tenía atrapado pero también había sucedido anteriormente aunque por distinta razón, un par de horas que empleé en los primeros capítulos de Mínima moralia, una de las obras de Adorno que había demorado muchas veces porque su lectura difícil era un reto que debía emprender con una disposición de atención no muy frecuente en mí. En el caso de Mínima moralia concentré tanto mi atención en la lectura que quedó poca parte de mí para seguir el camino, una tarea que delegué completamente en el teléfono donde una voz femenina me avisaría amablemente con un "fuera de ruta" en el momento en que me alejara cien metros de mi ruta establecida. 



Más tarde, después de haber pasado Paracuellos y haber desayunado junto a una fuente, la cosa fue diferente, cambié la filosofía por mi novela y no fue ya necesario hacer un ejercicio de atención, la novela se la bebió toda ella solita; resultó que estaba recuperando esa actitud de lectura que con tanto cariño recuerdo de días de la infancia o del tiempo de adulto en que la tarde o la noche pasaba de un soplo sumido en las páginas de un libro, momentos en que Dostoievsky, Tolstoy, Victor Hugo, Stendhal, o más tempranamente Emilio Salgari o Julio Verne, constituían una parte de mi realidad más plausible que aquella del día que estaba viviendo, esas circunstancias en que la densidad de la lectura sobrepasa con creces a aquella otra de la vida real. 

Un verdadero regalo para mi condición de lector caminante que después de treinta kilómetros todavía era capaz de degustar la prosa de Ayn Rand con placer. No sólo eso, hubo un momento, atravesaba un tupido bosque de pinos y mi sendero zigzagueaba entre matas de jara, en que el placer de la lectura me obligó a detenerme. El empresario del acero y la empresaria del ferrocarril discutían asuntos técnicos y mientras ella leía los detalles del proyecto de un puente de acero el otro, casado con una aburrida mujer de la alta burguesía, mantenía una conversación interior intensa con aquella mujer del ferrocarril enfrascada en la lectura de un informe técnico. Cuando ella termina la lectura del informe y el ingeniero del acero debe responder algunas cuestiones, en este instante se invierten los papeles y mientras aquel habla ella no hace otra cosa que comunicarse silenciosamente con él, reconociéndole como la única persona en el mundo con la que podría convivir. La estratagema se mantiene durante un rato mezclando los asuntos empresariales en alta voz con el diálogo silencioso que los interlocutores mantenían. Leer esta parte de la novela era un placer tan inesperado como intenso. La construcción de un inmenso puente de acero injertado en la savia que corre por los aledaños de una pasión recién descubierta componían un cuadro digno de la mejor literatura que se haya escrito en muchos siglos. 



Cuando después de las dos y media, había empezado a caminar a las seis de la mañana, apareció el pueblo tras unos pinos, enseguida me dio mala espina. Tengo la mala costumbre de no leerme nunca el itinerario ni de indagar por el sitio en el que termina mi jornada y hoy parecía que esta negligencia me iba a pasar factura. De hecho el único pueblo por el que había pasado por la mañana era más grande a éste, Paracuellos se llamaba, y en él no encontré un alma en sus calles, tampoco nada que se pareciera a un bar o a una tienda. Cerca de mi destino me vi obligado a desengancharme de la novela que me tenía atrapado con los trabajos últimos de una nueva línea férrea en Colorado. El pueblo tenía un aspecto desértico, pero cuando me dirigía a la parte superior me vino cierto olorcillo a carne asada que hizo que cambiara de dirección. Al fondo se veía el anuncio de una cerveza. Suspiré. Ya me veía comiendo un chuletón de Ávila con una buena jarra de vino. Di la vuelta a la calle. La puerta del bar estaba cerrada a cal y canto. El olor a barbacoa había sido una ilusión olfativa provocada por mi apetito. En las calles ni un alma. Pasada una puerta descolorida sobre cuyo dintel decía "Consultorio médico" había un coche aparcado muy próximo a una vivienda. Golpeé inútilmente la puerta. No hubo respuesta. Una estrecha calle subía hacia la parte alta del pueblo. Todo parecía muerto. Ya pensaba que iba a tener que tirar con mi comida de emergencia hasta mañana; unos frutos secos, algunas barritas y un poco de chocolate. Saqué el teléfono y consulté lo que decían mis notas. El ayuntamiento ofrecía su centro social, un trozo de suelo a cubierto en donde pasar la noche. Estaba a punto de llegar a lo alto de la cuesta cuando en un callejón a la derecha descubrí otro anuncio de cerveza. Oí voces, ahora si que suspiré aliviado y con razón. Tras una cortina de canutillo una joven y un hombre de media edad charlaban fumando un cigarrillo. Jo, creí que no había nadie en este pueblo, saludé. Ella sonrió afable y me indicó una puerta lateral que me llevaba al bar. Una pareja mayor comía bajo la pantalla de plasma. Respondieron vagamente a mi saludo. Sí, tenían comida. Pregunté por un alojamiento. El alcalde se pasaría por el bar a tomar café dentro de un rato. Buá. Ahora si a podía dar un soplido aliviado. 

Ciento sesenta habitantes censados, de hecho menos de cien en esta época, me contesto el alcalde cuando le pregunté por la población del lugar. El centro social resultó ser un lugar acogedor aunque frío. Tenía un amplio balcón donde daba de lleno el sol. Arrastré un cartón de embalaje hasta él y me preparé una cama. Todo un símbolo el peregrino durmiendo sobre el emblemático lecho de los vagabundos y de los indigentes de las ciudades. Jo, que gustirrinín. Tumbarse a dormir a pierna suelta después de hacer treinta y cinco kilómetros y haber satisfecho el apetito tras la intriga del ayuno por medio era un regalo casi desproporcionado para el caminante. Para la noche dispondría de un colchon casi a estrenar. Menos da una piedra. 

Mañana estoy en Cuenca. Esto va que vuela. 



Había terminado mi crónica aquí y me había marchado a cenar al bar, pero el último sol de la tarde vestía de ámbar la torre de la iglesia, las fachadas, los restos de un castillo en lo alto del pueblo y terminé dándome una vuelta por aquí y allá. Pueblo pobre de iglesia grande y ayuntamiento vistoso que me sorprendería por el empeño de llenar de flores algunas de sus calles sobre rústicos bidones de deshecho. Algunas señoras mayores responden amablemente a mis buenas tardes, ahora sí, mirándome como a un parecido. Subo hacia el promontorio del castillo del que apenas quedan unos pocos restos, fotografío a un gato sobre una hilera de tiestos, termino metiéndome en la iglesia. Dos señoras estaban cerrándola pero la abren para mí. Un peregrino camino de Santiago debe de ser todo un personaje religiosos para ellas. Me intereso por la iglesia, por su semana santa, por algunas esculturas. Las siento como dos almas cándidas, siento respeto por estas dos mujeres, el respeto de un ateo por las almas sencillas que emplearon su vida en el culto de una religión que aunque a mí me parece una estafa ha servido para que muchas almas nobles y sencillas hayan vivido una realización personal que no pudieron o quisieron encontrar en otro lugar. Hay verdadero calor humano en la despedida después de esta conversación a la vera de un cristo vestido de morado que carga su cruz camino del monte Calvario. 






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