Un momento de perplejidad



Monteagudo de Salinas - Fuentes, 1 de abril

Había caminado cuatro horas desde un poco antes del alba y escogí un prado en el declive junto al camino para desayunar. Esperaba hacerlo, según suponía, en Fuentes, a unos doce kilómetros de donde partí, pero el sendero se me alargó tanto que tuve que improvisar mi tentempié. Resultó que desde Monteagudo a Cuenca había veinticuatro kilómetros y cuando consulté el teléfono algo más tarde de las ocho de la mañana, cuando esperaba que me faltaran una docena de kilómetros, resultó que mi aplicación marcaba casi treinta. Lo primero que pensé es que en la oscuridad de la madrugada había tomado una dirección opuesta. Manipulé aquí y allá sin dar con el misterio que tenía delante. El asunto resultó simple. Acostumbro a nombrar los tracks que uso con el nombre del lugar de llegada seguido de un número que indica el número de kilómetros del recorrido. En este caso se llamaba Cuenca24, es decir veinticuatro kilómetros a mi destino. Pero, amigo, en está ocasión ¡había bailado los números! El tracks debería haberse llamado Cuenca42. Tener en expectativa que vas a hacer veinticuatro kilómetros en la jornada y encontrarte a mitad de camino que son cuarenta y dos es un jodido descubrimiento. Pero ahí no iban a terminar hoy las contrariedades.

Tumbado sobre la hierba di cuenta de mi desayuno sacado de mi bolsa de seguridad, la que guardo siempre de reserva para casos imprevistos, una buena dosis energética compuesta por frutos secos, pasas y dátiles más alguna barrita. También terminé con restos que siempre quedan por ahí, un mendrugo de pan, dos rosquillas pulverizadas y dos magdalenas también convertidas en migas acompañadas con un poco chocolate. En fin lo suficiente para llegar sobre las dos al pueblo en donde pensaba desayunar.

Cuando terminé recogí, cargué el macuto y eché a andar mientras me enchufaba los auriculares para continuar la novela que venía leyendo. Y transcurrió, qué se yo, media hora acaso, cuando levanté la cabeza y descubrí que mi sombra caminaba sorprendentemente delante de mí. Se comprenderá enseguida que yendo yo camino de Burgos, en torno a las once de la mañana aquello era totalmente anómalo. Quien camina hacia el norte a esta hora lleva siempre la sombra tras de sí con el sol dándole en los ojos. Joder, el día se había levantado totalmente enigmático. Ya tenía yo delante de mí el enigma de la pirámide para resolver. Miré el teléfono, en aquel tramo el camino era totalmente recto, no había ninguna curva prolongada engañosa. Estaba totalmente perplejo, allí parado en mitad del camino sin comprender absoluta nada de lo que me estaba pasando. Cuando caminas, en tu cabeza se dibuja un mapa que se corresponde exactamente con el que está en la pantalla del teléfono y en mi cabeza estaba que Cuenca debía de aparecer dentro de un rato tras unas lomas lejanas que veía delante. Cuando uno tiene esa verdad en la cabeza no es posible comulgar con otra. No puedes meter en tu cabeza de repente aquellas lomas que ves delante de ti como si fueran las que atravesaste aquella misma madrugada, así es que lo único que te queda por pensar es que un gnomo está jugando con la masa gris de tu cerebro, que acaso algún fenómeno extraño está sucediendo dentro de tu cráneo. Ya que mi cerebro no encontraba la solución traté de hallarla en mi teléfono. Pero mi teléfono era terco como una mula, se limitaba a decirme lo mismo que me decía con su evidencia el astro rey allá en lo alto, que el camino que llevaba, de seguir en la misma dirección, terminaría por dejarme en el estrecho Gibraltar en lugar de en las costas del Cantábrico. Pero no y no, Cuenca seguía delante de mí sin ninguna duda, así que tras pensar que andando resolvería el enigma continué mi camino en la dirección que llevaba. Y caminando así no había recorrido más de doscientos meteos cuando, date, me di de narices con la ocasional flecha amarilla que indica el camino hacia Santiago, sólo que la flecha estaba en el revés de un poste, es decir señalaba en la dirección opuesta a la que caminaba. No, aún así no logre salir de mi perplejidad, asumí que no podía ir contra el sol, contra las indicaciones de mi gps y ahora contra la flecha amarilla que señala el camino hacia Santiago, eran demasiadas evidencias para un pobre diablo como yo que seguía teniendo en la cabeza que Cuenca estaba camino de Alicante. Bua, sí, terminé dando la vuelta y diciéndome que acaso en alguna parada con el despiste de la novela que iba leyendo había invertido mi marcha. Como se ve puedo llegar a ser un sujeto peligroso si alguno tiene en la cabeza confiar en mí para hacer un camino juntos. Muchas veces tan abstraído voy que sería incapaz de reconocer un camino por el que he pasado un centenar de veces. Al poco rato descubrí a mi izquierda a lo lejos una carretera a la que hora y media antes aspiraba a acercarme mientras subía por esta misma cuesta que ahora descendía; ¡por fin reconocía un lugar por donde ya había pasado antes en el mismo sentido! ¡La leche! Dos kilómetros más allá se desveló el enigma, el camino llegaba a un cruce y daba una vuelta de casi ciento ochenta grados a la derecha para enderezar posteriormente al norte de nuevo. Por alguna razón desconocida que no llego a comprender yo hice esa operación en sentido contrario tomando un sendero que después se unía al que traía momentos atrás. La lectura parecía tener la culpa de todo.


Mientras escribo estas líneas escucho monótono un coro de mujeres que entonan el "Perdona a tu pueblo Señor, no estés eternamente enojado, perdónale Señor". Hoy pernocto en una ermita del pueblo de Fuentes, una pequeña habitación en una esquina de la ermita. También comí por cuenta de una fundación que se ocupa de los peregrinos. Una señora legó tras su muerte algunos edificios de su propiedad y tierras para uso comunitario y dejó establecido que a todo peregrino que pasara por el lugar debería dársele alojamiento y comida. Así que hoy soy el beneficiario de una dadivosa dama fallecida hace un puñado de años. Fue el mismo alcalde el que me condujo hasta la ermita.



Pasaba por las calles del pueblo pensando en buscar el ayuntamiento cuando Chaparro, un hombre alto de mirada vacilante acaso por un pequeño exceso de alcohol para la hora que era, se me cruzó en el camino y me llevó casi de la mano hasta la puerta del alcalde. Por la tarde, cuando salí a darme una vuelta, me lo encontraría de nuevo, o acaso estuvo al acecho para encontrarse conmigo. Chaparro ha sido seminarista, está en paro y tiene unas enormes ganas de charlar. Resultó que había vivido de pequeño en el barrio Extremadura, el mismo en que yo pasé mi infancia, lo que dio pie a que un pedazo de su vida saliera a colación incluida su etapa de seminarista, una condición a la que fue a parar a instancias de un tío cura. A los doce años quedó aislado en un seminario cercano a una pequeña aldea conquense. Me cuenta el martirio que supuso para él dejar a sus padres para vivir en aquel exilio. No resistió más allá de tres años, sin embargo elogia la educación que le dieron allí. Chaparro quiere retenerme, tomarse una cerveza conmigo, seguir charlando. Tiene casa, pero está solo, y en paro y tiene una terrible necesidad de que le escuchen y le den un poco de calor humano. Me da un poco vergüenza pero el peregrino, un servidor, tiene algo de miedo ante esa excesiva intimidad que se abre frente a su interlocutor. Insisto en que tengo que acostarme temprano y poco a poco mientras él comienza a arrojar su aislamiento y falta de sentido de la vida sobre mí yo continúo despidiéndome y diciéndole indecentemente, venga, Chaparro, me tengo que ir, que te vaya bonito. Le veo consumir los dos últimos centímetros de la colilla de su cigarro con la fruición de quien respira hondo para hacer llegar el oxígeno a sus pulmones. Adiós, Chaparro, hasta otra.



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