Mi encuentro con Pepe, el sosias de Jacinto del Navi



Sax-Caudete, 15 de marzo 

Acabo hoy mi jornada en lo alto del pueblo de Caudete, un rústico y acogedor albergue que los amigos del Camino del lugar, casi doscientos, muchísimos para un lugar tan pequeño, han acondicionado por cuenta propia. Cada vez me admiran más estos hombres y mujeres que ponen todo su empeño en hacer agradable y cómodo el paso de los peregrinos por el municipio. Admirable tarea la que guía a esta gente en una sociedad en la que tanto se echa de menos la gratuidad de nuestro actos. Quienes hoy me recibieron en el alto del pueblo eran Joaquín y Joaquín, dos animosos jóvenes amantes de su tierra y su entorno. Gracias desde aquí a los dos por su calurosa acogida. 



Sí, el cuerpo me pesa, a veces casi lo arrastro por los caminos. Sé que esto iba a suceder, sé que me quedan todavía cuatro o cinco días de sufrimiento hasta que mis huesos y mi músculos se pongan a tono con el ejercicio a que les someto, así que no me queda otra cosa que echarle paciencia y aguantar. Pereceé durante todo el invierno y parte del otoño y ahora lo pago. El camino no es camino de rosas, tiene sus exigencias y si no cumples con ellas como está mandado, entrenando o haciendo ejercicio con regularidad, o lo pagas con una dosis más o menos alta de sufrimiento o eso, te quedas en casa. En el camino no se regala nada. 

De todos modos la cosa tiene sus altibajos. A las diez y media de la mañana caí roto a la vera del camino como si ya fuera incapaz de caminar más a hora tan temprana; me tomé mi desayuno al sol y algo me repuse, pero entrando en Villena ya estaba otra vez que me caía. Entré en una cafetería y a la salida todo mejoró notablemente. Los quince kilómetros que me quedaban hasta Caudete transcurrieron discretamente bien, puede leer/oír con cierto sosiego algunos capítulos de la novela que había comenzado el día anterior, Pubis angelical, de Manuel Puig, un recorrido por la vida de una mujer que vive el apremio de su propia belleza, un puzzle en el que todavía estoy intentando recomponer las piezas para hacerme una idea de la historia que se narra. Mientras tanto el campo se ha cubierto de tejido térmico, grandes superficies de material sintético como extensiones de nieve con pequeñas perforaciones por donde empiezan a descollar plántulas de lechugas. Las superficies blancas, a contraluz del sol de mediodía, dan al paisaje el aspecto de grandes lagos bañados por la luz cenital de un mes de agosto. Pero a esta hora ya ni los lagos de nieve ni el puzzle de mi novela eran capaces de distraer mi cansancio. Terminé por abandonar mi lectura para quedarme a solas con mi cansancio y el esfuerzo que tenía que hacer para superarlo. Las casas de Caudete no quedaban ya lejos. 






El último tramo lo pasé recordando la fría mañana con que había comenzado el día. Antes de salir de casa me había cortado el pelo al tres y el frío me dejaba helado el cráneo. Sí, me había venido al sur demasiado ligero de equipaje. La única manera de quitarse el frio de encima era meter las manos en los bolsillos y caminar lo más vivo posible. Me crucé con varios corredores embutidos en abrigo de invierno, guantes y gorro de lana. Qué envidia, pensé. Poco más adelante oí un buenos días a medio metro de mis orejas; era Pepe, un hombre que me recordó enseguida a Jacinto, el amigo del Navi, una de esas personas que nada más verlas puedes decir de ellas que tiene aspecto de buenas personas. Hay quien tiene aspecto de cínico, o de querer venderte la moto, o simplemente te parece simpático. Otros lo tienen de buena gente. Nada más mirarle la cara me dije, date, este hombre es una de las reencarnaciones de Jacinto, su sosias del sur; tenía la misma cara de buena persona que el amigo del Navi; gesto receptivo, mirada apacible, los ojillo vivos saliendo bajo las pestañas como quien escruta la belleza del mundo desde el trasfondo de una interioridad apacible. 

Jacinto, perdón, su socias Pepe, caminaba a una leche de mil demonios; pegamos las hebra pero él me llevaba arrastras con el dogal de la conversación. El quería hablar y contar su cuento; yo intentaba meter el cazo, pero era imposible hacerlo, no te dejaba. Se trataba de un buen narrador. Como estamos en uno de los caminos de santiago era obligado hablar del asunto y así me contó de su expedición al Camino de la Plata de quince personas más un cocinero profesional que hacía también de conductor del camión que llevaba la impedimenta de los peregrinos. Lo habían hecho en el mes se febrero e iban equipados con dos enormes carpas, un generador, cocina y calefacción para hacer agradable el camino incluso si caía una nevada de medio metro. Tras esa experiencia, y después de comprobar que en los días de lluvia el agua penetraba por debajo de la carpa empapando lo sacos, en la siguiente ocasión mejoraron la habitabilidad alquilando una caseta de las que se utilizan en las obras y la instalaron sobre el camión. Allí tenían su refugio al terminar su jornada de caminantes, además de la comida preparada por un cocinero que hacía de su trabajo una vocación. 

Convencido como estaba de que a Pepe le iba a interesar poco lo que yo le pudiera contar, y viendo que su plática era interesante no traté de interrumpirle. Cuatro o cinco historias diferentes tuvieron tiempo de entrecruzarse antes de que llegáramos a la bifurcación que nos separaría. 



Cuando se marchó me congratulé por la charla, pero me quedé pensando en esa necesidad que casi todo el mundo tiene de ser escuchado, de ser leído, de ser tomado en consideración, algo así como si una parte importante del yo dependiera en algún medida de los otros, de su asentimiento.








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