¡Yo sí que no quería perderte!



Novelda - Sax, 14 de marzo 

A mi amigo Luis Basanta, de joven compañero de correrías montanas y ahora poeta de ocasión, no le gustan los cementerios, me lo dice en mi últimos post. A mí por el contrario sí me gustan, más los sencillitos que me reclaman con su arboladura de cipreses desde la lejanía cual veleros en alta mar, más y mejor que esos armatostes de arrogante porte que parecen mirarnos por encima del hombro desde su marmóreo orgullo de tumba habitada por adinerados del país. Siempre me atrajeron estos lugares, viví parte mi infancia cerca del cementerio de San Isidro, en Madrid, y el bosque oscuro de sus cipreses y sus hiladas de tumbas, como quien espera a Godot tras la muerte en su silencio, fueron para mí idóneo lugar para meditar y pensar qué coño es esto de la vida; gran deporte que puede llevar a uno a pasar por el tamiz de la muerte una gran cantidad de asuntos antes de caer en la tontería de considerarnos algo más de lo que somos, unos pocos años de magnífica insignificancia y poco más; unos años y caput, el cuento se acabó. Alguien podrá decir que esto es cosa triste, pero yo creo que no, saber por unos pocos detalles de qué va la vida ayuda sobremanera a vivir en paz con uno y con el reloj del tiempo. ¿Cuantas películas seríamos capaces de recordar en las que el tic tac del reloj enfrenta a algún personaje con la sustancia más íntima de su ser? La más relevante que yo recuerdo es sin duda El manantial de la doncella, de Bergman; hay muchas más. El reloj nos habla de nuestra finitud y de la ligereza de la vida, un buen referente para no llenarnos los pies de barro constantemente y atender las cosa de la existencia con la humildad pertinente. 

Esta mañana, saliendo de Novelda, me encontré con una pintada sobre un muro que decía: "¡Yo sí que no quería perderte!" Las historias de amor soportan todo tipo de formatos posibles, allí donde hay un enamoramiento, un naufragio, un rumor de celos siempre hay un artífice que encuentra el modo de expresar las desgarraduras que se producen en alguna parte de su alma. Música, literatura, pintadas improvisadas en los muros de la ciudad, todo vale para dar salida al dolor que presiona por dentro de modo incontenible. La vida es breve pero da para mucho si uno se deja engatusar por sus múltiples atractivos, aunque estos tengan a veces el sabor amargo de un desencuentro. Pasar por ellos y poner en riesgo incluso la propia vida parece que constituyera la sal de la existencia. Quien no arriesga nada, nada gana; se podrá estar cómodo toda la vida al sol de la plaza de su pueblo, seguro y calentito viendo pasar las estaciones desde el vuelo de los vencejos, el tórrido verano, las hojas del otoño cayendo a sus pies, nada alterará su prolongada calma. Parece como si todo estuviera dispuesto de manera tal que el hecho de vivir nos estuviera continuamente retando a dar pasos inciertos a cada momento. Yo no quería perderte, pero... En ocasiones las cosas se presentan de modo como si todo fuera un ejercicio de funambulismo. Hay quien hace funambulismo sorteando un arroyo de piedra en piedra y hay otros, más atrevidos, que se atreven a pasar haciendo equilibrios sobre un cable de acero tendido de parte a parte de las cataratas del Niágara. Que cada uno busque el medio de su propia virtud. 



Podría inventarme un paisaje para esta crónica de hoy, decir maravillas, adornar el momento, para eso están los relatos de viajes, para ponernos los dientes largo e invitarnos a salir de casa para ponernos en camino. Pues no, la verdad monda y lironda es que el recorrido de hoy, mal que les pese a aquellos que tanto contribuyen a señalar y poner orden en el camino, la etapa de hoy ha sido un verdadero coñazo. El día tampoco se prestaba a mucho, día gris, oscuro, sin chicha ni limoná, parajes muy sucios, una larga rambla nada atractiva. Se salva el paso por Elda y un larguísimo camino embarrado que llevaba a Sax. 
Estuvo chirimeando gran parte de la mañana, pero a la salida de Elda la cosa se puso seria y de sopetón el cielo se despachó con un aguacero que convirtió la carretera y las calles en auténticos ríos. Mi sólido equipo de lluvia resistió sin rechistar, pero ay los caminos, los senderos previamente polvorientos y resecos como una momia faraónica se convirtieron en pocos minutos en lodazales intransitables. El terreno, de una arcilla color yema de huevo, que resultaba un tanto vistoso, se convirtió en una masa pegajosa que se adhería a las suelas de mis botas formando unos voluminosos pegotes que hacían muy dificultoso caminar. Así hasta llegar a un punto en que el camino torcía a la derecha y bajaba a lo hondo de la rambla. Tras un cañaveral me esperaba una sorpresa, mi camino quedaba cortado  por una masa de agua de medio metro de profundidad imposible de atravesar so pena me decidiera a quitarme el equipo de agua y ponerme en gayumbos, cosa a la que yo no estaba dispuesto. Tuve que dar marcha atrás y buscar hacía el oeste una salida que me llevase a la carretera. No fue muy complicado. 



A esta hora ya había salido el sol y el paisaje se había hecho más amable. A un par de kilómetros se distinguía clara y rosada la roca del castillo de Sax alzado como un estandarte sobre el pueblo. Hoy mi albergue va a ser un hotel muy apañado, hotel Fuente el Cura, cuyo dueño pertenece a la cofradía del Camino de Santiago, lo que implica un precio muy conveniente y una habitación excelente. Tras la comida mi cansancio fue acogido por una larga y agradable siesta. 



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