Santa Teresa, niños, papás, en fin, cosas del camino



Torralba - Albendea, 4 de abril

Últimamente son las iglesias mi punto de referencia. En los bares platico con los hombres y en las iglesias con las mujeres. Como se ve en estos pueblos se mantiene la tradición, el reparto de papeles no es muy distinto al que se hacía medio siglo atrás. Abundan, eso sí, los foráneos estos días de vacaciones. Ellos sí se acercan a la paridad de género, una nueva clase social, bastante joven en general, que se hospeda en casas rurales y que come en restaurantes conocidos de la zona y que como complemento necesario llevan también a los hijos a los parques. Padres pendientes de sus hijos, sobre todo pendientes de que no se rompan la crisma subiéndose a algún árbol. Estos pueblos, que son los pueblos de los relatos de Ana Maria Matute y de Miguel Delibes son, sin embargo, incapaces ni por asomo de devolver esa maravillosa infancia que disfrutaban los niños de los pueblos décadas atrás. Hoy ningún padre permitiría que sus hijos marcharan solos a la era, a la dehesa o a cazar ranas en el río más cercano; ningún niño de nuestras progresista sociedad sabe ya lo que es subirse a un árbol y menos hacer una cabaña en sus ramas. Los niños de hoy son un poco niños en conserva, un bien valioso que hay que vigilar y cuidar; quizás muchos padres piensan que sus hijos son algo especiales, la seguridad se ha convertido en un bien tan preciado que hay que tener todo controlado. Acaso piensen que los padres de antaño eran unos irresponsables. Ayer, en Torralba, pase la tarde en un pequeño parque que al final se llenó de niños. Un numeroso grupo jugaba al escondite cuando de repente una mujer relativamente joven se acercó al grupo y con una cierta voz autoritaria, como si estuviera llamando a los empleados de una oficina en la que ella era la jefa, les congregó a todos y lanzó a los niños y niñas, guajes de seis a diez años, un discurso consistente en hacerles comprender que había que ser más justos en el reparto de roles, que el niño X, su hijo naturalmente, llevaba ligándola toda la tarde, que eso no estaba bien. Los niños en silencio la miraban como a una marciana que estuviera inmiscuyéndose en sus juegos.

No me gusta esta clase de niños que salen de padres "tan responsables", aunque en realidad lo que tendría que decir es que los que no me gustan son sus padres. Si yo hubiera tenido unos padres tan pegajosos y posesivos me habría perdido lo mejor de mi infancia, habrían hecho de mí un completo idiota. Hay pocas cosas que ame tanto como los años de mi infancia, esa absoluta libertad de que disfruté desde muy temprano para corretear a mi libre albedrío por la Casa de Campo, por los meandros y las riberas del río Alberche en verano, los tiempos de robar listones de madera en las obras junto a mi casa para hacer arcos y flechas, las trifulcas y los juegos con los niños de mi edad, todo ello constituye lo mejor de los primeros años de mi vida. Quizás por eso gusté tanto los libros de Delibes y Ana Maria Matute; sus relatos de la infancia en los pueblos son un balón de oxígeno ante esta vida de niños que veo reproducirse por todos los rincones, vida, según mi parecer, carente de esa mínima libertad que necesita el ser humano para aprender a valerse por sí mismo. La vida se aprende en el mundo, en la calle, no es posible intentar cambiar esto por unas condiciones de laboratorio. Lo que nosotros con seis, siete u ocho años fabricábamos con nuestras propias manos, un patín, un arco, una cometa, a duras penas llegan a fabricarlo los niños con más edad en nuestras escuelas. Muchas de sus dotes naturales están atrofiadas de la misma manera que se atrofia un brazo inmovilizado durante mucho tiempo.



El camino es un improvisado entarimado para observar la realidad. La peregrina con la que me encontré ayer en Torralba, alardeaba, cuando yo le decía que pasaba mucho rato del camino leyendo, de que ella no se perdía nada, todo lo observaba, en los pueblos todo lo veía, sin embargo me miraba un tanto perpleja cuando yo le contaba que para mí el mejor momento de la jornada eran los instantes que procedían al alba, el silencio, el piar de los primeros pájaros, las constelaciones. Lo que sucede es que las personas que pasamos por los mismos lugares vemos cosas a veces radicalmente distintas, aspectos diferentes de la misma realidad. Hablamos largo y tendido durante la cena mientras nos despachabámos una docena de sardinas entre los dos, pero hablando de las mismas cosas de hecho hablábamos de asuntos muy diferentes. Ambos habíamos viajado bastante y sin embargo no había manera de encontrarse, su conversación me aburría, hablaba atropelladamente de sus experiencias, un turismo responsable, o algo así, lo llamaba. Yo imaginaba un programa de esos completísimo en donde siempre te rodea mogollón de gente y montones de actividades por hacer. Yo por mi parte no concibo un viaje o una larga caminata sin ese espacio personal, reposo, actitud mediante la cual las cosas, lo que ves, lo que sucede entre tú y las personas con las que platicas, se van posando en ti inadvertidamente con la sedosa naturalidad con que las sensaciones y las emociones van sedimentándose sobre la vida llenándola poco a poco de sentido.


Jornada de treinta y tantos kilómetros, jornada de reapariciones de antiguos encuentros que me ayudaron a que se me hiciera sorprendentemente corta la primera parte de mi jornada. Tan volando pasó que eran las once de la mañana cuando me decidí a desayunar; llevaba cinco horas caminando en medio casi de una borrachera. Comprendo perfectamente a Santa Teresa de Jesús cuando decía levitar bajo el efecto de determinadas circunstancias. Me temo que en mi caso el tantra tiene mucho que ver de la misma manera que en Teresa de Ávila era la sublimación de alguna imperiosa energía relacionada con lo que ella entendía por amor.


Cuando me vi tan fuerte pensé en llegar hasta Salmerón, con lo que cumpliría cuarenta y tantos kilómetros, pero llegando a Albendea hacía ya mucho calor, eran las dos de la tarde y el cansancio ya había hecho mella en mí y decidí quedarme. Albendea es un pueblo con un alcalde que vive en Madrid y Gema, la mujer que se ocupa de las cosas del ayuntamiento; ella estaba de parranda en Priego. Me costó hacerme con la llave del centro social. Luego, la madre de Gema, con la que coincidí después también en la iglesia arreglando a una virgen para la procesión de mañana, se convirtió en esa alma que vela por el bienestar de los peregrinos. Hoy volveré a dormir sobre esa gran mesa que suele haber en todas las salas de reuniones. Anoche la madera resultó un poco dura con el solo colchón de mi jersey, pero tampoco supuso mayor inconveniente.


 

No hay comentarios: