En Ala Daglar Nacional Park


Safak Pension, Camardi, Capadocia, Turquía, 24 de julio de 2015


Desplomarse sobre la cama y no poder moverse después de casi diez horas de marcha. No debo de estar en buena forma, se ve. Otra vez las aguas me han resuelto el estómago dejándome el cuerpo algo disminuido. Sin embargo, ahora,  despanzurrado sobre la cama después de una larga ducha las sensaciones de bienestar empiezan a fluir poco a poco en torno a mi cuerpo.

Nos levantamos a las cuatro de la mañana y el todoterreno nos dejó en el principio de nuestro camino un poco antes de las cinco.  Comenzaba a amanecer. En el valle las luces diseminadas de algunas aldeas sobresalían de entre la oscuridad diseminadas aquí y allá como pequeñas constelaciones. Nos despedimos de Hassa, el dueño de Safak Pension que había accedido a levantarse a las cuatro de la mañana para satisfacer nuestra excentricidad de comenzar a caminar antes del alba, y emprendimos nuestra marcha por un sendero que se marcaba débilmente sobre la ladera. Al poco, cuando aclaraba, la ladera comenzó a llenarse de esa planta de flores amarillas arracimadas alrededor de un robusto tronco. Los gordolobos sobresalían entre las pedreras vistiendo de lujo el amanecer. El resto era desolación y montañas calcáreas que media hora más tarde cubrirían sus picorotas con el fueguino ámbar de los primeros rayos de sol. Alguna cumbre recordaba de lejos la silueta esbelta del Picu sobre la vega de Urriello. En dos horas y media avistamos las tiendas de los pastores de las que nos había hablado Hassan. Un riachuelo afloró de repente reverdeciendo brevemente la desolación de los alrededores. Paramos a desayunar un poco más arriba y en ello estábamos cuando apareció procedente de arriba una pareja joven cargados con voluminosos macuto. Eran rusos y llevaban caminando cuatro días por aquel macizo. Los miramos alejarse con cierta envidia, la de no poder cargar ya, nosotros, como hacía cuarenta años con la impedimento de una semana o dos, esas largas travesías que nos pegábamos toda la familia recorriendo de parte a parte el Pirineo prescindiendo de los refugios porque entonces el presupuesto no daba para más. Los años pasan factura y ya no es posible atravesar montañas como éstas, so pena de que contratemos un asno y un arriero, lo que no va con nuestro modo de entender nuestros paseos por la montaña. Sí, sería bonito volver a aquellas andadas. Vemos alejarse a los rusos con la complacencia de quien empleó acertadamente sus años jóvenes. Las grandes travesías siguen viviendo en nosotros como una de las mejores cosas que hemos experimentado.

La desolación se hace más notoria cuando sabes que en muchos kilómetros a la redonda no tendrás posibilidad de abastecerte. La desolación es algo que a veces se palpa con el alma, por ello el buen uso que se hace de unos pocos elementos en la película que habíamos visto dos días atras, suscitan emociones que serían imposibles de otro modo. Un paisaje nevado que hay que atravesar en las peores condiciones, un deseo de venganza en la persona de la esposa que ha cometido un desliz durante la larga ausencia del marido, un caballo muerto de inanición, el frío, la soledad, el peligro inminente de morir congelado. Una mezcla que, situada en la desolación invernal de las montañas turcas, hacen del film una obra desgarradora. Historias simultáneas de un grupo de presos a los que se les ha concedido un breve permiso, sirven para mostrar algunos aspectos personales y familiares de la vida turca a mediados del pasado siglo.

Un poco más arriba las montañas se cierran en un circo en el que descansan las aguas tranquilas de un lago.

No somos aficionados a los selfies, pero este año metí en mi equipaje un diminuto trípode para las escenas de poca luz y ahora no me quedo con las ganas de usarlo para otra cosa. Cada vez que llegamos a un punto culminante de alguna excursión saco mis diez centímetros de trípode y... clic. Ahí quedamos para recuerdo de este día de marcha, satisfechos como niños que han conseguido su capricho de la jornada.

En las tiendas de los pastores que parecían desiertas a la subida humeaba ahora una estufa vigilada por una mujer ataviada al modo de las montañesas de la zona, abultados ropajes de colores oscuros bajo cuyo tocado clásico resaltaba un afable rostro regordete que, según nos acercábamos, ya nos ofrecía el consabido té de la hospital turca. La haima estaba cubierta de gruesas alfombras rodeadas de cojines decorados con temas arabescos. Nos descalzamos antes de entrar. Dentro estaba servido un abundante desayuno, pareciera que nos hubieran visto con antelación y hubieran preparado un desayuno para cuatro. El pastor, su hijo, era un espigado adolescente que hacía esfuerzos improbos por sacar de la memoria las pocas palabras de inglés que hubiera aprendido en sus años de escuela. No pudimos satisfacer su hospitalidad más que con té.

Cuando llegamos a una bifurcación de caminos, de los cuales el de la izquierda nos habría llevado a nuestro punto de partida, decidimos explorar el de la derecha que se precipitaba un poco alarmantemente entre las fauces de un desfiladero que caía hacia el valle. También llevábamos el santo y seña de un track que seguía esta ruta. Resultó ser lo más bello y atractivo de todo el recorrido; grandes paredes se alzaban a un lado y a otro en cuyo fondo una breve senda discurría, unas veces entre entre ortigas, yerbas altas, hinojos y pequeños rosales selváticos, y otras destrepando por breves cortados en los que era obligado usar pies y manos; incluso tuvimos que dar unos pequeños pasos de escalada en algún momento. Muy abajo nos encontramos con tres jóvenes turcos cargados como mulos que iban a pasar unos días escalando alguna de las paredes del cañón. Gente afable, amante de la montaña con la que compartimos nuestro entusiasmo por el lugar. Sí, en esta ocasión también hubo sesión de fotos y calurosa despedida. Todavía nos quedaba una hora para llegar a Demirkazik, donde tras hidratarnos a expensas de un frigo de un pequeño market y después de haber caminado un par de kilómetros un joven se detuvo ante nuestra señal de pulgar en alto. Albricias, su amabilidad nos evitó una solanera de cuatro kilómetros, que no quitó para que llegáramos exhaustos. Eran las tres de la tarde y habíamos comenzado a caminar a las cinco de la mañana. Puf... demasíado.

No hay comentarios: