En el Yangmingshan National Park

Taipei, Taiwan, 22 de noviembre de 2015 

En apenas tres horas de vuelo en dirección sur el paisaje se ha hecho tropical y los bosques impenetrables más allá del sendero. El otoño se ha esfumado de repente. Queda la selva y el calor húmedo de los trópicos. Cuando andábamos por Kazajstán y pensábamos atravesar por Mongolia para ir a Japón nos hicimos con una impedimenta de abrigo apropiada para los diez o quince bajo cero, una impedimenta con la que no sabemos qué hacer ahora. Ya hemos abandonado de camino los sacos de dormir, aligerar nuestro equipaje era casi una obsesión, y ahora estamos en el dilema de dejar los gruesos anoraks recién estrenados, los guantes que no hemos llegado a usar y alguna otra cosa más. Todo será que más adelante se nos ofrezca la posibilidad de subir algún bonito monte, por ejemplo en Borneo el Kinabalú, un cuatro mil en cuyas laderas me quedé en otro viaje y tengamos que volver a por nueva ropa de abrigo. Y es que nos gusta tan poco llevar abultados macutos...

Eso de ir ligero de equipaje debe de ser cuando no se viaja indiscriminadamente de un hemisferio a otro, que no es nuestro caso. Ayer, en la base del pico Qixint, en el Yangmingshan National Park, la temperatura era de pleno verano, pero horas después, mil metros de desnivel más arriba ya era casi de invierno debido también a un viento desabrido que soplaba sobre la cumbre.

Caminar por un bosque tropical es como entrar en las páginas de un cuento donde susurran extraños bichos y donde los árboles, las plantas o las setas de muchas especies crean una coreografía de colores que impiden que el caminante fotógrafo avance con regularidad. A cada paso es necesario detenerse, sacar la cámara, jugar con los diafragmas y los tiempos, ajustar el balance de blancos y disponerse a hacer varias tomas cada poco tiempo. Los líquenes de intenso verde trepando por las cortezas de los troncos, las pequeñas hojas pareadas culebrerando elegantemente en su ascensión por rocas y troncos como un pintor que estuviera componiendo un armónico conjunto de verdes en la semioscuridad de un lienzo que se va pintando poco a poco al ritmo de las estaciones, la humedad, los monzones. Un árbol de corteza extraordinariamente blanca que crece en medio del exuberante verdor de sus hermanos. Las raíces extendidas en radical competencia como grandes lomos de culebras por el suelo negro alfombrado de generaciones de hojas muertas, un lagarto que sorprende al fotógrafo en aquel momento ocupado en sacar partido a unas curiosas bayas azules, y que quieto sobre el tronco próximo observa al viajero con la descarada mirada inquisitoria de alguien a quien otro ha invadido el patio de su casa. La selva tropical es un exuberante mundo donde la lucha por la supervivencia, la tierra y la luz, fuerza a formas complejas y sumamente bellas, cada palmo del suelo, de un tronco, cada espacio entre la apretada vegetación puede convertirse en un micromundo dispuesto a captar nuestra atención.

Las autoridades del parque han construido un camino de piedras de cientos de escalones que trepa por la selva hasta la cumbre, sin embargo a poco de empezar descubrimos que otros pequeños senderos más recoletos y menos transitados ascienden igualmente hacia la cima. Por ellos vamos trepando hasta el cono último en que la vegetación es tan apretada que es obligado seguir el sendero principal, unas terribles escaleras donde Victoria y yo, ambos con problemas en las rodillas, nos dejamos las piernas. Nuestros cuerpos desentrenados, hace muchas semanas que no encontramos en nuestro viaje una senda decente, acusan la altura.

En la cumbre sopla un viento del carajo, pero el espectáculo es hermoso, las nubes se enredan entre las filigranas de las colinas próximas, el mar retoza en la lejanía; es sábado y los caminantes reunidos en la cumbre son muchos, me recuerda la cumbre del monte Gorbea cuando el pasado otoño coincidí en ella con una pequeña multitud. Aquí la gente tampoco se arredra, niños, mayores, corredores de todas las edades, incluso un bebé de meses, comparten el gozo de la naturaleza.

Bajamos por el lado opuesto de la montaña. Esta gente está muy bien organizada, los alrededores de la montaña tienen un servicio de autobuses que te permite caminar en cualquier dirección con la certeza de llegar siempre a una parada con servicio de retorno a la cabecera del parque.

Bajábamos entre una apretada vegetación en donde los árboles habían sido sustituidos por arbustos de cañas, cuando un olor característico a azufre llamó nuestra atención. En una curva del camino, en un lugar donde no nos cansariamos de tomar bellas fotografías, la actividad volcánica desprendía un espeso humo que salía de la tierra sin más como si ésta hubiera sufrido una sofoco y hubiera encontrado en aquel rincón el modo de explayarse. Luego encontraríamos tres o cuatro lugares similares más abajo. Las rocas y la tierra estaban agradablemente calientes, pero lo más interesante de todo era la calidad de los colores del lugar; las rocas, animadas por el calorcito y la acción  del tiempo habían adquirido una variedad de tonos y formas que vistos por el visor de la camara aparecían como bellas y armónicas obras de arte. La emoción que uno siente cuando se tropieza en las salas de una exposición con obras que agasajan los ojos y dejan el cuerpo liviano era similar a la de ayer tarde fotografiando reiteradamente cada palmo del terreno volcánico. La suerte, además, de que la niebla, con su tul de suavidad, tendiera sobre aquella ladera una luz indirecta que le venía que ni pintado a las rocas que fotografiaba.

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