Cabeza de la Braña, El Chorrillo, 13 de septiembre de 2016
Estos días me acuerdo con mucha frecuencia de Manuel, mi
último nieto al que días atrás había dejado al final de la tarde dormido en su
cuna de fibra vegetal cuando me dirigía a la cumbre del Regajo (o Peña Negra)
sobre el pueblo de Valdemanco. Su recuerdo reciente, mientras recorría la
cordal que lleva al Mondalindo y puerto de Canencia con todo el alfombrado de
las luces de Madrid a mis pies, era una grata compañía para mi camino. Una vida
nueva en nuestro entorno familiar, pequeña, delicada, frágil, tierna, sugeridora
una vez más de este misterio que es la vida y que de alguna manera es un poco
vida de nuestra vida. Caminar en la oscuridad solo por la montaña es siempre
una fértil manera de emplazar a los hados y a los enanitos que cada hombre o
mujer esconden en la profundidad de su ser; a veces hay acontecimientos que
parecieran por sí mismos capaces de convocar toda una asamblea de estos
pequeños seres que nos habitan, una asamblea cuyos componentes poco antes
haraganeaban adormilados por el cerebro, por eso que llamamos nuestro ser
interior, y que a la llamada de una nueva vida, despiertan, alertan las
emociones y convierten tu alma en un pocillo de ternura.
Un rato después, tras perder el camino en el collado Abierto,
bajo el Mondalindo, encontré en lo alto de Cabeza de la Braña un lugar para mi
vivac. Los grillos grilleaban, corría una ligera brisa y a mis pies, como un
inmenso mar lleno de luciérnagas, el mundo de los humanos parecía hervir en la
distancia. Junto al lugar unos ojos brillantes espiaban mi presencia: ¿un
zorro, un corzo, un lobo? Era medianoche, había caminado cuatro horas desde
Valdemanco, me había perdido un rato entre los altos piornos de un collado y nada
más: el silencio, el llano iluminado a mis pies, la idea de marcharme al
Pirineo unos días, el recuerdo apacible de Manuel, que entonces cumplía su
primera semana de vida. Sobre este mar de fosforescencias, a mis pies, en algún
lugar, los fuegos artificiales de un pueblo en fiestas, las luces de un avión
que se elevaba a lo lejos sobre las pistas de Barajas. Me dormí como un bendito
pensando en ese ser diminuto que ahora dormiría como Moisés en su cesta de
mimbre ajeno todavía a todo lo que le rodeaba.
Días después volvía a la Pedriza. Desde la Hoya de Blas
había escogido la senda que lleva al collado Ventana, después había rodeado la
pared de Santillana y me había metido en los bellos vericuetos y roquedos que
descienden hacia el collado de la Dehesilla; y todo ello metido en la lectura
de una antología de cuentos de autores norteamericanos. En el último tramo,
mientras buscaba las señales blancoamarillas a cada momento, me había tenido
que parar varias veces para oír con detenimiento un cuento de John Steinbeck
que me parecía una delicia; se titulaba El
conductor de caravanas. El abuelo, un antiguo jefe de caravanas, descubre
en una visita a su hija, que tiene varios críos, que a la noche frente al fuego,
cuando él narra algunas de sus experiencias a través del Oeste, sólo el nieto
más pequeño es sensible a sus historias. Batallitas del abuelo, parecen decir
los otros. Precisamente aquel nieto, inmerso en su mundo infantil y en las
aventuras de su día a día, invita aquella noche al abuelo a una particular
aventura que se trae entre manos aquella semana, le pide al abuelo que se vaya
a cazar ratones con él el próximo día. El abuelo, resignado ante tan nimia
aventura, acepta y a la mañana siguiente sigue a su nieto hasta el lugar de la
caza. Pero definitivamente el abuelo no está para esa clase de aventuras;
llegado al lugar propuesto para la caza se sienta en una roca bajo la sombra de
un álamo y le dice al nieto que le espera allí hasta su regreso. Para el nieto
la aventura sin su abuelo es un fiasco y, contrariado, decide renunciar a sus
ratones. Cazar ratones sin el abuelo carece de interés para él.
El nieto, recordando la experiencia de la noche anterior,
propone entonces al abuelo que continúe con sus historias de cuando era jefe de
caravanas. El abuelo, que había observado el desinterés de sus otros nietos y
se había propuesto no volver a contar ninguna de sus experiencias hasta que no
se lo pidieran expresamente, encuentra en su nieto un aliado para sus
reflexiones e intenta explicarle que lo que él querría no sería solamente
contar historias sino que los que le escuchan supieran de las emociones y los
porqués de aquellos hombres que lucharon tantos años y tan duramente por
abrirse paso en su camino hacia el Oeste. El abuelo ha vivido una vida intensa
dirigiendo caravanas y ahora le pesa la carga de la futilidad de la vida, hay una
gran cantidad de ancianos, le dice en algún momento, que odian el mar porque fue
el mar el que detuvo su marcha hacia el Oeste. Ya no hay lugares donde ir, se
lamenta, el Oeste ha muerto para la gente, el Oeste no es ya un ansia, todo
está hecho.
¿No es todo un poco así en el último tramo de la vida? ¿No
sucede que para los abuelos el Oeste cada vez es más exiguo? ¿No sucede que
cada vez nos acercamos más a ese punto en que "todo está hecho"? Para
Yodi, el nieto, sin embargo, el mundo está todavía lleno de atractivos. Cosas
que entran en lo que llamamos ley de vida. El otro día leía una entrevista a
Reinhold Messner en la que al ser preguntado por su vida actual tras abandonar
las aventuras empeñativas en la montaña, respondía, que él cada ciertos años
debía acometer la experiencia de reinventarse.
Mi intención era hablar de Manuel, pero, sí, a última hora
me fui por los Cerros de Úbeda. El caso es que después de leer este cuento,
ahora ya repantigado a la sombra en el collado de la Dehesilla, me estuve
recreando por un buen rato en el Manuel de hoy y en el de mañana. Me le
imaginaba en el monte acompañando a su padre corriendo tras las cabras, jugando
con alguna de ellas: Noche, Sierra, Mora, Reina, Guerra, Pinca, Ojitos (el
centenar de cabras del rebaño de Mario pasó por la pila bautismal, por cierto,
muy original y acertadamente); montando a Gitano, el caballo de Mario, peleando
con los mastines, Cancho y Peña, o acompañando quizás a sus abuelos en un paseo
por La Cabrera o el collado de Medio Celemín. Quizás Messner tenga razón y la
cosa consista en eso, en reinventarse de tanto en tanto. De momento Manuel y
Ainara, la golondrina treparriscos de mi nieta, ya son un referente para ese
futuro que sin ellos sería algo deslucido.
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