El Chorrillo, 23 de agosto de 2016
Terminamos de ver Kika,
de Almodóvar y el buen trabajo de la Forquet, pero es pronto y además me he
echado una larga siesta después de volver de la Pedriza. No tengo sueño. El
ventilador es un susurro a mis espaldas y las mariposas revoloteando por la
parte externa de la tela mosquitera vuelan incansablemente sin entender que no
puedan llegar hasta la luz de mi flexo. Revolotear en torno a algo sin poder
alcanzarlo es una situación bastante cotidiana en la que todo el mundo tarde o
temprana se encuentra. Caigo en este hecho corriente; la noche de anteayer,
mientras subía desde el pueblo de Canencia por la cuerda de los Altos del
Hontanar en plena oscuridad, sin hacer, cabezonamente, uso de la linterna,
pensaba en la gran suerte que es disponer de tu tiempo a tu antojo; pensaba
volver a Valdemanco por el puerto de Canencia, pero en la oscuridad había visto
la silueta de la cumbre de la Najarra y de repente se me ocurrió que podría
dormir en la cima donde un tiempo atrás había subido una noche a ver amanecer.
Dicho y hecho. A la mañana siguiente se me ocurriría que podría seguir por la
Cuerda Larga acaso hasta El Escorial, pero llegado a Cabeza de Hierro pensando
que tenía el coche en Valdemanco en casa de mi hijo Mario, decidí bajar desde
allí mismo directamente hasta la cuenca del Manzanares; craso error, ya se
verá.
Pero a lo que iba, esa libertad de poder hacer esto o lo
otro, sin tela mosquitera por medio, cambiar de idea varias veces al día y
tomar aquellos caminos que a cada momento se te antojan. Gran hallazgo, amigo
Sancho, aunque para ello tengas que estar jubilado y tener una pareja nada
quisquillosa que no te ponga morro porque le dices que no vas a aparecer por
casa en varios días. Lo contrario de las mariposas que rondan mi ventana esta
noche, que las pobres no saben otra cosa que darse de narices sin poder
alcanzar esa luz que tanto les llama la atención, pero que en cualquier caso
acabaría con sus vidas si no tuvieran el mosquitero entre su objetivo y ellas
mismas. Para sacar paradojas hay situaciones de todos los gustos.
Bendita libertad la de andar por el mundo y los caminos sin
otro obstáculo que lo que den las fuerza de tus piernas o tu resistencia a los
calores, los fríos o el cansancio propio de quien vaga por el mudo durante
muchos meses.
Quique y Lucía me habían dejado en el pueblo de Canencia
sobre las siente de la tarde. Durante los días pasados había estado caminando
por una parte del Pirineo Vasco-Francés y estaba mosqueado porque lo había
pasado bastante mal por falta de preparación y no quería volver a dejar que mi
cuerpo volviera a las andadas, así que me hice el propósito de tenerle
despierto a base de caminatas. Y, ay, qué sorpresa y qué placer sentir que mis
piernas después de una semana de fatigas volvían a estar en forma. De hecho
empezó a parecerme que tan bien como subía merecía una excursión mucho más
larga que aquella de subir hasta el Cerro del Cuclillo para a la mañana
siguiente llegar al Mondalindo y descender a Valdemanco. No podía desdeñar la
oportunidad, me fui diciendo mientras ascendía por el robledal sobre Canencia. Con
aquel regocijo que me fue ganando casi me daban ganas de seguir caminando hasta
El Escorial.
Y se hizo de noche y aunque perdí las gafas y me era
imposible ver con claridad la señal del gps las pocas veces que me extraviaba
entre las retamas y los piornos, el gozo que me venía de comprobar que las
piernas me funcionan tan bien hacían de la caminata un gusto. ¡Fuera, vaca!,
tenía que azuzar a alguna que me encontraba en el camino, sólo dos ojos
brillantes en la oscuridad cuando intentaba localizarlas con la
linterna. Un par de constelaciones se acunaban sobre el lomo de la Cuerda
Larga. En algún momento se encendió una poderosa linterna sobre la loma de
enfrente; encendí la mía para jugar un poco con el posible caminante nocturno.
Pero resultó que la luz de la linterna se elevó suavemente sobre la loma y
siguió subiendo y subiendo: me equivoqué, se trataba probablemente de un avión
que acababa de despegar sobre las pistas de Barajas. Poco después salió la
luna, una luna dorada a la que ya le faltaba un trozo en su parte derecha, una
luna tenue, como un farol encendido pero que apenas diera luz.
Llegando al puerto de la Morcuera vi otra linterna, ésta
zigzagueaba solitaria hacia la cumbre de la Najarra. Me llevó una hora llegar a
la cumbre; el paisaje nocturno del llano madrileño era magnífico. Mientras
buscaba un lugar para mi vivac desde donde pudiera ver amanecer, empecé a
pensar en un tema reiterativo que me ronda desde hace una semana por la cabeza.
Ese continuo porqué que trata de averiguar por qué coño hacemos tantas cosas
"raras" en la vida, esto por ejemplo de empeñarse en caminar a
oscuras por el monte. El otro día en un post hablaba de las facultades que
ponemos en funcionamiento haciendo esto o aquello y de cómo obtenemos a veces
gran placer poniéndolas en prácticas. Pero esta noche eso de facultades me
sonaba un poco soso, necesitaba otras palabras para centrar más la idea.
Si partía de un hecho sencillo como el de hoy, esa caminata
nocturna, quizás pudiera determinar con más acierto eso que sucedía en mí, y
por tanto podría acercarme a explicar la razón por la cual me había empeñado en
lo que estaba haciendo. En casa tenemos un gato joven nuevo que a diferencia de
los otros juega como un descosido con cualquier cosa que se encuentra rodando
por el suelo de casa; algo parecido sucede a los niños chicos. Todos hacemos
cosas que nos placen, pero ¿por qué nos placen? ¿Por qué nos place correr un
maratón sabiendo el sufrimiento que conlleva? ¿Por qué nos place el hacer una
ascensión empeñativa cuando puedes dejar tu cuerpo hecho unos zorros? Y así
cientos de preguntas similares. Desde que empecé a salir a la montaña, allá por
los dieciocho años, siempre fue una cuestión candente que me venía tarde o
temprano. Entonces leí muchos libros que tocaban este tema: ¿Por qué este amor
a la montaña, por qué tantos esfuerzos y peligros?
A base de intentar pinchar con el palillo la aceituna una y
otra vez uno termina por acertar en algún momento. Esa es la sensación que
tengo yo con este interrogante. En todos los casos que he citado siempre hay un
factor presente, en todos los casos nuestro yo experimenta, se experimenta a sí
mismo, alguna de sus posibilidades; experimentamos nuestra fuerza,
experimentamos nuestro arrojo y nuestra capacidad de superar el miedo,
experimentamos nuestra capacidad de sufrir, nuestra capacidad de amar. Siempre
que nos ponemos delante frente a un reto, sea éste resolver un problema de
ajedrez, poner a prueba nuestra creatividad, dar capricho a nuestra curiosidad
o cumplir un proyecto que requiere arrojo y decisión, siempre estamos
despabilando a nuestro yo, tan propicio a la comodidad y la pereza, estamos
experimentándolo, poniéndolo a prueba.
Ver con bastante claridad por qué uno se empeña en patearse
los Alpes durante meses o se encuentra dispuesto a subir corriendo el último
tramo de la cumbre del Mont Blanc, esta noche me parecía un auténtico
descubrimiento. Gozamos experimentándonos, poniendo a prueba nuestras piernas,
esa parece ser nuestra naturaleza, el modo en cómo nuestro cerebro administra
nuestros actos; cualquier parte de nuestro yo capaz de hacer un esfuerzo físico
o mental parece destinado a ser el hilo de Ariadna que nos lleva a
las puertas del placer. El organismo se comporta como si el esfuerzo fuera una
condición sine qua non para acceder
al placer. Otros caminos hay para llegar al placer, pero quizás éste sea el más
hermoso por cuanto es producto de nuestra acción y nuestra voluntad.
Creo que me dormí saboreando esta idea, que me parecía un
saludable descubrimiento a tener en cuenta. La luna veló mi sueño y apenas pude
asistir al amanecer; me desperté cuando el sol me dio en los ojos. Al mediodía
estaba en Cabezas de Hierro, tan familiar casi como la propia parcela de mi
casa; cumbres amigas desde el final de la adolescencia. Ahora tenía que decidir
qué hacía, volver atrás para bajar por las Torres, ir a Cotos, al puerto
Navacerrada. No, nada de eso, uno es bastante inconsciente a veces, tiene
cierta predilección por los atajos, aún a sabiendas de lo traicioneros que
pueden ser, y así para ser fiel a mi propia tozudez decidí bajar directamente
desde la cumbre hacia el río Manzanares. Parecía un pardillo, como si fuera la
primera vez que fuera a la montaña. Tardé horas, muchas, canchales muy
difíciles de bajar, arbustos apretados que sobrepasaban mi altura, arañazos,
raspones, brezos, zarzas; en algún momento sólo encontré camino por mitad del
riachuelo con el agua hasta el muslo; ni siquiera podía molestarme en quitarme
las botas. Si alguno quiere vivir una aventura de verdad en la Pedri no tiene
más que repetir el camino, traerse la plomada, colocarla en la cumbre de
Cabezas y seguir la vertical hasta darse de bruces con el río Manzanares; eso
sí, llevaros un botiquín por si acaso.
Estaba tan cansado cuando llegué a las cercanías de Charca
Verde que no tuve otro deseo que tumbarme junto al río, beberme un litro de
leche y dormir, dormir hasta que de nuevo el sol vino al día siguiente a
acariciar con sus rayos mañaneros mi rostro. También el cuerpo cansado y dolido
era un placer para saborear camino de Manzanares.
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