Una golondrina en el rocódromo


Pamplona - Madrid, 18 de agosto de 2016

Cuando una tranquila paz salida de no se sabe dónde se te cuela en el cuerpo y miras el paisaje que pasa ante la ventanilla del autobús, desde tu lejano bienestar se diría que estás en el mejor de los mundos. Vuelvo del Pirineo cuando a lo mejor debería estar caminando bajo la lluvia en dirección a Sant Jean Pied de Port. Está claro que no es fácil saber muchas veces dónde uno va a estar mejor. Cosa de magia porque si realmente supiéramos a cada instante dónde íbamos a estar mejor de verdad, es decir esa situación en que con el cuerpo relajado miras apacible y un tanto condescendiente al mundo que te rodea mientras el gustillo de la vida te corre por dentro, entonces estaría clara la elección a hacer. Pero pocas veces es así, averiguar que viajar en autobús mirando el paisaje te va a hacer feliz no es posible, entre otras cosas porque no es exactamente el paisaje ni el autobús lo que probablemente te hace feliz. Podemos caer en confundir las cosas. La verdad es que casi siempre es el mismo interrogante. Quieres ser feliz pero raramente sabes de dónde viene esa cosa que llamamos felicidad. Nos tenemos que conformar con constatarlo y como mucho intuirlo.

Ayer fue un día precioso, estéticamente como un cuadro de Degas con esfumatos suaves y deliciosos que la niebla generosamente fue pintando durante toda la mañana a cada paso de mi trayecto, un esfumato similar al que el fotógrafo Haminton recurre para envolver a sus muchachas en flor llenas de descuido y muselina. Todo pura suavidad y sugerencias. Ni un momento levantó la niebla, caminé por un mundo húmedo donde las ovejas y los caballos pastaban dócilmente pero sin sentir ese asombro que le venía al caminante del paso por medio de tanta belleza. Los hayedos de enorme hayas de brazos abiertos como sombras saturnales alzándose en las laderas como una tropa dispuesta a defender silenciosamente a los elfos que en algún momento habrán de librar a la humanidad del Mal, el pasto de colores cálidos y otoñales más suaves que los cuadros de Monet, las ovejas somnolientas mirando pasmadas la aparición del caminante entre los velos de la niebla, en fin, los campos de helechos destilando agua y entre los cuales tras haber recorrido la larga cordal del pic d'Ipala un servidor se dio un porrazo de muerte.

Plas, un descuido, resbalas y te encuentras volando por la pendiente. Joder, caí sobre el brazo derecho y la cámara fotográfica, un porrazo de leches. Me alcé del sueldo atontado, palpándome, como quien hace balance de qué se ha podido romper. La cámara funcionaba pero mi brazo derecho tenía muy mal aspecto, arañazos varios y algunos cortes de entre los cuales uno, más profundo, sangraba abundantemente. No tenía otro botiquín que algunas gasas y un poco de suero, ni siquiera me quedaba un poco de agua. En la precipitación por buscar algo que detuviera la sangre, unas gomas elásticas y un trozo de velcro, me puse perdido de sangre. Después de la cura la cosa no quedó mal del todo, un poco chapuza, pero podía pasar. Ahora sólo me preocupaba que nunca llegue a ponerme la segunda dosis de la inyección del tétanos. Cuando llegué al pueblo el médico me miró con condescendencia y un tanto reprobación. En mi francés de los tiempos del instituto tuve que pedirle disculpa por mi aspecto físico de cinco días sin ver una ducha; desaseado y sin afeitar debía de tener un aspecto un tanto salvaje.

A todo esto salgo del médico a las dos de la tarde, llevaba caminando desde las siete de la mañana, y van y me dicen en el único restaurante del pueblo que a esa hora ya no me pueden hacer nada, lo típico, que si quieres bocadillos. Ya. Y además estoy empapado, me he llevado todo el agua de los helechos del Ipala, la tienda está empapada, las botas chorreando y los pies arrugaditos amagando ampollas en varios sitios. Me siento en el pretil de la carretera a hacer meditación. Se me ocurre mirar el tiempo de la zona para los días que vienen y hay cinco días de lluvia por delante. Más meditación. Y mi nieto a punto de llegar de París en el pico de la cigüeña. Y por curiosidad miro por ahí y me entero que tengo a mano un transporte que me deja en Pamplona a última hora de la tarde.

Total, a las nueve estoy paseando por las callejuelas más concurridas de Pamplona. Ambiente a tope, un plato de pulpo a la gallega, una ensalada y un helado que se sale del plato. Buen final de día. Tramé mientras tanto irme a terminar la Ruta de la Lana de la que me quedaban cuatro jornadas, allá por el sur de Burgos, cerca de Santo Domingo de Silos, pero me obligaba a hacer noche en Aranda de Duero. Al final comprendí que mejor lavaba mi ropa y secaba mi impedimenta en casa. A fin de cuentas si voy a tener un nieto tampoco puedo presentarme a recibirle una semana después de que haya nacido.

Por cierto, hablando de nietos, ayer recibí una foto por whatsapp en que mi nieta, ya una moza de ocho años, hacía pinitos sobre un rocódromo. Os diré que el abuelo sintió cierto tirón de emoción viendo a esta criaja, como quien dice recién llegada al mundo, trepando con un estilo impecable por el armazón vertical de la pared. ¡Dios, cómo pasa el tiempo y cómo recordé en ella aquel tiempo imperativo de mis jóvenes años de escalada! Y yo iré y se quedarán los pájaros cantando... y tantas veces más que la nostalgia me hará repetir aquellos versos de Juan Ramón Jiménez. La vida se reproduce en vida, la antorcha se quema, morimos, pero el fuego permanece, vibra en otras vida. Hay cosas de las que no somos conscientes del todo,  por lo menos en su aspecto vital e íntimo, somos vida, moriremos, pero la vida sigue palpitante en el fulgor de una nueva llama. Mi nieta Ainara y mi nieto de camino son ese fulgor que anida en lo más íntimo de cada ser y que en algún momento viene a recordarnos que nuestra soledad en el mundo es una soledad acompañada y esperanzadora.

¡Hele por mi nieta treparriscos!


("El nombre de Ainara es de origen vasco. Procede de “ainhara”, que en euskera significa “golondrina”)

Original de Guillermo de la Madrid 




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