En la garganta de Karangahake

Garganta de Karangahake, Nueva Zelanda, 2 de marzo de 2016
No habíamos puesto muchas esperanzas en el día de hoy, había estado lloviendo una gran parte de la noche y probablemente a la mañana todo estaría hecho un puro charco, así que a dormir se ha dicho, ese placer de acurrucarse en el saco, cerrar los ojos y, hecho un ovillo, entregarse al cálido sueño: ah, placeres donde los haya. Sí, esto de dormir se está convirtiendo en un puro vicio con la disculpa de que el tiempo y los lobos que puedan rondar los alrededores no se prestan para madrugar y salir pitando monte arriba.
Resumiendo, que como a las ocho no llovía terminamos por levantarnos y hacernos a la idea de dar por lo menos un paseo de un par de horitas. Atravesamos el puente colgante próximo con la idea de seguir la orilla del río corriente abajo, anduvimos unos diez minutos y enseguida a mano izquierda aparecieron algunas indicaciones, una estrecha senda llamada Karangahake track se introducía, como quien lo hiciera bajo un estrecho túnel, en la foresta. Fue un descubrimiento, la lluvia de la noche había dejado efectivamente todo hecho un puro charco, pero en compensación el agua y el tiempo nublado habían dejado la tenue luz de la jungla como que ni pintado para el ánimo del fotógrafo. Es una lástima que no se hayan inventado todavía dispositivos fotográficos que sepan medir bien la temperatura de color, el balance de blancos juega en condiciones de poca luz malas pasadas a quien con cámara en mano espera ver reproducidos sobre la pantalla de su aparato los colores que ven sus ojos. Sucede con frecuencia que tengamos que conformarnos con una aproximación, que la cámara no sea capaz de recoger tanta sutileza de color y tonalidad que ofrece la exuberancia de una jungla en donde la calidad y cantidad de los verdes y ocres es tan notoria. Luego están los árboles, sus formas retorcidas, su robustez, la elegancia con que adornan su cuerpo con pequeñas plantas trepadoras, con musgos y líquenes que revisten sus cortezas con tan variados colores y formas; en el bosque de hoy enormes ejemplares cuyo tronco no podrían abrazar tres o cuatro personas con los brazos extendidos, aparecían como gigantes erguidos sobre la verde y apretada plebe del resto de la selva.
Esta mañana todo el entorno es especialmente hermoso, abigarrado, sinuoso, oscuro como el atrio de una iglesia románica en un día de lluvia, pero donde un esbozo de luz que cae sobre la senda color canela le viste de una profundidad y de un encanto extraordinarios. La senda, siempre zigzagueando cuesta arriba termina ciñéndose a una ladera y acercándonos a un arroyo que con su alboroto ha espantado el canto de los pájaros. El arroyo no es demasiado difícil de pasar pero todo está tan mojado que tenemos resbalar y caer con la impedimenta electrónica en el agua; el teléfono y la cámara no nos lo perdonaría, así que terminamos por quitarnos la ropa para vadearlo.
Un placer caminar por medio de tanta belleza. Una casualidad nos ha metido en este camino como tantas veces; quizás sea cierto que para que algo suceda sólo tenemos que desearlo con un poco fuerza. Más arriba un letrero advierte de posibles peligros relacionados con los trabajos de antiguas minas, túneles, hoyos, restos de materiales semienterrados entre la vegetación. De hecho la zona fue explotada a finales del siglo XIX con alguna profundidad. Más tarde encontraríamos algunos pozos y túneles y restos diversos de algunas explotaciones, y junto a ellas, y muy curiosamente, cantidad de grandes rocas y cortados de una extensa gama de colores. Hubo que parar y pasar un largo rato dándole trabajo a la cámara que anduvo por ahí entusiasmada con el descubrimiento. Afloraciones rocosas junto a un camino que sorteban pequeños precipicios y que se levantaban a la izquierda del sendero evidentemente construido por los mineros que debieron de utilizar gran cantidad de pólvora para abrirse paso en los cortados de roca que caían verticales como acantilados cincuenta, cien metros más abajo sobre una tupida vegetación de palmeras.
Después de cuatro horas de camino el sendero terminó descendiendo hasta el río Karangahake de nuevo. Desde allí remontaba la corriente y, asentado verticalmente sobre el río sobre tablones en voladizo, atravesaba la conocida garganta que sirvió algo más de un siglo atrás como lugar de acceso a algunas de las minas. Unas breves cascadas más arriba señalaban el comienzo de un estrecho túnel de ciento cincuenta metros para el que nos habíamos provisto de linternas.
Una hora más, un par de puentes colgantes, siempre tan frecuentes en Nueva Zelanda, y ya estábamos en casa. Nuestro campsite de hoy son varias praderas en medio del bosque a la orilla del río, uno de tantos emplazamientos que el Departament of Conservation,  el Te Papa Atawhai en maorí, habilita para el público en todo el país. Estamos en un país donde el Estado trabaja al servicio de los ciudadanos habilitando espacios y dotándolos de servicios esenciales. Antes estos lugares eran gratuitos, ahora se paga una cuota de tres euros y medio que se destina al mantenimiento del lugar. Aquí manda el sentido común, ya se ve. Tendríamos que invitar a los responsables de medio ambiente de nuestro país a que se den una vuelta por aquí a ver si así aprendían un poco y se les iba metiendo en la cabeza que la patria, el país, la tierra que habitamos o como se le quiera llamar debería estar destinada al esparcimiento y gozo de los ciudadanos y no a la especulación o los caprichos de unos cuantos funcionarios que se comportan como dueños de un cortijo con los espacios que dicen proteger. El mejor recuerdo que nos vamos a llevar de este país va a ser el uso que se hace de los espacios naturales en favor de los ciudadanos, eso y el modo cómo tantas razas y gentes de culturas tan diferentes se han integrado en una sociedad que es la de todos.

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