La hortelana se me pierde en la selva

Broken Hills Campground, Península de Coromandel, Nueva Zelanda, 4 de marzo de 2016
Corriendo como una corriente salvaje bajo la superficie de nuestros actos; la firme convicción de que la energía primera no nos abandona en ningún momento del día o de la noche y que como la mantequilla que es dura con el frío y se licua con el sol así se mueven nuestras energías primeras, según el frío o el calor, por dentro del organismo en busca de ese halo de ternura que puede estar esperándonos en las revueltas de cualquier minuto.
El humo subiendo de la tierra mientras ésta despierta al calor del sol mientras los pájaros tienden su alfombra de trinos a los viajeros que tratan de levantarse sin conseguirlo del todo... etc. Vamos que es hora de levantarse después de que el despertador sonara dos horas atrás y que no hay manera; quisiéramos engañarnos con la niebla que cubría el bosque como si esta fuera un comeniños, pero no hay engaño posible, el sol, fuerte ya, levanta pequeñas nubes de vapor a ras de suelo que se disuelven en la tibieza de la mañana.
El acto de caminar de la misma manera que el acto del amor requiere su climax, su luz, su temperatura, la hora adecuada del día o la noche en que echarse al monte. Pensar que para ir a caminar y tener una buena jornada basta con echarse el macuto a la espalda y empezar a andar es un error que los expertos en la materia miran con cierta condescendencia en los neófitos que comienzan sus caminatas con el sol dándoles en la coronilla.
Así hoy, que se nos pegaron las sábanas y después de una hora de caminar por el bosque mi cámara fotográfica ni siquiera se ha hecho notar, más bien la he oído en algún momento asomar la cabeza por el bolsillo del macuto para recriminarme mi vaguería matinal y decirme: ¿no ves cabezota que a esta hora ni es bonito caminar ni hay manera de sacar una buena fotografía? He tenido que parar un momento para decirle, jo, tía, es que no se puede estar a todo, tú te crees que en la vida la cosa es abrir y cerrar el diafragma para atrapar tesoros en tu cueva, y eso no es así, hay otras muchas cosas que necesitan atención. Así que calla y deja de dar la lata. Mañana o pasado si cabe te sacaré a pasear de madrugada y entonces será distinto. Pero ella no deja de refunfuñar diciéndome que no tengo ni idea, que esta madrugada, con la niebla acariciando los árboles y las aguas del río estaba precioso, y patatín y patatán; lo que ella quiere es ponerme los dientes largos y que me dé de cabezazos contra un tronco por haberme perdido un paisaje excepcional. Y lo malo es que posiblemente tenga razón, que podría haber trasladado lo que estuviera haciendo a esa hora temprana a la hora de la siesta.
Vamos, que a lo hora que hemos empezado a caminar siguiendo el Golden Hills Mine Track en los montes Comorandel el bosque está deslucidísimo con un solazo que ha robado al paisaje sus mejores atributos de belleza porque la luz, aquella que le viste y llena de misterio y belleza es en exceso cruda.
Leo estos días Ensayo sobre la lucidez, un libro en donde Saramago especula con la posibilidad de una rebelión en las urnas en donde el ochenta y cinco por ciento de los ciudadanos, hartos de sufrir el fanatismo oligárquico de una clase política podrida hasta los higadillos, decide votar en blanco, acto, que dada la excepcionalidad del caso convierte el hecho de votar en blanco en un acto vandálico que lleva al gobierno a decretar a última hora el estado de sitio. La gente del gobierno, habituada a hacerse con la cosa pública sin excesivos esfuerzos dado que en sus manos están las cuerdas que mueven los medios de comunicación con las que tienen domeñados al personal no dan crédito a sus ojos y una semana después vuelven a llamar a los ciudadanos a unas nuevas elecciones que arrojan los mismos resultados. Hace tiempo, cuando la Cifuentes arremetía con toda su fuerza enviando a los perros de turno encargados de los disturbios contra los manifestantes de la plaza de Neptuno y sus alrededores, Ramonet expresaba la sencilla idea de hacer frente a estos fanáticos del poder entregándose como culpables de desórdenes públicos, miles, miles, que tuvieran que encerrarlos en campos de fútbol porque ni las comisarías ni las cárceles serían suficientes. Hay normas que se hacen para meter miedo al personal a sabiendas de que si tuvieran que aplicarlas a todos los que las incumplen el sistema quedaría colapsado, sería imposible aplicarlas. La herramienta más poderosa que tiene el sistema es la convicción de que sólo tiene que litigar con una reducida parte de la población, mientras que la mayoría duerme el bendito sueño de los que se dejan llevar como hatillo de corderos de un lado para otro. Y a su vez la herramienta más poderosa que tenemos los ciudadanos es la posibilidad de despertar y aunar fuerzas para contribuir a crear una verdadera democracia del pueblo y para el pueblo. El ensayo de Saramago, que todavía no sé en qué acabará, de momento trabaja con la utopía de que el pueblo despierte y aune fuerzas. De momento en nuestro país mucho de esto está comenzando a suceder. No faltan los agoreros pero de momento el parlamento que no se habían alterado durante décadas ya tiene nuevas voces, nuevas formas de hacer. Ya podemos decir que sí nos representan.
Me detuve un rato a tomar unas notas en el camino y cuando comencé a caminar de nuevo había perdido de vista a Victoria. Subí a toda marcha durante un buen rato y luego la llamé gritando varias veces. Mi chica a veces es bastante despistada y no se suele alejar de mí cuando me adelanta y esto, como ya empezaba a parecerme anormal, empezó a ponerme nervioso. ¡Victoria! ¡Victoria! Ni flores. Primero al modo de broma la llamé con el apelativo cariñoso de la intimidad: ¡Pichona! ¡Pichona! Pero cuando ya vi que no aparecía ni Pichona ni leche, me dije toma, esta vez ha cogido cualquier senderito lateral y se me ha perdido. Ya me la veía yo trepando a un árbol perseguida por los orangutanes o qué sé yo, que en estas selvas lo mismo tropieza con un hormiguero de esos que aparecen en los cuentos de Horario Quiroga en donde un viajero despistado se pierde y termina devorado por una clase de hormigas comedoras de hombres, y entonces me dejan solo el esqueleto y a ver que voy a hacer yo con sólo el esqueleto de la hortelana. Los sueños de la razón producen monstruos, ya lo dijo Goya, así qué déjate de cuentos y chilla, desgañítate y sigue llamando a gritos al amor de tu vida :-) antes de que se haya perdido de verdad. Y otra vez: ¡Victoria! ¡Victoria! Y de veras, que no es que hubiera ganado ningún torneo y lo estuviera gritando a todo pulmón, es que se me había perdido mi chica. Quieto, silencio, un hilo de voz por algún lado, sí, albricias, era con toda seguridad mi chica porque en esta parte del mundo estábamos solos. ¡Ni se la habían comido los arangutanes ni las hormigas devoradores de féminas! Presté atención, pero ahora era incapaz de determinar si estaba por encima o por debajo de mí. Cinco minutos más tarde ya estábamos como dos tortolitos como dice el contrato matrimonial unidos en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe.
Media hora más tarde y caminando el uno junto al otro  separados no más que por un metro de distancia no fuera a acaecer una nueva pérdida, llegamos a un montecito desde cuya altura, a través de un resquicio de la selva podíamos ver el mar. Desde allí, con el cielo cubierto, para dar gusto a mi cámara el bosque volvió a hacerse encantador y salvaje, apenas transitado, tanto que teníamos que buscar de continuo los triángulos naranjas que señalaban el camino. Después, seguimos en zona minera de buscadores de oro, el camino se interrumpía sobre un despeñadero misteriosamente dando paso a mano izquierda a la boca de un estrecho túnel perteneciente a una antigua mina. En esta ocasión fueron nuestros teléfonos los que nos guiaron a través de la oscuridad. A mitad del túnel propuse a Victoria que apagarámos las linternas. Una modo de recolectar alguna nueva sensación en el absoluto silencio que sólo era interrumpido por gotas de agua que caían cadenciosas como el golpeteo de un metrónomo sobre el suelo encharcado. No estábamos preparados para permanecer en esa oscuridad mucho tiempo, sólo era un ejercicio sensorial. En el techo del túnel se veían sin embargo pequeños y tenues puntitos de luz que después de encender de nuevo las linternas no supimos explicar. Esa débil luz corría por el techo del túnel como un pequeño reguero de estrellas en una noche terriblemente oscura.
Desde la boca opuesta del túnel el sendero descendía a pico por la ladera mediante improvisados y viejos escalones de madera. Siempre bajo el palio de las palmeras y lo altos árboles que apenas dejaban paso para una estrecha senda que de tanto en tanto atravesaba arroyos y salvaba alturas usando las raíces de los grandes árboles como peldaños.
A las cuatro estábamos de vuelta en nuestro campamento junto al río.

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