Los dragones de Komodo

Komodo, isla de Flores, Indonesia, 26 de enero de 2016
El alba a través del ventanuco de nuestra cabina fue ese espectáculo de luces y sombras que aparece más abajo. Después habíamos tenido un intensísimo aguacero que nos impidió visitar una isla en cuyo centro la mayor superficie estaba ocupada por un lago, presumiblemente el cráter de un volcán, la Satonda Island. El agua y las nubes apenas nos dejaron ver la orilla. Fue una lástima, la isla tenía una buena pinta, uno de esos lugares que sólo nos imaginamos en una novela de aventuras por países exóticos. Abajo dejo una imagen. En alguna de las próximas reencarnaciones quizás tenga oportunidad de visitarla. La actividad de la jornada quedó reducida a una caminata de dos horas a través de la selva en otra isla, Moyo Island, un bonito paseo que requería vadear el río en varias ocasiones y al final una simpática cascada con una soga preparada para que los viajeros puedan hacer el indio, perdón, de Tarzán, lanzándose por los aires para caer de culo sobre el agua. Siempre se encuentra en estas selvas tropicales algún motivo para alimentar la cámara y recordar que en el fondo de todo adulto pervive un niño chico. En uno de los vados un rayo de luz caía sobre el río cual si estuviera atravesando el crucero de una catedral gótica.
Por la tarde hicieron su aparición los delfines y unas enormes mantas, algunas de las cuales emulando los saltos de los delfines jugaban a hacer peripecias en el aire mientras las hermanas se movían junto al barco calmosas y solemnes. La Gorda, mi hija, nos había pedido con insistencia que hiciéramos snorke, algo que cuando íbamos con ellos durante los largos veranos de nuestras vacaciones practicábamos, pero ay aquello quedó lejos después de que las infecciones continuas de mi oído me hicieran desistir definitivamente. En este viaje lo siento especialmente porque sólo echando un vistazo desde la cubierta se ven cientos de peces. De tanto en tanto el barco para en alguna ensenada y nosotros tenemos que mirar como tontos desde la cubierta mientras todo el mundo hace snorke. Bua bua bua.
La vida a bordo es plácidamente tranquila, las islas pasan despacio a nuestro alrededor ahora ya a la vista de la costa occidental de la isla de Flores. Ayer, después de abandonar el barco nadando hasta la playa cercana en la isla de Laba, trepamos a los montes que se alzaban sobre la bahía. Trescientos o cuatrocientos metros de desnivel. La vista era espléndida. El cielo espejeaba en las aguas dejando una límpida lámina de plata entre las que se alzaban pequeñas y grandes islas sembradas de montañas que en la lejanía a contraluz aparecían como un velo azul. Los viajeros, todos jóvenes y deportistas, subían el monte a una leche de hacernos echar el bofe en la última parte del recorrido, un tramo donde la senda se ponía de pies antes de coronar la cumbre.
No fue hasta después de comer, tras regresar al barco que en mi cabeza se encendió inesperadamente una luz de alarma, habíamos olvidado totalmente que nuestro visado vencía en tres días y que no había ninguna posibilidad de renovarlo si no era saliendo del país a un país limítrofe y volviendo a entrar. Problema al canto. Nos dirigimos a Timor Oriental, pero para llegar allí teníamos que atravesar la entera isla de Flores, tomar un barco en Ende que tiene servicio dos veces por semana solamente, llegar a Timor Occidental y atravesarlo hasta el país vecino. En total no menos de una semana. Alguno de los pasajeros nos comentan que las multas por permanecer en el país fuera del tiempo del visado superan los seis mil euros por persona. Tuvimos que poner a trabajar la materia gris a toda marcha. Recogimos opiniones de algunos viajeros, leímos la guía aquí y allá y así fuimos descartando posibilidades. Todo lo agravaba el hecho de que la guía insistía en que los vuelos locales en estas islas solían ser cancelados con bastante frecuencia bajo cualquier disculpa cuando el pasaje no era suficiente para los beneficios esperados por la compañía aérea. Hubiéramos necesitado tres vuelos locales para acercarnos a la frontera de Timor Oriental, si es que los había. Era imprescindible salir del país de una manera inmediata. A última hora comprendimos que el lugar más seguro para hacerlo sin dilación era regresar a Balí para desde allí alcanzar algún país limítrofe por vía aérea. Casualmente al teléfono llegaba un poco de cobertura y pudimos arreglarlo de inmediato. En media hora tenía la reserva y confirmación de dos vuelos para el día veintiocho, el día previo a la finalización de nuestro visado, uno entre Labuanbajo, nuestro puerto de destino tras estos días de navegación, y Denpasar por la mañana y otro por la tarde entre Denpasar y Wellington, la capital de Nueva Zelanda. Eureka, problema solucionado.
Ahora, un día después, hemos dejado atrás la isla de Komodo y sus famosos dragones. Los viajeros, deseosos siempre de ver lo que hay de interesante por los lugares que atraviesan, son llevados ineludiblemente en esta parte del país para ver los ejemplares del dragón de Komodo, un lagarto en proceso de extinción que puede medir hasta cuatro metros de longitud. Los guardas del parque nacional no nos aseguraron que los fuéramos a ver, hay dos mil quinientos en la isla, pero hubo suerte, pudimos ver un puñado de ellos la mayoría adormilados como cocodrilos en fase de digestión bajo un sol de justicia. Por ahí abajo podréis ver algunas tomas de ellos. Su apariencia es totalmente pacífica pero, ojo al canto, ya un par de turistas la han palmado después de una repentina escaramuza con estos dragones. El guía cuenta esta "anécdota" como uno de los atractivos del lugar que hubieran añadido con ello un morbo adicional al lugar con que alimentar la curiosidad de los viajeros, que así aparecen como investidos por una gracia especial al haber salido vivitos y coleando de semejante "aventura". Y para muestra de ello, ahí estamos nosotros fotografiados junto al fiero devorador, el dragón de Komodo, sin que se nos erice un sólo cabello. El pobre estaba tan adormilado que nos miraba de reojo como pensando, a ver cuando estos gilipollas se largan con sus estúpidos teléfonos y cámaras y me dejan dormir en paz. Pero cuidado, que la aparente inmovilidad puede ser puro cuento. Eso vino a decirme uno de lo guardas del parque cuando me aprestaba tumbado a hacer una toma de los dragones, conminándome a no dejarme engañar por las apariencias. Todos los guías iban armados con una horca que, ahora comprendía, podía servir perfectamente como elemento disuasorio en caso de necesidad.
Poco después estábamos de nuevo en camino hacia otra isla perteneciente al mismo parque nacional de Komodo. Después de atracar el barco en un pequeño muelle, antes de pasar a tierra un ostentoso cartel advierte: "Cocodrile area", peligro. Bueno, por aquí hay de todo, cocodrilos, dragones, unas aves enormes que volaban ayer tarde sobre el barco con aspecto de murciélago, ¡vampiros, my dear!, mantas, delfines... Dimos un paseo de una hora por el parque, dragones por todos los lados adormecidos como momias, y una gran ave que andaba haciendo su nido en un agujero del suelo. Eso fue todo, algunos hermosos árboles rodeados por matapalos dispuestos a deglutir el árbol originario en un par de décadas. Son plantas trepadoras que ascienden hasta la copa de los árboles para abastecerse de luz y que con los años crecen y crecen hasta abrazar totalmente al árbol originario que termina muriendo con tanto abrazo absorbente. El matapalo, que se ha alimentado de la savia del árbol, que le ha robado la luz, termina ahogando al robusto árbol que le ha servido de tutor y de escalera hacia la luz.
Dentro de un rato terminamos nuestro viaje por mar. Vuelve a llover, como está mandado. El barco ronronea camino del puerto de Labuanbajo.

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