Caminar, una manera de hacer calceta con el presente

Mi hotel en Antequera

Madrid – Antequera, 17 de febrero de 2017 

Desde que el espacio apenas existe, nos movemos por él tan sin darnos cuenta, hace un momento en Madrid, ahora mismo en Villena, camino de Antequera, parece que hubiera perdido la curiosidad de los lugares intermedios. Cierro los ojos por el camino, sueño, me despierto en Despeñaperros, pasamos por una señal que indica la dirección de Montoro y... sí, eso me dice algo, el pueblo en donde abandoné el GR-48 de Sierra Morena y que algún día continuaré. Lo que no tiene ninguna conexión con mi experiencia es como un vago paisaje tras la somnolencia. Cada vez más. A fin de cuentas te sientas en la butaca de un avión, un autobús, el vagón de un tren y cuando has terminado de leer el periódico o el cuarto capítulo de la novela de turno ya estas aterrizando en destino. Una vez tomé un avión entre Nairobi y El Cairo. Tenía muchas ganas de ver los paisajes que atravesábamos. Yo había desistido atravesar por tierra Etiopía, Sudán y Egipto porque, además yendo solo, me acojonaba todo lo que había leído sobre los piratas y asaltantes de los caminos,  y esperaba un delicioso viaje desde el aire. No fue posible, a poco de despegar la azafata me obligó a cerrar la ventanilla. Me fue imposible convencerla, los pasajeros querrían dormir y la luz que venía de fuera era excesiva. El espacio no existía, para aquellos pasajeros lo único que contaba entre Kenya y Egipto eran Nairobi y El Cairo. 

Así es como se va reduciendo el espacio en nuestra época. En los viajes aéreos es raro encontrar a viajeros que se interesen de veras por lo que pasa lentamente bajo la tripa de aluminio del avión. 

También depende de cómo te pille, sí, pero desde luego es claro que la curiosidad con tanto ajetreo pierde su tonicidad, se arrastra perezosamente por los paisajes si no te mueve una razón que te despierte y te haga brincar de tu asiento. En cierta ocasión, en un vuelo entre Londres y Calgary, Canadá, los pasajeros estábamos  dormidos como marmotas después de horas de atravesar el océano Atlántico cuando, de repente, uno de ellos lanzó un grito de asombro; estábamos atravesando sobre las montañas y los glaciares de Groenlandia. Todo el pasaje se volcó hacia las ventanillas, el espectáculo era grandioso. De golpe habíamos despertado en un mundo, salvaje y bello, tan opuesto a nuestra vida cotidiana, tan asombrosamente solitario e inhóspito, que daba cosa pensar en la fenomenal distancia física y mental que había entre esos dos mundos, el uno cómodo y confortable, el otro salvaje, inhabitable, terreno sólo para ser atravesado por aventureros excepcionales. 

Pero se trataba de un caso de excepción. Hoy ni los molinos de viento, ni los olivares, ni los cerros de Despeñaperros me llamaban la atención. Pareciera que mis piernas y yo mismo sólo buscáramos experimentarnos a nosotros mismos independientemente de donde esto pudiera ser. No sé, sendas, lomas, bosques, campos de girasoles, nubes de verano cabalgando por el horizonte, la compañía de los pájaros, de algún zorro o jabalí que se cruza en tu camino; caminar con tu yo al lado dándole un poco de conversación, comentándole algún asunto de actualidad, cosas de tus hijos, del cabrero, por ejemplo que ya ha terminado de montar la quesería con su chica y empieza a verle fruto a la empresa; cosas de la peli que viste ayer, El largo adiós, ese personaje, interpretado por Humphrey Bogart, que levantaba una sonrisa viéndole gesticular continuamente. En fin, vamos, que interés por continuar un Camino de Santiago, el enésimo ya, pues parece que nada de nada. Andar, caminar, dejar vagar por la cabeza lo que se tercie, vivir el momento. 

De todos modos no está mal, ¿no? Que por la tarde no me acuerde de los pueblos que he atravesado por la mañana, o que una madrugada camine sin darme cuenta dos o tres horas en sentido contrario repitiendo la ruta del día anterior, como me sucedió recientemente, parece que cada vez tenga menos importancia. Caminar, ergo, en realidad no voy a ninguna parte, me muevo y dejo a mi cuerpo que mientras tanto disfrute de lo que lentamente va pasando ante él. Unamuno decía que la mayor velocidad a la que debía viajar el hombre era a la de un rocín. Pues a lo mejor ni siquiera eso, porque de ninguna manera se trata de cubrir distancias. Más bien la cosa consiste en encontrar las condiciones adecuadas para que tu yo se sienta bien, se experimente, conviva con pedazos de naturaleza, relaje sus sentidos con la brisa de la tarde, con el jolgorio de los pájaros en las primeras horas del día. 

En fin, cada uno verá. Esta tarde me decía que debería escribir algo sobre el Camino de Santiago Mozárabe para diversificar algo este diario de caminante. Miré la Wikipedia… Buuah, no, al diablo lo que sea la historia de este camino. Me enteré un poco, con una credencial encima y los sellos que me pongan por el camino tengo asegurado el techo y un buen colchón para pasar la noche durante la mayoría de las jornadas. Camino y así no gravo (con v, creo. De tanto corregir escritos de primaria durante cuarenta años a veces se me atrofia la ortografía) en exceso el presupuesto familiar. ¿Qué más quiero? 

Caminar, una manera de hacer calceta con el presente. Quizás de ello salga una bufanda para calentarme el próximo invierno. 

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