El Boci, el Mogo... Tino. Recuerdos camino del Tolmo

El Chorrillo, 18 de febrero de 2017

Eran los primeros tiempos de mi descubrimiento de la Pedriza, el olor de las retamas elevándose como una vaharada a nuestro paso cualquier fin de semana camino de el Tolmo; de noche, caminar a oscuras o acaso usando aquellas horrorosas linternas de petaca que se estropeaban a cada momento; el cielo estrellado, las siluetas del Pájaro y las Torres surgiendo de la oscuridad; Peña Sirio a la derecha, los monolitos de la pradera de los Lobos sobre el telaje oscuro de la noche; la fuente junto al refugio Peñalara sonando como una cantinela salida de las entrañas de la tierra; el tejadillo de la mole de El Tolmo como centro propicio para convocar a las meigas para algún aquelarre; ¿nombres?, Mogoteras, Fernando Domingo el Culebras, el Niño, Tino, Carlos Soria, Moisés; más tarde el Murciano, el Ardilla, Gustavo Adolfo Cuevas y su hermano, César Casquet, Gerardo...

Hoy es el relato de una de aquellas caminatas que cada fin de semana emprendíamos con la noche echada camino del Tolmo, nuestro punto de partida para cualquiera de las escaladas de los alrededores. Un día cercano al fallecimiento de Tino cuando escalaba Cancho Amarillo con el Boci y el Mogo. Impresiones de una noche sacadas con un fórceps de la memoria, y por tanto sujetas errores en situaciones y nombres propios.


Una noche muy fría de invierno en que sentí la necesidad de experimentar la soledad de una manera imperativa. El camino era el de siempre, después de los últimos chalés —algunos con el árbol de Navidad exhibiendo un brillante destello intermitente sobre el mutismo nocturno del entorno— el encajonamiento del río y la ladera enriscada; luego un ángulo recto y el sendero remontaba el río por un apacible llano de hierba rala y sauces enanos. El itinerario lo había hecho muchas veces, también de noche. Cuando llegaba el invierno la subida a la Pedriza se hacía inevitablemente a oscuras, sin embargo nunca el silencio ni la sobrecogedora desolación de esa noche fue tanta hasta aquel día.
Más allá de la Pradera de los Lobos, el valle volvía a estrecharse. Recordaba hechos recientes. Por allí bajó la noticia del accidente de Tino, un hombre jactancioso que escondía una humanidad primitiva y cálida bajo la apariencia de la fanfarronería de moda; formaba con el Boci y el Mogo, un triunvirato conocido, los reyes del mambo en aquella parte de la sierra. El Boci y Tino abrían un nuevo itinerario sobre la pared sur de Cancho Amarillo y algo falló; se produjo una caída brutal, Tino quedó colgado de la cuerda a veinte metros del suelo. Pese a lo espectacular del vuelo creyeron que se trataba de una caída sin trascendencia, de las que uno se llevaba a casa unos cuantos rasguños de recuerdo, no más. Pero estaban solos. La cuerda quedó trabada de forma incomprensible sobre el cuerpo de Tino; un par de metros le separaba de la pared, fuera de la plomada. La sombra de los riscos formaba una línea de siluetas aserradas que ascendía por la alfombra de gayubas que tapiza la ladera que llevan a la Maza y el Yelmo. Bajo el cielo cárdeno las masas tibias del granito invitaban a la contemplación.
Inmediatamente después de la caída, Tino, que se movía aún colgado al final de los veinte metros sin poder controlar el movimiento pendular, pudo sobreponerse al susto bromeando aún sobre el gran vuelo que había dado; la jactancia era parte del oficio. Al Boci le sangraban las manos. Despacio empezaron a manipular la cuerda.
Bastaron unos pocos minutos para comprender la gravedad de la situación; la cuerda, extrañamente bloqueada en su cuerpo, empezaba a clavarse en su carne oprimiéndole el pecho con una presión insostenible. Intentó desplazar la cuerda, forcejeó con desesperación durante diez, quince minutos; fue inútil, el esfuerzo lo dejó exhausto. Tampoco había cuerda disponible para maniobrar, tirante la totalidad entre Tino y su compañero después de haber dejado deslizar éste los últimos metros en la caída. Estaban amarrados a la misma suerte. El suelo, el camino que descendía allá abajo hacia las Buitreras, quedaba fuera del alcance de ambos. Habría bastado con que pasara algún rezagado de última hora por allí para que todo hubiera sido fácil: alertar a un equipo de rescate no hubiera llevado en ese caso más de una hora.
Pero no hubo rezagados. La oscuridad empezó a mascullar la tragedia entre sus muros, la esperanza de que pasara alguien se fue desvaneciendo con la última luz del día hasta desaparecer engullida por la noche.
A la mañana, cuando las primeras luces doraron los riscos aquellos, el cuerpo de Tino colgaba inanimado, enorme, de la cuerda como un ajusticiado medieval. El viento lo movía ligeramente.
 La noche en que se acabaron los trabajos de rescate era similar a ésta. ¿Qué coño significaba todo aquello?, me venía diciendo. No me refería ya sólo a aquel hecho casi reciente, o a los pensamientos que me ocupaban aquella noche; pensaba también en las calles de Madrid, la gente, sus motivaciones; en mi familia, todos ellos apresurados por sus propios asuntos. Un personaje de Beckett en el último libro que había leído que recorría un itinerario absurdo durante trescientas páginas; la vida como un interrogante... tan incoherente y tan inexplicable tantas veces. En aquel momento todo lo refería al mismo hecho irrevocable del cuerpo de Tino colgando aquella mañana sobre el camino. El tufillo de lo absurdo asomaba entre tanta cavilación.
No era suficiente el esfuerzo de la subida para mitigar la baja temperatura. Peña Sirio, a la derecha, tiene un hueco en la parte superior a través del cual puede verse en algún momento la gran estrella que acompaña a Orión (eso me contó un día Moisés Castaño). Se oía el agua más abajo, algunos pájaros salían asustados entre los matorrales. La tibia sensación de placer que me proporcionaba la soledad no me evitaba cierta impresión de proscrito que llevaba encima.
Soledad, miedo, tristeza, dominio. Había una relación entre todos estos sustantivos aquella noche. Me paré un instante en la bifurcación de la Poza de Kindelán, pensaba en las conexiones que establecen las personas con el miedo, pero sobre todo la del miedo asumido y gratuito, el que uno se busca sin razón aparente de necesidad. El miedo, ese que sabía buscar disculpas mimetizadas de sabias razones cuando a la mañana siguiente tenías una ascensión difícil en perspectiva: la lluvia, la nieve, el cansancio, la dificultad excesiva al emprender una ascensión que hacía temblar ligeramente tus manos . Los fantasmas del hombre solitario son buenos contertulios si se camina muchas horas en silencio.
El camino subía en continuos requiebros entre las altas jaras; en algún tramo era necesario agacharse y caminar encorvado como si estuviera atravesando un estrecho túnel. La razón de ser de lo cotidiano saltaba en pedazos cuestionada por la fuerza comunicadora de la naturaleza; nacía una nueva dimensión en donde la nada reinaba fresca, señora del lugar. La pérdida del sentido se transformaba en experiencia estética a la vez que en identificación solidaria con el ciclo natural de la vida. El lastre de los porqués remitía razonablemente...
El gorgoteo de la fuente bajo el refugio, junto a los tres chopos, una plazoleta recogida y acogedora, se había transformado en un duro carámbano de hielo. El riachuelo cercano no era más que un murmullo lejano sepultado entre los brazos de la noche. Fijé la atención en el discreto sonido que hacían las botas sobre los guijarros. En algún recodo se quebró el hielo que cubría parte del camino.
 Anduve aún un rato por el sendero que serpenteaba hacia el collado de la Dehesilla. La excursión me había levantado un apetito voraz. Desistí de subir hasta el collado. Me detuve junto al Tolmo y decidí organizar mi vivac bajo su tejadillo. Helado me arrebujé apresuradamente en el saco. Mis manos estaban rígidas. El cielo y la noche me parecieron enormes. Palpando encontré la tartera en el fondo del macuto; las yemas de los dedos se quedaban pegados al aluminio. Dentro había una tortilla de patata; tortilla llena de pequeños cristalitos crujientes en su interior, tortilla helada, tortilla fría, tortilla dura.
Mucho tiempo después recordaría con claridad esa noche y esa tortilla, el tránsito inhóspito de patatas y huevos a través del esófago.
El frío era delirante.


Laureano Esteras y Santiago Pino




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