En memoria de José Luis Arrabal



El Chorrillo, 15 de febrero de 2017



Por los aledaños de mi choza corren vientos que inclinan las copas de los olmos, la pelambrera de un altísimo eucalipto. Me incorporo dentro del saco de dormir y miro hacia el exterior, las primeras luces del alba tiemblan en las ramas desnudas que el viento agita con violencia. Me recreo como otras tantas veces en estos primeros minutos de un día que comienza. Siempre es la mejor hora de la jornada, la más íntima y querida. Unos instantes en que mi cabeza se convierte en un hervidero de sensaciones y memoria agradecida. Cada mañana una madrugada diferente, así, un día me despierto con un cuerpo de mujer entre las manos, otro con el lamento de una ilusión a medio perder, como ayer por el asunto de Podemos, o un rato más tarde, acaso alentado por el reencuentro de un antiguo compañero de montaña que entra en tu Facebook, la tarde anterior lo fue Carlos Muñoz Repiso; su presencia en la pantalla de mi ordenador resucitó nuevamente un trozo de pasado. Nombres que bailan esta mañana en mi memoria y que levantan una nueva marejada de emoción a mi alrededor: Moisés Castaño, Gerardo Blázquez, Luis Bernardo Durán, Mayayo, el Pichón, Pedro Díez, José Ángel Lucas... tantos.


Y junto a ellos, esta precisa mañana, el rostro conmovedor e inane de José Luis Arrabal, el Miembro, en nuestra jerga de montaña de entonces, en la portada de un Blanco y Negro de hace un montón de años, tras ser rescatado un invierno en la pared Oeste del Naranjo de Bulnes. Rostro agotado y maltrecho por los largos días de lucha en las heladas paredes de la montaña más hermosa de Picos de Europa. Por aquellas circunstancias corren mis recuerdos de este ventoso día que comienza.

Hoy mi memoria lo rescata de una de tantas salidas que hacíamos por entonces a Gredos, Galayos, Picos, Pirineos, esta mañana es allá lejos, visto desde el teleférico de Fuente Dé, una mota de polvo subiendo por un estrecho sendero que discurría por los cortados que salvan en unos centenares de metros la plataforma que nos pondría camino de los Horcados Rojos y Vega Urriello. Nosotros le observábamos allá abajo, cargado con un enorme macuto, subir, fiel a un modo de entender la montaña, aquellos contrafuertes con un tanto de envidia por esa decisión tan firme de ganarse la montaña sin usar ningún medio mecánico. Subía solo, no tenía prisa. Nosotros en su lugar nos quitábamos del medio esa fatigosa subida desde Fuente Dé pensando que así conseguiríamos nuestro objetivo más rápidamente. No era fácil entonces reunir unos días y hacer un millar de kilómetros para subir una pared o alcanzar algunas cumbres. Nos perseguía un cierto espíritu de acumulación, cumbres, paredes, travesías, y para ello pareciera que tuviéramos prisa; si teníamos un teleférico lo tomábamos sin más. Arrabal era distinto, quizás aprendió de muy joven lo que para otros fue necesario que transcurrieran muchos años antes de comprenderlo, que en la montaña lo que cuenta es el camino, que las prisas por llegar a una cumbre, al final de una ascensión, rompen el ritmo del encuentro con las hadas de los caminos, con el ensimismamiento poético del que camina con la convicción de que la montaña es uno, parte de uno, que yo soy la montaña y el agua y los valles y el vacío que quedan bajo mis pies cuando asciendo por ella. Una realidad mucho más amplia que aquella que se nos quedaba entre los dedos de la mano cuando en unos pocos minutos aquel pájaro de hierro nos ahorraba el esfuerzo de trepar por los barrancos intermedios.

Le he recordado muchas veces cuando me he encontrado ante la disyuntiva de salvar un gran desnivel por medios mecánicos en vez de hacerlo a pie. Las fotografías que ofrecieron la prensa de sus últimos momentos, después de que fuera recatado por un ligero helicóptero francés, eran de una emotividad estremecedora; con sus largos cabellos negros, después de muchos días de inanición colgado en la pared, su rostro había adquirido la belleza y la adustez de un mártir. Para los que no conocen el caso, fue en los años setenta, la cordada Gervasio Lastra y José Luis Arrabal, conocido entre sus compañeros de montaña de Madrid como el Miembro, quedaron atrapados por el temporal muy cerca de la cumbre. Fue un hecho notorio a nivel nacional. Al final, tras el rescate, José Luis murió a consecuencia de una neumonía.

Se hizo solito una leyenda a base de poner en práctica todo lo que nosotros en teoría defendíamos pero no practicábamos: si los teleféricos no tenían razón de ser no los utilizaba, y tanto si tuviéramos tiempo como si no; ni siquiera consentía que le lleváramos la mochila en el teleférico, aquel artefacto que estaba de más en la montaña, como decía él; tampoco toleraba los nuevos artilugios que nos llegaban de Chamonix cada verano; con la cuerda era más que suficiente, solía decir; lo demás era buscarle cinco pies al gato.

Una larga melena negra le caía más abajo de los hombros. Lacónico, quizás una pizca de ironía en la línea de los labios, los ojos hundidos inquisitivos entre la pelambrera de santón y la barba ensortijada de eremita. De ideas precisas, burlón, breve. Pocos debían de saber en qué consistía su vida. Ni era tiempo de melenas aparatosas aún ni momento de actitudes tan decididas. Aquel invierno su muerte, al final de la tragedia, fue dignificada con un puñado de patéticas y conmovedoras fotografías en las páginas de todas las revistas del país. Acaso representaba una aspiración que otros no fuimos capaces de asumir. Su última imagen, tomada por un fotógrafo de Blanco y Negro pocos minutos antes de su muerte, era la fotografía de un bello y noble rostro; el sufrimiento le dejó una cálida huella de humanidad en la expresión.



Aquel invierno convirtió en blanco sudario la euforia del reto. La belleza del invierno se posó, metálica, en los jous, exánime belleza, yerta conmoción de los sentidos, como un estilete penetrando exangüe la calma blanca, el alba impune. La radio daba noticias de tanto en tanto, los periodistas seguían con potentes prismáticos desde Bulnes y Camarmeña la evolución de unos pequeños puntos oscuros que se movían apenas en el filo norte del último tercio del Picu. Lo que recogían los prismáticos y los teleobjetivos era un pálido remedo de aquella tumba blanca. Contemplé su rostro en los periódicos, no era un rostro agonizante, tenía la aureola de los místicos y la expresión seráfica y austera de quien atravesó todo sentido y todo deseo y se había instalado en una belleza concluida y permanente; como un dios a punto de dormirse, desgreñado, beatífico. El helicóptero lo rescató sobre un resalte imposible cuando aún le quedaban unas pocas horas de vida; hablaba sereno, tranquilo, había una espléndida paz en su expresión.

* * *

El mudo silencio de las cumbres nevadas, el silencio. La inalterable laxitud de las laderas, imperturbables, soledad, silencio. Ni tan siquiera un grito, un desespero: el silencio, acaso algo de nieve que se desprende en una cornisa, que barre una cuerda que se mueve cansada, fuera de toda esperanza. Hace días apareció un helicóptero, produjo un pequeño alud en la acanaladura del diedro superior, la nieve bajó produciendo un breve gruñido primero; después creció arrastrando más y más nieve a su paso; cuando cruzó junto a nuestro vivac fue un espectáculo atronador y doloroso; después se precipitó con estruendo en los canalones de la cara norte, sólo quedó el eco de un escalofrío, volvió el silencio. El día posterior volaron dos alouettes junto a la pared, hicieron fotos, intentaron decirnos algo, fue inútil, la tarde cayó mientras nos comíamos los últimos dátiles de nuestras provisiones. Esa noche soñé que sobrevolaba las cumbres en un aparato de aquellos de vuelo sin motor; me abrumaba el silencio, la calma, la absoluta quietud; las canales yacían lívidas, aturdidas de sosiego, como empantanadas en una tregua innombrable. Yo era el único ser vivo del Planeta, el caos y la confusión habían acabado con todos sus habitantes y yo volaba por el reino de la única verdad, ahíto, con el pecho helado, constatando que durante mi ausencia en el Reino del Silencio la Tierra había roto su pacto con el hombre y lo había condenado a un destierro lejano, quizás a la muerte. Antes de despertar mordido por el frío una vez más, tuve aún la certeza de que yacería aquí de por vida. Era un sueño estimulante; mis pies había dejado de sentirlos hacía tiempo, apenas nos alimentábamos con otra cosa que no fueran restos de algunos frutos secos y unos dátiles; ayer ya no nos movimos en todo el día del vivac, era mejor morirse allí con la sonrisa boba de los congelados que malgastar nuestra poca energía disponible en intentos imposibles; apenas podemos utilizar las manos para alcanzar las pocas almendras que nos quedan, ¿qué más podemos esperar?





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