Plus tard il sera trop tard.


Plus tard il sera trop tard. 
Notre vie c'est maintenant
(Jacques Prevert) 


Alcaracejos, 24 de febrero de 2017 

Tramo Cerro Muriano – Alcaracejos. 


Mi despertador sonó hoy a las cinco de la mañana. Tenía por delante una jornada incierta de treinta y seis kilómetros. En el mapa sólo aparecían tres o cuatro caseríos aislados; después lomas cubiertas de encinas, algunas zonas de olivos, dos ríos que atravesar… Me asomé a la ventana, una espesa niebla cubría las calles del pueblo. Muy interesante, me dije. Cuando salí a la calle sólo se veía a unos pocos metros; las calles estaban débilmente iluminadas por la aureola de unas pocas farolas. Impresionaba ese silencio en que la mortaja de la niebla envolvía las casas, la iglesia, un parque infantil que parecía como un exótico capricho a esa hora de la noche. No tardé en dejar atrás el pueblo, la oscuridad era total, mis botas sonaban en el asfalto como un extraño instrumento de percusión de ritmo monótono y pausado. Si encendía la linterna, frente a mis ojos, minúsculas partículas brillantes de polvo de agua surgían a mi alrededor como pequeñas luciérnagas. La carretera, estrecha, podía seguirla por la débil luz de las líneas que delimitaban los arcenes. La calzada ascendía describiendo pequeñas ondulaciones. A la derecha se adivinaba las formas de algunas encinas. Después de media hora la niebla se adelgazó hasta el punto de poder ver las estrellas y la pequeña línea curva de la luna; poco más tarde el cielo quedó diáfano, apareció la Osa Mayor en el frente, casi en el zenit; la Polar brillaba débilmente a mi derecha. En estas condiciones el camino es algo muy especial, me hizo recordar en algún momento mi religiosidad de niño en aquellas ocasiones especiales, de Semana Santa y el mes de María, el mes de mayo. Tenía la culpa de este recuerdo el profundo olor que venía de las jaras que crecían prolíficas a los pies de las encinas y que durante todo el camino perfumaban el ambiente como lo hiciera el incienso en la iglesia de mi niñez. 

Estaba amaneciendo, bajaba una empinada cuesta, el camino describió una curva de ciento ochenta grados y de golpe me encontré con un río; las rodadas de un todoterreno se perdían bajo el agua. Una mirada rápida me convenció enseguida de que no había tu tía, no había más remedio que desnudarse y pasar el vado en gayumbos. No es que estuviéramos a bajo cero pero fresco sí hacía y la humedad de la niebla había dejado todo empapado. El aspecto que debía de ofrecer a esa hora de la mañana un individuo con macuto, jersey, anorak, las botas colgando del cuello, cruzando el río en calzoncillos, tanteando las piedras del fondo con los bastones y pisando huevos, como correspondía a la situación, mientras el amanecer empezaba a pintarse en el cielo, debía de ser digno de ver. 

Atravesaba, subía y bajaba colinas a buen paso por un sendero rojizo rodeado continuamente por encinas, jaras y estepa negra. Era agradable. La niebla ocupaba a lo lejos algunos valle. Tenía suerte, al final presentía que la ruta de hoy, totalmente ausente de asfalto, iba a ser la más bonita de lo que llevo caminado en Andalucía.  Y así fue. En un olivar ne encontré con una pareja que recogía aceitunas junto al camino. Me llamó la atención porque no usaban red. El terreno era accidentado y con piedras y usaban un rodillo con púas y oquedades donde las aceitunas quedaban agarradas. Cuando el rodillo estaba lleno de ellas las descargaban en la carretilla. Me quedé un rato con ellos. Me enseñaron encantados el procedimiento, algo que usaban sólo en zonas accidentadas. El resto lo hacían con el procedimiento corriente, colocando la red bajo el olivo y vareando después. La chica tenía una sonrisa encantadora. 

Como la mañana marchaba ya sola sin necesidad de que yo le prestara atención, busqué en el teléfono la novela que comenzara el día anterior, El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati; la historia del oficial Giovanni Drogo, destinado a una fortaleza fronteriza sobre la que pende una amenaza aplazada e inconcreta, pero obsesivamente presente. Giovanni, que había llevado en la ciudad una vida corriente, sufre una transformación profunda tras la llegada a la fortaleza, entre las cuales la más importante es la progresiva resignación ante el estrechamiento de las posibilidades vitales. En el ambiente de mis primeros años de montaña, cuando veíamos que alguno se ennoviaba, era corriente cantarle aquello de "te casaste, la cagaste". La pasión por la montaña era tan fuerte en nosotros que no era raro quien huyera expresamente de cualquier situación que supusiera comprometerse, lo que casi siempre suponía abandonar la escalada, dejar atrás las salidas en verano a los Alpes o Pirineos y perder el contacto de los amigos del monte con los que también nos veíamos algún día de la semana en algún club o en un bar. Los fines de semana eran sagrados, cualquier minuto que tuviéramos era para esa otra amada, la montaña, con la que ejercitar un erotismo tan intenso y subyugador. Las posibilidades vitales que la montaña nos ofrecía eran tan profundas que no dudábamos en abandonar todo aquello que no tuviera tener con la pasión por ella. El desmoronamiento del teniente Giovanni proviene de la frustración de las expectativas que poco a poco van desapareciendo de su panorama mental, absorbido por las obligaciones del servicio en la fortaleza. Los años y las obligaciones terminan de atarlo definitivamente. 

En esta situación su mente se ve obligada a postergar una y otra vez cualquier atisbo de proyecto o situación de vida que se le pueda ocurrir. Y le sucede eso: "Plus tard il sera trop tard". El tiempo, que hasta ahora era infinito, algo en lo que cabía todo, que tan lentamente corría, empieza a estrecharse, comienza a correr tan endiabladamente deprisa que cuando se da cuenta ya ha sobrepasado la cincuentena, ha perdido el contacto con sus amigos de juventud, la relación con una chica, el contacto con la familia. Ha postergado tanto una vida diferente que ni siquiera encuentra fuerzas cuando asume su error. Demasiado tarde para cambiar de vida, demasiado tarde para hacer esto o aquello. Sólo le quedará pudrir sus últimos años de vida en el callejón sin salida que tan inconscientemente se ha forjado desde la juventud. 

Con la novela ya muy avanzada llegué a la conclusión de que no me merecía la pena apresurarme para llegar a comer a Alcaracejos. El tiempo era bueno. Decidí parar a comer a la sombra de una encina cuando todavía me quedaban dos horas de camino. Retocé una hora tumbado dando cuenta de un bocata de calamares, leche, un poco de queso, chocolate, los restos de una empanada. En Alcaracejos había reservado un habitación en un hostal. Me subí directamente a ella nada más llegar. No me dio el ánimo para darme una vuelta por el pueblo. Además hoy me tocaba colada, que me iba a llevar un buen rato. 







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