A una hora del col de Sanetsch, 25 de junio de 2017
Llueve toda la
noche. Cuando amanece la lluvia sigue golpeando sobre la tela de la tienda.
Siento el cansancio en todo mi cuerpo. Me voy media vuelta y me arrebujo en el
saco dispuesto a dormir mientras siga la lluvia. Me despierto, no sé la hora
que es, probablemente esté envuelto en la niebla. Hace días que he dejado de
usar el despertador para ahorrar batería. El asunto de la lluvia me ha cogido
desprevenido. Sé que después te acostumbras y se convierte en algo habitual,
pero de momento me descoloca. Hace frío. A estas alturas no esperaba sacar los
guantes y el gorro de lana con ese calor que había pasado hasta ahora a partir
del mediodía. Para un poco y aprovecho para empezar a organizar el macuto,
salgo del saco y comienzo a meterlo en su bolsa, momento en que la lluvia
vuelve, esta vez algo más fuerte. Vuelvo a meterme en el saco, me duermo y me
despierto en medio del sueño acaso a causa del silencio. Esta vez salgo
disparado a ver si me da tiempo a recoger la tienda antes de que comience a
llover. El panorama fuera no es nada acogedor, las nubes están a la altura del
cielo raso de mi habitáculo.
Cuando me pongo a
caminar a poco la niebla me deglute. El suelo está lleno de una especie de
salamanquesas que me miran atrevidas desde el camino como diciendo no se te
ocurra meterte conmigo porque te doy un bocado. Llueve y está muy desapacible
pero eso no impide para que me encuentre en distintos momento algunas parejas
copulando y haciendo el macho pequeños espasmos. Amigos, les digo, la llamada
de la naturaleza nos trae a todos locos. Casi les meto el objetivo del teléfono
por los ojos pero ellos nada, a lo suyo, se ve que se lo están pasando bomba.
Llueve y el camino es el dominio de estas salamanquesas, o como se llamen, de
las babosas y de un curioso caracol que me paré a fotografiar. En el col des
Essets la niebla es todavía más intensa. El refugio Anzeindaz no queda lejos,
un refugio con pedigree donde desayuna y charla gente sin prisa de la misma
manera que si estuviera en un hotel de cinco estrellas. Una joven pareja se
prepara para salir con sus nenes, una sobre el macuto que lleva el padre y otro
de tres o cuatro años ataviado con su macuto y que me recuerda a Guille,
nuestro hijo mayor, cuando tenía su misma edad y cargaba todo orgulloso con su
macuto por Picos de Europa o Pirineos.
El ascenso al pas
de Cheville, después de que dejara de llover y el paisaje adquiriera el aspecto
bucólico de las primeras escenas de la película de Tarkovsky, Nostalgia, se presta a algo muy especial,
iba a comenzar con mis lecturas pero aquello pedía otra cosa, música, qué
música, miré, lo encontré enseguida, el ambiente pedía algo así como Vivaldi o
Boccherini; elegí este último, unos conciertos para violonchelo. Perfecto. El
paisaje de Tarkovsky persistía ahora con velos de niebla que acariciaban acá la
hierba húmeda, allá las escarpaduras de caliza.
Al otro lado del
collado el tiempo definitivamente aclaró del todo y quedó el empenachado blanco
de las altas cumbres que aparecían tocadas con un gorro de dormir como los que
usan los personajes de las novelas rusas. Prados, pequeños escarpados y
enseguida resucité la voz de mi lector particular que vive dentro de mi
teléfono. Ahora me leería la historia de Casandra y su hermano que huyen del ejército
de Kemal, el general turco, que ha arrasado su pueblo, marchando ambos hacia
Esmirna donde tras alguna ardua aventura logran tomar un barco que se dirige a
Nueva York. La novela pertenece a Jeffrey Eugenides, y su título es Middlesex. El día se ha puesto muy
agradable y bajar sin prisa siguiendo las aventuras de Casandra y su hermano
resulta un regalo. Mi cansancio de nada más despertar ha desaparecido del todo,
hace sol, el paisaje es bonito, las flores estiran su cabeza a mi paso para
darme los buenos días, me cruzo con algún que otro caminante, alguna pareja,
todos saludan con un sonriente bonjour en los labios. Paso de largo junto al
refugio Derborence, es la una y pienso en comer en otro que queda a una hora,
el de Godey.
Mal hecho, muy
mal hecho. El camino se complicará, tendré que hacer equilibrios para cruzar un
río y, lo que es peor, cuando llegue a doscientos metros de desnivel por encima
del refugio de Godey no sólo resultará que eran las tres, hora en que los
restaurantes de este país sólo sirven bocadillos, y ello con suerte, sino que
cuando cargué el track siguiente resultó que éste subía por el mismo sitio que
había descendido el anterior. Descargué para considerar despacio la situación.
El siguiente refugio me quedaba a cuatro horas y más mil metros de desnivel por
encima, en el macuto me quedan un mendrugo de pan, dos lonchas de embutido,
unas pocas pasas de corinto y tres barritas de muesly. Aparte del desayuno esa
sería toda mi comida en el día de hoy.
Lo que era seguro
es que el menda no se bajaba doscientos metros de desnivel para volverlo a
subir por un miserable bocadillo. Tiré cuesta arriba hacia el col de Sanetsch.
Me crucé con dos chicas. C’est bien pour le col de Sanetsch, les pregunté.
Fueron muy expresivas, me describieron el itinerario haciendo con la mano el
despegue de un avión que lo hiciera en vertical.
Bueno, pues
sucedió una de esas cosas maravillosas que suceden de tanto en tanto. Me lo
tomé tan bien, pese al estómago vacío, que aquello se volvió una especie de
ballet a cámara lenta. El sendero, que a veces no se molestaba ni siquiera en
hacer culebrillas sino que tiraba cuesta arriba de cara a la pendiente, más
arriba desaparecía contra un enorme y enigmático paredón de caliza. Que no tío,
que no pasa na. Y tomando a mis bastones como si fueran una parte más de mi
propio cuerpo y las piernas unas elásticas y pausadas amigas dispuestas a
llevarme si fuera necesario a las alturas del Olimpo, eché a andar, esta vez
sin novela ni música porque lo que realmente iba a tener que oír y sentir era a
mí mismo. Este año quitando un par de caminos de Santiago que hice a principio
del invierno apenas había salida unas pocas veces a la sierra. Mi forma física
más bien era bastante baja. Como la cosa que proyectaba iba para una larga
estancia, me dije, como en otras ocasiones, que bueno, que ya tendría tiempo de
entrenarme por el camino. Sé que paso una semana mal al principio pero después
de eso todo cambia de repente y mi cuerpo se reconvierte en un veterano
caminante en el que el sufrimiento de los primeros días se transforma en
placer. En ese momento es cuando el placer surge y muestra su mejor rostro.
Sucedió hoy sobre esos mil metros de desnivel, sobre larguísimos tramos
verticales que no había otra manera de superar más que con cuerdas y escaleras,
sobre el bosque. Ese baile lento que va dejando sin darse apenas cuenta metros
y metros atrás, el río primero, el bosque después, los laderas empinadas. Y lo
que es más sorprendente, sin experimentar cansancio, eso que sucedía días atrás
y que me obligaba a parar cada doscientos metros de desnivel exhausto para
tomar aliento.
Había llegado ese
instante en que experimentar con el propio cuerpo hora tras hora había
desembocado en una fuerza, compañera amiga, no me abandones nunca, que yo
ignoraba pero que poco a poco había ido germinado dentro mí hasta florecer como
una hermosa flor que ahora contemplaban mis sentidos con un cierto arrobo.
Cuántas veces me habré preguntado por qué coño esto de la
montaña con lo sufrido que es en ocasiones. Infinitas. Y seguro que me lo
seguiré preguntando en muchos momentos hasta que me muera. Siempre seguro que
me daré explicaciones parciales que tendrán que ver con las circunstancias del
momento, pero en cada una de ellas habrá un buen pedazo de verdad. En el caso
de hoy venía de descubrir ese fuerza que desconocía y que se había venido
forjando en días anteriores, pero también, y mucho, de la conciencia que vivía
de estar experimentando conmigo mismo y de sentir y comprobar el resultado de
esa experiencia y del esfuerzo que conllevaba.
Y aquí estoy en
la cota dos mil doscientos, donde encontré agua abundante, medio ayunando pero
más contento que unas castañuelas.
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