Por encima de
Birgsau, Alemania, 16 de julio de 2017
¡Qué diferente se
ve la vida cuando amanece despejado! Es como si estuviera en otra época, en
otro lugar. Hoy me esperaba una larga jornada de alta montaña, así que mejor
que mejor. Elevarse desde las primeras horas de la mañana hacia las alturas,
primero el Hochtannbergpass y desde allí alcanzar la cota de los dos mil metros
y no abandonarla todo el día.
Pero que sí, que
hacía sol, me decía todavía todo incrédulo. Así que, metido en el pacifico
cuerpo del vagabundo dispuesto a recrearme en lo que me trajera el día, noté
pronto que los poros de mi piel y mi ánimo estaban especialmente abiertos a
cualquier instancia que se presentara. No tardó en aparecer la primera. Noté
que el cuerpo me pedía alimentar y acompañar las excelencias del paisaje que
atravesaba con la memoria de viejas y queridas historias. Los veteranos amantes
de la montaña comprenderán enseguida por el título del post a donde iba a ir a
parar mi ánimo durante más de media jornada. Sí, hoy estuve escalando el
espolón Walter, la norte del Dru, la noreste del Piz Badile, la norte del
Cervino, la norte del Eiger y los extraplomos de Cima Grande de Lavaredo, todo
ello de la mano de Gaston Rébuffat mientras mi sendero tomaba altura y subía y
bajaba por el lateral de una gran dorsal en cuyas laderas se localizaban dos refugios,
el primero austriaco y segundo alemán.
Ah, la montaña y
sus filósofos, esas montañas que para Rébuffat son un asunto de amistad, tanto
entre lo hombres que las escalan como entre éstos y las cimas que pretender
conquistar. Está bien ser un buen montañero o alpinista, pero si además, como
le sucede a Rébuffat, se es un buen comunicador capaz de expresar por escrito
sus pasiones, para aquellos que los leemos es un bien inapreciable. Empezar a
releer esta mañana a Rébuffat era encontrarme de nuevo con el final de mi adolescencia,
con mis primeras montañas; no había mucha diferencia entre ello y en lo que estaba
él, ese recién y apasionante arrebato que le proporcionaban los primeros deseos
de escalar este o aquel otro pico, los vivacs bajo las estrellas. Los sueños de
la primera juventud y después la sucesión de los proyectos porque un sueño
engendra otro sueño, y así sucesivamente.
En la portada del
libro, Gaston Rébuffat, cargado con su macuto y su piolet en la puerta del
antiguo refugio Couvercle, observa los Grandes Jorasses. Antes de comenzar a
leer, y después de ver la portada, ya tuve que pararme durante un rato para
dejar paso a mi propia memoria que ante aquella imagen no podía pasar de largo
mis propios sueños de juventud, alguno de ellos precisamente arracimados en
torno a ese refugio. Quizás corría el verano del 67 ó 68, no puedo recordar
bien. Javier Mayayo y yo habíamos concluido la travesía del Mont Blanc hasta la
Aiguille de Midi y pocos días después subíamos por la Mer de Glace rumbo al
refugio Couvercle, un lugar privilegiado que para un pipiolo como un servidor
que apenas había descubierto la montaña dos o tres años atrás suponía la
culminación en sí mismo de un sueño. Nada más llegar el mal tiempo se cernió
sobre la zona, el refugio estaba hasta los topes, durante días, apiñados en un
espacio que recuerdo agobiante, las horas pasaban interminables esperando que
el tiempo cambiara. Fuera llovía sin pausa. Dormíamos hasta el mediodía. Por
fin, no recuerdo cuántos días transcurrieron, una madrugada a las tres de la
mañana amaneció estrellado. Emprendimos en la oscuridad el camino de Les
Courtes. Nadie en el refugio tomó aquella madrugada ese camino. Todavía era
prácticamente de noche cuando el espectáculo de los primero rayos de sol sobre
la cumbre del Mont Blanc quedó grabado en mi retina para siempre. Recuerdo muy
pocas cosas de aquella ascensión cuyo atractivo principal fue recorrer, una vez
alcanzada la cumbre, una larga cresta de nieve y roca a caballo entre el lejano
glaciar de Argentiere a nuestros pies y la cuenca glaciar en cuyo centro se
encontraba el refugio Couvercle. Recuerdo la meticulosidad de Javier colocando
los rapeles y reforzando lo anclajes para la cuerda con drizas nuevos. El resto
voló lamentablemente de mi memoria.
También rememora
Gaston Rébuffat la ascensión a la montaña que fue sueño iniciático, la Barre
des Ecrins y, que, cómo no, me retrotrajo a otro de mis sueños cuando hice la
ascensión con María López Carmona y Fulgencio Casado, una experiencia que narré
no hace mucho en otro lugar y que culminó con una gran tormenta bajo la misma
cumbre, acaso la más aparatosa que he vivido en la ata montaña y que tras la
travesía y ya de noche, no obligó a pasar la noche en una grieta del glaciar
que desciende hacia el refugio L’aigle.
El libro de
Rébuffat es una mesa de billar en donde unas bolas mueven a otras, unos
recuerdos empujan a otros, unas reflexiones llaman a sus similares, y así,
junto al relato y a lo comentarios del autor, se van tejiendo realidades y
recuerdos que una veces pertenecen al libro y otras a este caminante feliz de
haber encontrado la lectura ideal para avivar y hacer renacer sus propias
pasiones de juventud mientras un paisaje de altas montañas, de cuyas laderas se
precipitan cascadas y caudalosos arroyos, lo acompañan esta mañana como desde
un segundo plano porque el relato de Rébuffat, todas las más grandes y
empeñativas escaladas de aquella época, me absorbe.
Llegué al refugio
Mindelgeimerhütte a muy buena hora. Presiento que metido en la lectura ésta
debió de actuar a modo de carburante de primer orden, porque me sorprendí al
ver que era la una y media cuando yo pensaba llegar sobre las tres. Hacía
fresco a pleno sol pero aún así acompañé mi comida con una descomunal cerveza.
Luego demoré al sol, disfrutando del paisaje, mi postre, una tarta de queso
riquísima, y mi capuchino.
Estaba en
Alemania. Me lo dijo mi teléfono cuando desactivé el modo avión. Mis apuntes y
las indicaciones que veo en el refugio no coinciden. Las de éste doblan en
tiempo a los apuntes. Hoy dormiré por el camino. En mi destino de mañana,
Oberstdorf se juntan tres recorridos diferentes de la Vía Alpina. Yo tomaré el
amarillo, que enfila definitivamente hacia Italia.
Para mí vivac hoy
encontré una especie de nido de águila apostado al borde de una pendiente que
quita el hipo y cae salvajemente sobre el valle ochocientos metros de desnivel
más abajo. Si todo va bien el primer sol de la mañana calentará mi tienda antes
de levantarme. Por cierto, hoy se cumple un mes desde que salí de Chamonix. Me
felicito porque no esperaba que mi cuerpo fuera a estar tan bien y tan en forma
después de tanto camino y tantas montañas y valles dejados atrás.
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