Sobre Schroken,
Austria, 15 de julio de 2017
Tenía un contento
muy particular esta mañana cuando me vi fuera del hotel experimentando de nuevo
mis piernas en el ambiente húmedo de la mañana. Había algunos retazos de azul
en el cielo pero enseguida tuve que ponerme la capa de agua. Tenía tres o
cuatro kilómetros de asfalto hasta Buchboden y andar por aquella carretera con
las manos en los bolsillos pensando además que todo mi equipo estaba seco me
producía un regusto por dentro. Cuando la lluvia es una permanente compañera de
andanzas y llevas todo seco puedes permitirte el lujo de ser un poco más feliz.
Por mucho que se ponga la cosa mal sabes que en algún momento encontrarás un
lugar para poner la tienda y que de nuevo se podrá abrir un paréntesis de
confort que el día te ha impedido disfrutar. Quizás también estaba contento
porque recorría un paisaje bello que le venía muy bien a la armonía de mi ánimo
que de había despertado bonancible y animoso.
En el hotel me
pusieron un desayuno con el que podría haberme mantenido un día y medio. Sólo
dejé algunas migajas para que no pareciera muy descarado, el resto o fue a mi
estómago o a mi macuto. Estas costumbres de burgués de echar a caminar después
de haber dormido en una confortable habitación la verdad es que no están nada
mal, uno nació tan rústico y tan acostumbrado a dormir bajo las estrellas que lo
que para todo el mundo es normal a mí me resulta excepcional. Mi ruta de hoy
era una larguísima subida por un solitario valle que encontraría lleno de agua
y humedad. Una ruta, sin duda, apenas frecuentada; la senda se perdía con
alguna frecuencia bajo la espesa vegetación que ya casi desde el principio
consiguió bañar mis botas tan cuidadosamente puestas a secar el día anterior.
La vegetación, en muchos lugares hasta la rodilla o arriba de los mulos, iban
soltando el agua en mis botas mientras la atravesaba. El bosque se fue haciendo
sin embargo tan acogedor, tan bello con sus rumores, sus arroyos, sus cambios
de luces que pronto me recordó una novela que escribí hace una década. Vivir en los bosques, era su título, un
libro que fue concebido en un larga trotada por lo bosques de las Dolomitas. La
novela, que ambienté en la travesía del Pirineo Francés por el GR-10 y que
había hecho el verano anterior, nació de uno de esos desengaños amorosos que te
dejan tirado por tierra durante meses sin que tu cuerpo sea capaz del más
mínimo acto de sentido práctico. El protagonista no supo encontrar otro modo de
huir del apremio de la pasión y los recuerdos que marchar al Pirineo para
sumergir sus penas y su decepción en lo bosques. El bosque como amigo, el
bosque lluvia, el bosque rumoroso, los hayedos donde la luz no penetra nunca,
el bosque tormenta donde los grandes árboles ponían los brazos en alto como
pidiendo cordura a los cielos. No era un bosque amable el que yo buscaba, era
el despecho del enamorado que busca un entorno solitario en que flagelarse. Me
parece que Thoreau no escribió Walden
de manera muy diferente. En un momento de su vida algo en sus relaciones
personales no parecieron ir bien y lo que su cabeza fraguó para aclarar las
penas del alma fue esa estadía junto a la laguna de Walden en medio del bosque
de la que resultó su conocido libro.
El bosque de hoy,
totalmente solitario, como abandonado a su suerte, sus senderos medio
desaparecidos bajo la vegetación, su silencio sólo perturbado por el rumor de
los arroyos, sus caminos convertidos en cauces para el agua de la lluvia de
estos días, era ese lugar remoto ideal para los ermitaños de otras épocas. De
tanto en tanto la niebla se cernía sobre él, o llegaba un lluvia menuda, o
dejaba ver a la derecha el desbarrancadero que se abría a sus pies mientras
menudas nubes blancas se arrastraban perezosas por las laderas.
En algún momento
perdí el camino entre la frondosa vegetación y tuve que recurrir al gps y
atravesar para retomarlo campos inundados con vegetación hasta la cintura.
Cuando el sendero pareció más evidente paré un momento para buscar en mi
biblioteca un par de libros. Era el tiempo de la lectura. De mi biblioteca, que
por cierto es más abundante que la legendaria biblioteca de Alejandría y que
cabe en una minúscula micro sd, sustraje Estrellas
y borrascas, de Gaston Rebuffat, y Vivir
en los bosques. Caminando por los Alpes leía las peripecias de aquella otra
caminata a través del Pirineo de hacía década y media. Hoy no habría tiempo ya
para el libro de Rebuffat, la lectura de Vivir
en los bosques me enganchó y con ello llegué al primer collado y a aquel
otro por encima del cual estaba el refugio Biberacher, el Schadonapass. No subí
los doscientos metros que me separaban del refugio. Una cómoda y estrecha pista
descendía por el valle opuesto, todo un paseo de seiscientos metros de desnivel
me esperaban por delante. Comí junto a un arroyo y luego baje durante media
hora charlando por teléfono con Victoria.
Llegué a Schroken
cinco minutos antes de que cerraran el supermercado. Más arriba del pueblo,
quizás no llegara a categoría de pueblo, cuatro casas y una iglesia, elegí para
mi tienda el único lugar practicable, un camino. En medio de él la planté
después de hacer mi acostumbrada rehabilitación.
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