¡Ah, el sol!




Junto al refugio de Buffére, 12 de agosto de 2017

Mi horario habitual había quedado trastocado ayer tarde cuando esperando ahuyentar al frío me quede dormido y desperté de noche. Eran las doce cuando terminé mi crónica. Mi sueño entre unas cosas y otras había volado hacia otras latitudes, así que no cabía esperar madrugar con ese frío que auguraba el aguanieve cayendo sobre mi tienda. Así que no pensé en levantarme hasta que mi cuerpo jarto de dormir y de recuperar su calor no me lo pidiera. Lo que sucedió pasadas las ocho y media de la mañana. Hacía un frío helador, lo que alentó mi pereza pese a que la claridad que filtraba el techo de la tienda era desacostumbrada. Resultó una mañana totalmente despejada, pero de moverse con toda la ropa disponible. Estaba recogiendo mi tienda cuando cerca se detuvo un mochilero a darme los buenos días. Que si no había pasado frío, me preguntaba el compañero. Y me daba el parte metereológico de más arriba. Los alrededores del refugio donde había dormido, el mismo que dejé yo de lado el día anterior, habían amanecido con una capa de nieve. No encontré mi gorro de lana, así que enguantado y con toda mi ropa encima eché a caminar con la esperanza de encontrarme cuanto antes en la mancha de sol que calentaba el valle más abajo.


¡Ah, el sol!, amigo, compañero, que como esas personas queridas que nos acompañan toda la vida pero cuyo calor y caricia sólo observamos cuando nos faltan, a ti, que lejos allá en el valle anhelo; que no nos faltes, que tu calor nos vuelva a traer la cálida mañana de invierno de otro tiempo.

Sí, porque el calor llegó en algún recodo del camino y entonces fue un pequeño y entrañable placer, el gustirrinín que te acaricia y te inunda el cuerpo como si en él estuviera contenida la dulzura de un feliz rincón de la infancia.


 Camino del refugio hoy empiezo a cruzarme con un inesperado número de caminantes. Caigo. Es sábado. Esta mañana los “bonjour” se han transformado inesperadamentemente en “bon di”o en “bon giorno”. Caigo. No hace falta comprobarlo en el mapa: entre la tarde de ayer y la mañana de hoy he cambiado de país sin darme cuenta. Hoy va a ser un día de muchos rostros, paisaje también agradecido para una mañana en que italianos y franceses prodigan de continuo amistosos saludos.

Tras desayunar en el refugio Reyes Magos en donde hay gran trasiego de familias dispuestas a patearse el monte, el camino hace un giro de noventa grados y se dirige al col de Thures, un bello y abierto espacio en donde las montañas se reflejan en un pequeño lago donde flotan juncos acuáticos y donde algunas familias, pese al fresco todavía, se han instalado para dar cuenta de su picnic. Durante la subida ya he empezado a meter en distintas partes de un álbum provisional rostros de hombres, mujeres, niños, a lo que voy encontrándoles un lugar según su modo de saludar, sonreír, pasar indiferentes, mostrar un rostro adusto o complaciente, mirar feliz o deferente al desconocido con el que se encuentran. Hoy mi colección es abundante. De toda ella los rostros que más me gustan, naturalmente, son los de las mujeres, y entre ellos acaso el de las ancianas. Ya escribí algunas veces sobre esto, en una ocasión haciendo el camino Francés de Santiago. Lo hacía en dirección contraria dejando Santiago a mi espalda lo que implica tener de frente de continuo a los peregrinos. En aquella ocasión mi post se tituló Las mujeres sonríen más y mejor que los hombres. Más o menos, que no recuerdo bien. Aquí esa norma se repite igualmente. Podía hacerse un pequeño estudio de cómo responden los caminantes ante otro caminante con el que se cruza. Se me antoja una nadería interesante saber las pequeñas cosas que pueden implicar en las personas con las que te encuentras sus gestos y saludos, el silencio tantas veces de muchos adolescentes, el saludo adusto y serio de un cincuentón, la sonrisa generalizada de la mayoría de las mujeres, ese gesto de amable connivencia de algunas ancianas, el entusiástico saludo de un hombre grueso de ojos felices, el ciao tímido de algún niño, el despierto bonjour que también se pronuncia con los ojos de una joven cargada con una mochila grandona, el hi espontáneo de una chica pequeñita que camina sola y en cuyo macuto cuelga un piolet y aperos de escalada. Mi álbum podría contener ciento de páginas. Esa infinita colección de los humanos que poblamos el planeta y que raramente tenemos la oportunidad de mirarnos a la cara, saludarnos y sentir al mismo tiempo ese calor humano que tan grato es dar y recibir.

Y es que, amigo, a fin de cuentas las cosas importantes de la vida no parecen ser tantas. Uno de los últimos capítulos que leo de Zweig, recuerdo: El misterio de la creación artística, trata de Tolstoi. Tolstoi, el conocedor indiscutible de los hombres y mujeres, de sus luchas, sus aspiraciones, sus pasiones, y que creó algunas de las obras literarias más grandes de todos los siglos, al final de su vida viene a caer tras una importante crisis en la búsqueda de la esencia de la vida, momento en el cual entra en conflicto con el status quo de una sociedad que sigue gastando la pólvora, mucho ruido y pocas nueces, parodiando el título de aquella obra de Shakespeare, en perseguir efímeros mundos que, como blesas o ratos no llevan más que a la ruina. La sencillez que predica al final de su vida Tolstoi, de parecido modo a como lo hizo Jesús, Buda o Lao Tsé, acaso tiene en nosotros, sin saberlo, un presencia que nos sale inesperadamente de dentro una mañana cuando nos cruzamos con un caminante, un amante más de la naturaleza, y le saludamos con un sonrisa en los labios.

Ah, sí, pero también esto es cultura, siglos de humanización, de acumulación sobre el error y el acierto de lo mejor de nosotros mismos. De parecida manera que es cultura la cocina francesa, un restaurante en donde comí hoy, mitad restaurante mitad biblioteca en realidad, ¡qué cosas, estos franceses!, en cuyos platos, cortesía y deferencia duermen en realidad siglos de buen hacer y de construir una vida social e individual lo más hermosa posible.

Ah, el sol; pero ah, la cultura; ah, el arte y la bondad de sonreír; ¡ah, esas pequeñas cosas que son la alegría de la vida!









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