Bajo el col de
l'Eychauda, 13 de agosto de 2017
Describe Zweig la
situación previa a las dos guerras mundiales en dos ciudades en las que fue
testigo, la Primera
en Viena y la Segunda
Guerra Mundial en Londres. Se refiere al ambiente qué se
respiraba en la calle, pero puede ser útil para relacionarlo con lo que quiero
hablar. Describe la situación en Viena como caótica con la gente angustiada y
conectándolo en todas las esquinas, en todas las tiendas o los hogares. Una
gran preocupación se desprendía por todos los lados. A su vez, cuando se
refiere a Londres al tener conocimiento de la invasión de Polonia por los
alemanes, los describe un tanto ajenos a los sucesos, la tranquilidad reinaba
en las calles y en el ambiente general no se observaban señales de alarma en la
población. Se pregunta Zweig por la razón de esta diferente reacción entre los
vieneses y los londinenses y la respuesta que da a la frialdad de estos
últimos, a su carencia de alarmismo, la relaciona con su contacto con la
naturaleza. Y cuenta que para el londinense, estamos a final de los años
treinta del pasado siglo, los asuntos públicos ocupan una parte relativamente
pequeña de sus vidas, mientras que sus vidas privadas centradas en sus casas,
sus jardines, sus huertos -estos últimos ocuparían un gran parte de sus tiempos
los fines de semana-, representaban la parte sustancial de sus vidas. Lo que
vendría a explicar, según el autor, que el espíritu flemático y no alarmista de
los ingleses estaría sustentado en gran parte por la relación que mantienen con
la naturaleza. La afición por los trabajos de jardín, el cuidado de las flores
o el huerto serían responsables en gran medida de la flema inglesa.
Existe en esta
idea cierta relación con otra cultura lejana, se trata del Japón. Ayer anduve
seleccionando mis próximas lecturas y, al final, al frente de todas quedó un
libro de Yunasari Kawabata, El rumor de
la montaña. Los autores japoneses, y también los directores de cine,
ejercen una suerte de atracción sobre mí que también tiene relación con el modo
tan activo en que la naturaleza participa en sus vidas tanto desde el punto de
vista personal como social. En Japón los colores del otoño, el temprano
florecimiento de los cerezos, la primavera, el cuidado de las flores, la
omnipresente imagen del Fujiyama al fondo de todo paisaje, son constantes
íntimamente ligadas a la vida social y personal de los japoneses que solo
parece erosionarse últimamente ante el agresivo contagio del consumismo de
Occidente tras la toma del poder por los estadounidenses al final de la segunda
guerra mundial.
Yunasari
Kawabata, al que leo de tanto en tanto con el ánimo de sumergirme en ese
ambiente de poética delicadeza que conforma las relaciones de hombres y
mujeres, sus ritos, sus fiestas, sus monasterios y también por ese sentido
trágico de la vida que subyace en la existencia de tantos personajes y que pone
en sus relatos siempre unas gotas de inquietud, es un referente de la
literatura que entró tempranamente en el ámbito de una adolescencia, la mía,
para quedarse allí para siempre. Su novela Una
grulla en laza de té, fue uno de los primeros libros que compré con mi paga
semanal en el Círculo de Lectores de aquella época.
Bueno, hoy fue su
novela El rumor de la montaña la
compañera permanente de mi caminar y algo de esa filosofía que destila en
relación con la naturaleza vino a estar presente en mis sentidos. Y algo, creo
que mucho, debe de añadir realmente ésta por distintas vías a nuestro
bienestar. Yo puedo asegurar, por ejemplo, que en ningún sitio está mi ánimo en
mejores condiciones que cuando me doy largos y prolongados baños de Naturaleza.
Desde luego la bioquímica ya de entrada casi viene en tu ayuda nada más pisar
el bosque, la montaña, el campo; el ejercicio, el sol, ya con salir de casa puede
estar llenando nuestro cuerpo de endorfinas. La energía de los árboles
penetrando a través de los poros de nuestro cuerpo, en poco tiempo pueden estar
aquíetando nuestro ánimo. La cada vez más extendida afición de abrazar a los
árboles (hace años comentabas estas cosas con alguien y te tomaban por loco)
seguro que también puede llegar a conformar un modo de actuar y sentir mucho
más sosegado.
Al fin amaneció
otro día de los de caminar sin el acoso del calor o el frío. Cielo parcialmente
nublado, cuando salí de la tienda, y que se mantuvo así durante todo el día. Lo
más relevante durante toda la jornada fue la permanente presencia del macizo de
Les Ecrins frente al caminante y, claro está los recuerdos correspondientes. La
crestería de La Meije
se alzaba en todo momento delante, rodeada por sus glaciares. No me era difícil
localizar allí el escenario de una antigua aventura, cuando escalando su cumbre
principal con María López Carmona y Fulgencio Casado nos sorprendió una
tormenta cerca de la cima que nos obligó a vivaquear con lo puesto en una
grieta del glaciar seminal. Ya hablé en este blog de ello. Mi segunda incursión
en el macizo fue para repetir la ascensión a la Barre des Ecrins, para mi
sin lugar a dudas una de las montañas más bellas del mundo. En aquella ocasión
tenía como compañera de cordada ni más ni menos que a la hortelana, mi chica,
madre de mis hijos, amante de sus gatos y afines, de la obra de Wagner y otras
músicas. Sí fue emocionante remontar con ella, a las tres
de la mañana en plena oscuridad las primeras pendientes de nieve que arrancaban
un poco más allá del refugio. La noche, las primeras luces del alba, el rosado
color de enormes seracs cuando los primeros rayos del sol vinieron a acariciar
nuestros cuerpos. Era una apuesta un poco dura, Victoria nunca se había puesto
unos crampones ni subido a semejantes alturas. Para mí era como querer hacer un
regalo maravilloso e inolvidable a mi chica. Ella luchaba entre el quiero y no
me atrevo. Era fantástico allí abajo el glaciar enorme, blanco, describiendo
una suave curva para meterse bajo los pies del Pelvoux. En el horizonte fueron
apareciendo los gigantes de los Alpes, el Mont Blanc a lo lejos. Delante de
nosotros subía una delgada fila de madrugadores atados en grupos de tres, en
cordadas de dos, algunos guías con sus clientes. Yo de vez en cuando me volvía;
¿qué tal?, le preguntaba. Bueno... respondía ella, emocionada por el momento,
por el espléndido paisaje, por sentirse, como si no terminara de creérselo, en
aquel fantástico mundo. Estaban llegando a un barrera de seracs que había que
rodear por la izquierda por una pendiente que se agudizaba a algo más arriba de
los cuatro mil metros, cuando en su cara vi que acaso estaba forzando una
situación para la que ella no estaba preparada. Sentí viéndola allí indecisa
que no debía forzar la situación. Creímos que era más prudente dar por
terminada allí la ascensión. Nos hicimos a un lado para dejar paso a las
cordadas que venían detrás y, tras dar un vistazo a toso aquel fantástico mundo
que teníamos delante y a nuestros pies emprendimos el descenso.
Hoy, que Lucía y
Quique, que andan por Lyon, habían mandado un whatsapp a la familia diciendo
que iban a darse una vuelta por Les Ecrins, enseguida Victoria echó mano del
álbum de lo recuerdos para mandarles otro whatsapp con tres fotos del día de
nuestro intento de ascensión a la
Barre des Ecrins. Por aquí abajo las dejo. Las fotos son del
año 1998.
Mi itinerario de la Vía Alpina queda lejos
de esta cumbre. Me hubiera gustado volver a verla de cerca, pero desviarme y
hacer una especie de peregrinación como
hice con la sur de la
Marmolada , no era posible en este caso. Así que después de
alcanzar Le Monétier-les-Bains, al pie del macizo, cruzo éste por el col de
l'Eychauda y sigo mi camino hacia la costa del Mediterráneo y hago noche un
poco más abajo al pie de las últimas montañas que descienden de la crestería de
La Meige.
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