En el Parque Nacional des Ecrins


Ascensión en 1998

Bajo el col de l'Eychauda, 13 de agosto de 2017


Describe Zweig la situación previa a las dos guerras mundiales en dos ciudades en las que fue testigo, la Primera en Viena y la Segunda Guerra Mundial en Londres. Se refiere al ambiente qué se respiraba en la calle, pero puede ser útil para relacionarlo con lo que quiero hablar. Describe la situación en Viena como caótica con la gente angustiada y conectándolo en todas las esquinas, en todas las tiendas o los hogares. Una gran preocupación se desprendía por todos los lados. A su vez, cuando se refiere a Londres al tener conocimiento de la invasión de Polonia por los alemanes, los describe un tanto ajenos a los sucesos, la tranquilidad reinaba en las calles y en el ambiente general no se observaban señales de alarma en la población. Se pregunta Zweig por la razón de esta diferente reacción entre los vieneses y los londinenses y la respuesta que da a la frialdad de estos últimos, a su carencia de alarmismo, la relaciona con su contacto con la naturaleza. Y cuenta que para el londinense, estamos a final de los años treinta del pasado siglo, los asuntos públicos ocupan una parte relativamente pequeña de sus vidas, mientras que sus vidas privadas centradas en sus casas, sus jardines, sus huertos -estos últimos ocuparían un gran parte de sus tiempos los fines de semana-, representaban la parte sustancial de sus vidas. Lo que vendría a explicar, según el autor, que el espíritu flemático y no alarmista de los ingleses estaría sustentado en gran parte por la relación que mantienen con la naturaleza. La afición por los trabajos de jardín, el cuidado de las flores o el huerto serían responsables en gran medida de la flema inglesa.

Existe en esta idea cierta relación con otra cultura lejana, se trata del Japón. Ayer anduve seleccionando mis próximas lecturas y, al final, al frente de todas quedó un libro de Yunasari Kawabata, El rumor de la montaña. Los autores japoneses, y también los directores de cine, ejercen una suerte de atracción sobre mí que también tiene relación con el modo tan activo en que la naturaleza participa en sus vidas tanto desde el punto de vista personal como social. En Japón los colores del otoño, el temprano florecimiento de los cerezos, la primavera, el cuidado de las flores, la omnipresente imagen del Fujiyama al fondo de todo paisaje, son constantes íntimamente ligadas a la vida social y personal de los japoneses que solo parece erosionarse últimamente ante el agresivo contagio del consumismo de Occidente tras la toma del poder por los estadounidenses al final de la segunda guerra mundial.

Yunasari Kawabata, al que leo de tanto en tanto con el ánimo de sumergirme en ese ambiente de poética delicadeza que conforma las relaciones de hombres y mujeres, sus ritos, sus fiestas, sus monasterios y también por ese sentido trágico de la vida que subyace en la existencia de tantos personajes y que pone en sus relatos siempre unas gotas de inquietud, es un referente de la literatura que entró tempranamente en el ámbito de una adolescencia, la mía, para quedarse allí para siempre. Su novela Una grulla en laza de té, fue uno de los primeros libros que compré con mi paga semanal en el Círculo de Lectores de aquella época.


Bueno, hoy fue su novela El rumor de la montaña la compañera permanente de mi caminar y algo de esa filosofía que destila en relación con la naturaleza vino a estar presente en mis sentidos. Y algo, creo que mucho, debe de añadir realmente ésta por distintas vías a nuestro bienestar. Yo puedo asegurar, por ejemplo, que en ningún sitio está mi ánimo en mejores condiciones que cuando me doy largos y prolongados baños de Naturaleza. Desde luego la bioquímica ya de entrada casi viene en tu ayuda nada más pisar el bosque, la montaña, el campo; el ejercicio, el sol, ya con salir de casa puede estar llenando nuestro cuerpo de endorfinas. La energía de los árboles penetrando a través de los poros de nuestro cuerpo, en poco tiempo pueden estar aquíetando nuestro ánimo. La cada vez más extendida afición de abrazar a los árboles (hace años comentabas estas cosas con alguien y te tomaban por loco) seguro que también puede llegar a conformar un modo de actuar y sentir mucho más sosegado.


Al fin amaneció otro día de los de caminar sin el acoso del calor o el frío. Cielo parcialmente nublado, cuando salí de la tienda, y que se mantuvo así durante todo el día. Lo más relevante durante toda la jornada fue la permanente presencia del macizo de Les Ecrins frente al caminante y, claro está los recuerdos correspondientes. La crestería de La Meije se alzaba en todo momento delante, rodeada por sus glaciares. No me era difícil localizar allí el escenario de una antigua aventura, cuando escalando su cumbre principal con María López Carmona y Fulgencio Casado nos sorprendió una tormenta cerca de la cima que nos obligó a vivaquear con lo puesto en una grieta del glaciar seminal. Ya hablé en este blog de ello. Mi segunda incursión en el macizo fue para repetir la ascensión a la Barre des Ecrins, para mi sin lugar a dudas una de las montañas más bellas del mundo. En aquella ocasión tenía como compañera de cordada ni más ni menos que a la hortelana, mi chica, madre de mis hijos, amante de sus gatos y afines, de la obra de Wagner y otras músicas. Sí fue emocionante remontar con ella, a las tres de la mañana en plena oscuridad las primeras pendientes de nieve que arrancaban un poco más allá del refugio. La noche, las primeras luces del alba, el rosado color de enormes seracs cuando los primeros rayos del sol vinieron a acariciar nuestros cuerpos. Era una apuesta un poco dura, Victoria nunca se había puesto unos crampones ni subido a semejantes alturas. Para mí era como querer hacer un regalo maravilloso e inolvidable a mi chica. Ella luchaba entre el quiero y no me atrevo. Era fantástico allí abajo el glaciar enorme, blanco, describiendo una suave curva para meterse bajo los pies del Pelvoux. En el horizonte fueron apareciendo los gigantes de los Alpes, el Mont Blanc a lo lejos. Delante de nosotros subía una delgada fila de madrugadores atados en grupos de tres, en cordadas de dos, algunos guías con sus clientes. Yo de vez en cuando me volvía; ¿qué tal?, le preguntaba. Bueno... respondía ella, emocionada por el momento, por el espléndido paisaje, por sentirse, como si no terminara de creérselo, en aquel fantástico mundo. Estaban llegando a un barrera de seracs que había que rodear por la izquierda por una pendiente que se agudizaba a algo más arriba de los cuatro mil metros, cuando en su cara vi que acaso estaba forzando una situación para la que ella no estaba preparada. Sentí viéndola allí indecisa que no debía forzar la situación. Creímos que era más prudente dar por terminada allí la ascensión. Nos hicimos a un lado para dejar paso a las cordadas que venían detrás y, tras dar un vistazo a toso aquel fantástico mundo que teníamos delante y a nuestros pies emprendimos el descenso.

Hoy, que Lucía y Quique, que andan por Lyon, habían mandado un whatsapp a la familia diciendo que iban a darse una vuelta por Les Ecrins, enseguida Victoria echó mano del álbum de lo recuerdos para mandarles otro whatsapp con tres fotos del día de nuestro intento de ascensión a la Barre des Ecrins. Por aquí abajo las dejo. Las fotos son del año 1998.



Mi itinerario de la Vía Alpina queda lejos de esta cumbre. Me hubiera gustado volver a verla de cerca, pero desviarme y hacer una  especie de peregrinación como hice con la sur de la Marmolada, no era posible en este caso. Así que después de alcanzar Le Monétier-les-Bains, al pie del macizo, cruzo éste por el col de l'Eychauda y sigo mi camino hacia la costa del Mediterráneo y hago noche un poco más abajo al pie de las últimas montañas que descienden de la crestería de La Meige.












No hay comentarios: